Preguntas abiertas

Dos meses a partir del martes pasado dio el presidente de la República, Juan Manuel Santos, para intervenir 24 “ollas” de expendio de drogas en todo el país.

El Espectador
03 de abril de 2013 - 11:00 p. m.

Se le vio tajante, decisivo: “Les he dado instrucciones al ministro de Defensa y al señor director de la Policía para que en un término de 60 días me acaben con esas ‘ollas’”, fue la frase que atinó a decir en el Bronx de Bogotá, una de las zonas de expendio más peligrosas de toda la ciudad.

Rescató, a su vez, la labor que ha hecho la Policía Metropolitana: las autoridades habían decomisado el lunes 12.000 dosis de bazuco, 60 kilos de cocaína, 50 de marihuana, tres armas de fuego y unas 150 botellas de licor adulterado. También, que hubo una notable disminución de homicidios: desde hace 70 días, en la localidad Los Mártires no se ha oído siquiera del primero. Y en esas estamos desde el martes, con imágenes constantes de la acción de las autoridades policiales.

De lo único de lo que ha hablado el presidente, sin embargo, es precisamente de ese tipo de acciones. El Estado llegando a estos lugares en su forma más obvia y preclara: la fuerza. Pero la política pública debe entenderse como un todo.

La comprensión de una problemática tan compleja como esta va mucho más allá de unas papeletas de bazuco decomisadas, un par de arrestos logrados o la ruptura de algunos de los ganchos del llamado microtráfico. Atacar la oferta de drogas está bien, es forzoso, es importante, con ello se disminuyen los crímenes violentos y las prácticas criminales marginales que se dan en ese mundo. Y se pone tras las rejas a quienes lo merecen. Pero atender la demanda, esto es, a los seres humanos que han caído en el consumo problemático, sin criminalizarlos, es igual de significativo.

Tal y como se lo afirmó a este diario Rubén Ramírez, director del Centro de Estudio y Análisis en Conviven cia y Seguridad Ciudadana de Bogotá: “Si usted simplemente reduce la oferta mediante capturas y no ataca la demanda, ni sus causas, los consumidores van al Amparo, o al ferrocarril de la 19 o a cualquier parte. Ocurrirá una diáspora de jíbaros y consumidores”.

En Bogotá, de hecho, se puso en funcionamiento los Camad (Centros de Atención Médica a Drogodependientes), lugares para el consumo controlado donde se les provee metadona a los consumidores problemáticos de heroína; y se propuso hace poco disminuir los síndromes del consumo del bazuco mediante el suministro de marihuana; cambió el elemento discursivo, tratando a los pobladores de estas zonas deprimidas como sujetos de derecho; recuperó algunos de los edificios públicos. Ya habrá tiempo para medir los resultados en la práctica, pero el enfoque es el adecuado.

¿Qué hará el gobierno nacional en Funza, Neiva, Ibagué, Pereira, Armenia, Cali, Cartago, Palmira, Tuluá, Pasto, Barrancabermeja, Cúcuta, Medellín, Rionegro, Villavicencio, Riohacha, Cartagena, Barranquilla y Santa Marta, donde no existe este tipo de programas? ¿Cómo hará para que le “acaben con esas ‘ollas’” en dos meses? ¿Bajo qué elemento institucional inclinará la balanza?

Bien podría escuchar las recomendaciones que el defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, ha hecho tan sólo para la ciudad de Medellín: “Movilizar toda la institucionalidad para enfrentar la grave crisis humanitaria”. Crisis que es crimen, violencia, armas. Pero que tiene una sombra mucho tiempo ignorada: el consumo. Vamos a ver qué pasa, pero por esta semana nos hemos quedado solamente con el discurso furioso y las imágenes de un Estado que llega cojo.

Por El Espectador

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