El 13 de abril de 1655, un joven de 16 años, frustrado porque sus demandas no eran recibidas por su audiencia de la mejor manera, exasperado con lo que consideraba una alevosía inaudita entre quienes le debían rendir pleitesía y no cuestionarlo ni a él ni a sus órdenes, le espetó al Parlamento de París: “¡El Estado soy yo!”.
Este joven inmaduro y malcriado, inexperto en el manejo de las complejidades del gobierno, pero embriagado de poder desde niño pues había sido coronado siendo un infante y había sido criado para gobernar, no era otro que el famoso Rey Sol, Luis XIV de Francia.
La famosa frase se usa hoy como la referencia más clara y contundente de un sistema de gobierno antiguo y en apariencia superado: la monarquía absoluta. Ésta no es otra cosa que la identificación de una persona – el rey – con el Estado, en la cual todo el poder está concentrado en manos de una sola persona.
Tras la Revolución Francesa las monarquías absolutas se fueron extinguiendo una a una a lo largo del siglo XIX en Occidente. Hoy en día se asocia la idea de monarquía absoluta con una etapa superada y políticamente primitiva, entre otras, porque está asociada a la idea de que Dios era el fundamento del poder de los reyes (lo que contraviene completamente los ideales políticos contemporáneos relacionados con las democracias laicas) y por las funestas consecuencias que representa el poder absoluto detentado exclusivamente por unos pocos. En un sistema democrático moderno y sano la división del poder no es sólo necesaria, sino que es un rasgo distintivo de estos sistemas. Esta separación, según la teoría democrática moderna, ha de garantizar un balance entre los mismos para evitar que, al estar concentrado el poder en una o en unas pocas manos, se puedan presentar los abusos e injusticias, pero también la ineficiencia y la corrupción, propias de las monarquías absolutas, y que cientos de años de historia han demostrado y por lo cual fueron superadas.
Desde 2018 Colombia ha comenzado un proceso paulatino pero constante de involución política e institucional liderada por el presidente Iván Duque y su partido político. Desde entonces, hay un esfuerzo costoso y coordinado por concentrar el poder en pocas manos, hasta el punto de haber transformando en grito de batalla “¡El Estado somos nosotros!” (ese “nosotros” referido exclusivamente al partido de gobierno y sus fieles). Ignorantes o indiferentes frente a la historia y a sus enseñanzas, el gobierno de turno está haciendo todo lo posible por cooptar todo el poder, alterando dramáticamente la institucionalidad cuando ha podido y mandando inequívocamente el mensaje de que, a pesar de su nombre, el partido de gobierno no es ni de centro ni es democrático.
Es una lástima que el desprecio que le tiene nuestro gobierno a la historia de la tradición política en Occidente le haya impedido enterarse de que aquel mismo rey inexperto y torpe en 1655 se fue transformando a lo largo de su reinado de casi 72 años, y que en su lecho de muerte pronunciaría otra frase no menos contundente, pero sí, infortunadamente, menos popular que su frase de infancia (y al parecer completamente desconocida para el presidente y su partido): “Me marcho, pero el Estado siempre permanecerá”, significando con esta sentencia, fruto de la madurez y la experiencia, que los gobiernos tienen la vocación de ser transitorios por muy poderosos que sean, pero que los intereses e instituciones del Estado son superiores a los intereses personales o partidistas.