El color de la piel no dice nada sobre el carácter. Ni sobre la moralidad o la inteligencia, ni sobre las aptitudes, ideas o convicciones de la gente. Es un rasgo físico como la talla de los zapatos o la textura del cabello, irrelevante para determinar cualquier dato esencial de la persona. Y la vida de quienes tienen que lidiar con el odio, el desprecio y el rechazo por algo tan trivial y arbitrario es muy diferente a la de quienes no tienen que cargar con esa cruz a diario.
La prueba, entre muchas otras, es que los blancos no tienen que soportar “la mirada” y tampoco tienen que tener “la conversación”.
“La mirada” es el vistazo que la persona blanca le lanza al afro al creer que su presencia en tal lugar es indeseable o sospechosa. Hace poco un profesor en California fue culpable de lanzar esa mirada. Mientras inspeccionaba el daño cometido por un terremoto en un barrio de ricos, descubrió a un afroamericano merodeando en la zona y le preguntó en mal tono: “¿Le puedo ayudar en algo?”. Con esa frase, lo que en realidad le estaba diciendo era: “Usted, negro, ¿qué hace aquí?”. Para su sorpresa, el hombre era un millonario del barrio. “Vivo aquí”, replicó, amable. “Y estoy dando una vuelta para comprobar los daños en el vecindario”. El profesor, al evocar lo sucedido, todavía se ruboriza de la vergüenza. Lo cierto es que toda persona de color ha tenido que padecer más de una vez esa mirada que refleja el desprecio y la desconfianza. Y todo por algo tan superficial como el color de la piel.
Lo otro es “la conversación”. En un debate reciente, los ponentes afros contaron que cada uno ha recibido esa charla de parte de sus padres o la han tenido que impartir a sus hijos. ¿En qué consiste? En explicar cómo recorrer la jungla urbana del racismo. En saber cosas que los blancos no tienen que saber. Que si una patrulla detiene tu auto porque llevas una luz trasera dañada, eso puede desembocar en una paliza en el pavimento. Que si un policía te para en la calle, conviene modular el tono de la voz, porque si no puedes terminar en la cárcel o con una rodilla sobre el cuello. Un padre suele tener charlas cívicas con sus hijos para que sean bien educados. Un padre afro, además, tiene que tener “la conversación” con los suyos para que sepan que un tono errado, una mirada equívoca o una respuesta de fastidio a una figura de autoridad puede tener efectos irreparables. Sucede a diario. Esa vida es muy diferente a la de los blancos. El afro tiene que caminar sobre una cuerda floja estirada sobre un abismo. Una chaqueta con capucha puede llevar a un balazo. Salir a trotar no implica los mismos riesgos para todos. Ni ir a la tienda ni caminar de noche en el barrio. Un mal paso y…
Ignorar todo esto es perpetuar una realidad aberrante. Y cuando la gente por fin explota y marcha en las calles para exigir justicia, y unos cometen excesos que llevan a motines, entonces los blancos, que fueron cómplices activos o pasivos en crear la realidad que llevó a la protesta, se quejan y dicen que es el colmo que los negros causen disturbios. Martin Luther King declaró: “El motín es el lenguaje de quienes no son escuchados”. Se requieren con urgencia reformas de justicia y equidad. Aplazarlas es condenar a que los motines se repitan. Y así será hasta que prevalezca la justicia.