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Hace poco, alguien me hizo notar mi predilección por querer “una relación al estilo de los años cincuenta”, un estereotipo que acarrea la noción del amor tradicional mediado por el compromiso y los convencionalismos del “noviazgo casto”, que se materializa en el altar. Este comentario me llevó a reflexionar sobre lo que realmente quieren las mujeres solteras e independientes de hoy en fechas como San Valentín.
Es curioso que, después de tantos años, sigamos encasilladas en un arquetipo tan rotundo como ese, en el que, sin más ni más, si no le decimos que sí a una propuesta más bien abstracta y delimitada por el sexo; entonces, necesariamente, lo que deseamos es el tipo de relación al que aspiraban las mujeres hace 75 años, sin que otras consideraciones como la independencia, la autonomía y el respeto mutuo que supone una relación entre iguales, entren en la ecuación.
Sin hacerle guerra al matrimonio, que respeto pero no comparto, en mi caso siempre he soñado con un amor libre de ese convencionalismo en particular. Pero no por eso debo conformarme con una serie de visitas casuales y esporádicas en las que rara vez nos sentimos relevantes... amadas. No querer eso, señores, no significa querer una relación pensada alrededor del matrimonio, la procreación y los roles tradicionales de género: ella cuida, él provee. Hay intermedios.
Intermedios como el de un amor en el que haya, sobre todo, respeto y buen trato, que no esté supeditado a nada, ni siquiera a algo tan importante, exquisito y perfecto como el sexo. Esa, probablemente, es mi definición más cercana del amor que debería perseguirse hoy.
Sí, un amor en el que haya afecto, comprensión, empatía, complicidad, amistad, por supuesto sexo y, ojalá, lujuria. ¿Por qué no?
Un amor desinteresado, que no esté sujeto a nada, que simplemente sea y exista porque las dos personas que lo conforman existen. Un amor sin ataduras. Y si lo de ustedes, como pareja, es tener una relación abierta, bienvenida sea.
Sí, un amor en el que la intimidad sea una regla y no una excepción, pero que no esté condicionado por el sexo. Sí, un amor marcado indeleblemente por una intimidad libre, que ocurra cuando ambas partes así lo deseen.
Un amor en el que haya muchísima admiración mutua y consenso. Consenso alrededor de todo lo que hace que la vida compartida, dentro de los parámetros que ambos acuerden, sea a la medida de ambos.
Un amor que respete los tiempos de las personas, en todos los aspectos. Un amor bonito, en el que, a veces, podamos poner al otro por encima de los deseos y necesidades propias, y viceversa. Un amor bonito.
Pero no por desear este amor bonito y querer más que una visita conyugal dignificada se debe asumir que lo que quiero necesariamente es “un amor al estilo de los años cincuenta”, en el que nos ponemos la camisa más tradicional, esa que termina en una iglesia y en una ceremonia que, a mi parecer, es cada vez más anacrónica. Aunque debo reconocer que también es un espacio en el que se puede vivir el amor más libre y bello. No lo desconozco. Crecí en un hogar así.
Y no por eso quiero visita de sofá y tener sexo solo bajo la necesidad de la procreación, como aún se sostenía en los años 50, pese a que fue en esta década cuando comenzó a revolucionarse el concepto de pareja, y sí, el de la mujer.
Un amor bonito, en el que las palabras “te amo” estén sustentadas en acciones que no se tengan que pedir.
Por María Alejandra Castillo
