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Aparece en los medios siempre bien peinado, con talante juvenil pero autoritario. Exige resultados a las fuerzas militares y promete mano dura frente al crimen ante un pueblo que lo aplaude. Ese mismo pueblo cede con ascendente entusiasmo frente a las promesas de su gobernante pacificador e implacable. Sus sentencias son inapelables y todo aquel que se atreva a contradecirlo, sea medio de comunicación, juez, fiscal o simple ciudadano de a pie, será acusado de ser cómplice de los pandilleros. Su imagen va en ascenso y sus contrapesos cada vez parecen más insignificantes.
Esa historia ya la habíamos vivido, hace poco y hace mucho. Ya habíamos visto en Latinoamérica los horrores de las dictaduras de Videla y de Pinochet y habíamos padecido en tiempos recientes los discursos demagógicos de la seguridad democrática que tantas similitudes tienen con la actual retórica del sátrapa. Pero por desgracia, este territorio está hecho de olvido. Sólo un continente que se empeña tercamente en despreciar su propia historia es capaz de repetirla. Sólo un pueblo decidido a traicionarse a sí mismo puede llegar a sentir algo parecido a la satisfacción al ver a cientos de jóvenes arrodillados, desnudos y humillados por el mismo Estado que los empujó a sucumbir ante los abismos del delito.
Pero los Estados, vengadores y justicieros, parece que no están para ser garantes de nada en estas tierras de nadie, sino todo lo contrario; a fuerza de ese populismo anacrónico del siglo XX han logrado lo impensable: convertirse en algo mucho más cruel y mucho más despiadado que los mismos delincuentes a quienes condena. Las sociedades latinoamericanas no han sabido establecer ni asumir su responsabilidad en estos fenómenos sociales, sino que se limitan a levantar el dedo acusador para pedir sangre a cambio de más sangre. Nos quedamos en el discurso de la eternización de las violencias sin entender que cada ciudadano, sin excepción, ha contribuido de manera malsana a que se perpetúen las causas estructurales que las provocan.
Tal vez el cinismo es nuestro principal rasgo. No obstante, ese cinismo se convierte en paradoja cuando exigimos la hoguera eterna para esa juventud caída en la delincuencia y los condenamos al brutal hastío de toda la sociedad, sin pensar que fue esa sociedad la que los empujó a los caminos del delito.
Les hemos mentido. Les dijimos a nuestras nuevas generaciones que habría un futuro lleno de oportunidades para todos; los timamos al hacerles creer que les serían respetados sus derechos y que su dignidad por fin sería restablecida; les aseguramos que las ciudades y los campos serían lugares seguros para crecer y para vivir, aunque la realidad, como de costumbre, les golpeara con severidad en su propia cara.
Nunca realmente nos interesamos en ellos, en esos jóvenes de los que con hipocresía pregonamos son el futuro de nuestras sociedades. Los dejamos solos, sin educación, sin oportunidades, sin esperanzas, siempre esperando lo mejor de ellos, pero negándoles las herramientas necesarias para desarrollar todos sus potenciales. Les negamos el acceso a una educación de calidad y les recordamos cada día que sus deberes son superiores a sus derechos y que dichos derechos realmente son privilegios para unos pocos.
Por eso es irónico que cuando esa juventud exiliada dentro de su propio territorio sucumbe ante los delirios del crimen, sea la misma sociedad su juez más implacable. Tal vez esto sucede porque nunca logramos entender que todas nuestras violencias y los fenómenos sociales que se desprenden de ellas son la consecuencia y no la causa de nuestras tragedias y, en cambio, decidimos tomar el camino de la venganza disfrazada de eso que ahora suelen llamar justicia. No creo que se le pueda llamar justicia a esas aberrantes imágenes que Bukele desperdiga por el continente entero para alimentar su megalomanía, mientras el resto del país, en silencio pero a la vista de todos, se va convirtiendo en la partera de unas nuevas violencias que nunca acabarán.
Parece ser que nuestra principal materia prima ya no serán sólo las viudas y los huérfanos sino también el desprecio por la institucionalidad y la defensa de los derechos humanos. Tal vez nuestra mayor tragedia en este subcontinente latinoamericano no son las pandillas salvatruchas, ni las guerrillas colombianas, ni el narcotráfico de los carteles mexicanos; nuestra más grave tragedia es esa paralizante incapacidad de reconocer que todos estos flagelos ocurren en parte por nuestras propias responsabilidades.
Siempre fuimos -y seguimos siendo- una sociedad indiferente con nuestra población más joven. Poco o nada nos han importado su futuro, sus sueños, sus metas, todo ese torrente de capacidades e inquietudes frente a los conocimientos de un mundo para ellos desconocido. Hemos despreciado con cinismo sus talentos para el descubrimiento de nuevos universos en las artes y en la ciencia. Hoy, estos jóvenes desnudos y exhibidos sin pudor y con ese gesto muy parecido al orgullo ante el mundo entero, aunque su sevicia e inhumanidad al delinquir indiquen lo contrario, nos demuestran que no son otra cosa que unas víctimas más de un sistema infame que históricamente ha empujado por décadas a la juventud a los abismos del delito.
Desconocer esto es otra forma de ignominia. Pero la galería enardecida pide justicia y clama por la sangre de los victimarios como si nuestras calles y cárceles fueran el coliseo romano en el cual debamos satisfacer nuestros instintos salvajes más primitivos.
Pero es nuestra propia incapacidad de entender que esa Justicia, tal como la conocen y asumen la mayoría de constituciones políticas y códigos penales del continente, no es más que la sublimación de una venganza solapada y alevosa. Tal vez si entendiéramos que la verdadera Justicia es intentar evitar las muertes y las violaciones en todas sus formas y no simplemente castigar a quienes las producen, podríamos llegar a ver algo que en otras sociedades sería evidente: que la delincuencia se evita y se ataca es a través de la justicia social; que la justicia también tiene que ver con el acceso a oportunidades sin importar su estrato, raza o género; que es dándole a la juventud las herramientas para que en el camino no pierdan la esperanza; que la educación sea por fin un derecho y no un privilegio; que el hambre y la miseria dejen de ser parte del paisaje.
Por desgracia nos quedamos con esa nefasta tradición decimonónica de la exaltación de la obediencia y la permanente necesidad de sentirnos dominados por aquel que ostente el poder a cambio de una falsa sensación de seguridad. Bukele acude a la doctrina de la mano dura, apoyado por la febril y entusiasta anuencia de los nostálgicos del fascismo del siglo XX, atentando en contra de todas las conquistas sociales y democráticas obtenidas con esfuerzo en décadas de luchas en contra de las tiranías.
Con ello, no solo hemos desconocido y deshonrado nuestra propia historia y los incontables sufrimientos que nos trajeron hasta nuestro tiempo sino que envilecemos nuestro presente y acaso nuestro futuro.
La gran tragedia latinoamericana pareciera ser la de tener que reciclar las violencias ya olvidadas a través de nuevos capos, cada vez más atroces en sus prácticas. Ese será el gran fracaso de Bukele y de todos aquellos quienes quieran imitar su anacrónico modelo en la región. La perpetuación de la violencia infame a la que la gran América Latina fue condenada desde los días nefastos de la colonia.
Por Mauricio Pérez
