En el Suroeste Antioqueño la paz no se puede entender, simplemente, como la ausencia de conflicto armado, sino como un proceso integral que incluye reconciliación, justicia, reparación a las víctimas, resignificación del territorio y fortalecimiento de las instituciones locales. Sin embargo, la paz en esta región sigue siendo esquiva, ya que la impunidad es la norma en un contexto de instituciones débiles que, lejos de ofrecer soluciones, se dedican a recopilar cifras que continúan en aumento. Según el Registro Único de Víctimas (RUV), desde 1985 la subregión ha reportado 125.078 víctimas del conflicto armado, cifra que sigue creciendo debido al resurgimiento reciente de la violencia, con asesinatos, desapariciones y masacres.
Estas cifras representan historias de dolor, de comunidades que viven el trauma de la pérdida y la incertidumbre de la desaparición de sus seres queridos, sin obtener justicia. Este contexto de impunidad no alivia el sufrimiento, sino que refuerza la idea de que la violencia es una herramienta válida para resolver conflictos en ausencia de un Estado fuerte. Las 125.078 víctimas del Suroeste Antioqueño son solo una parte de la realidad: tras esos números se esconden familias rotas y comunidades desarraigadas que viven en silencio, generando un impacto duradero en el tejido social, la cultura y el bienestar de la región. Este escenario nos debe invitar a reflexionar sobre lo que realmente significa la “reparación a las víctimas”.
En esta subregión, el conflicto está enmarcado principalmente en la ruralidad, donde el silencio y el abandono del Estado son más profundos. Las comunidades rurales enfrentan múltiples vulnerabilidades que exacerban las dificultades para lograr la erradicación de la pobreza, la eliminación del hambre, el acceso a la educación y la igualdad de género, que parecen inalcanzables bajo estas condiciones, y que se intensifican cuando se les suma el temor en el que se vive hacia el conflicto armado. Un desgarrador ejemplo es el caso de las tantas mujeres que han sido desaparecidas, abusadas y asesinadas, cuyos cuerpos reaparecen abandonados en las orillas de ríos y cañadas, dejando a sus familias y comunidades sumergidas en el dolor y la impotencia de recoger lo que queda de ellas. Estos crímenes se materializan en el género femenino simplemente por haber nacido mujeres en una sociedad injusta, violenta y sorda, que solo parece conmoverse cuando las tragedias aparecen brevemente en los noticieros, quedando en el silencio infinito sin explicación. Un caso reciente se registró el 1° de agosto, en el municipio de Andes, donde una joven de 22 años, aparentemente obligada a subir a un vehículo en compañía de dos hombres, desapareció y de la cual, hasta el día de hoy, no se tiene noticia alguna.
Las cifras crecientes de víctimas y la persistente impunidad muestran un territorio atrapado en un ciclo donde la violencia y el silencio refuerzan la desigualdad y el olvido. Sin un esfuerzo concertado para enfrentar estos desafíos estructurales y la impunidad que los perpetúa, el Suroeste antioqueño seguirá siendo un territorio donde los derechos fundamentales permanecen vulnerados y donde el sufrimiento de sus habitantes continúa, invisibilizado y silenciado.
Quienes habitamos en el Suroeste esperamos ser reconocidos por otras razones más allá de las montañas productoras de café, incluso si este reconocimiento implica el gran dolor de enfrentar la realidad sanguinaria de la que aún no se puede hablar con libertad.