Antes de la cuarentena por el coronavirus los países operaban dentro de la concepción de que las soluciones provienen del mercado. Se considera que los problemas tienden a resolverse solos.
En las vacunas se siguió el procedimiento de estimular la escasez de recursos básicos con ganancias y poderes monopólicos. Las empresas farmacéuticas se han precipitado a sacar el producto sin suficiente evidencia empírica sobre las propiedades dinámicas del virus. La inmunidad de rebaño es incierta. Los mejores avances en la aplicación se observan en los países de mayor desarrollo. El aspecto ético de que se trata de un producto de vida o muerte, al cual debe tener acceso toda la humanidad, quedó en un segundo plano.
La falla del manejo económico está en el balance interno entre inversión y ahorro, aún más diciente, entre el producto nacional y el gasto. Las prácticas que venían de atrás y el confinamiento configuraron un estado de ahorro faltante, que precipita el desplome de la producción. El resultado se puede prevenir con la elevación de la tasa de ahorro o con su sustitución por el aumento de la emisión monetaria con respecto a la demanda.
Nada de esto se ha hecho. La economía se vio abocada a una caída del producto en 2020, que continuará en 2021 e incluso en 2022 mientras el ahorro disminuya. En el fondo se configuró un marco de estímulos económicos que no han operado y obligan a la presencia estratégica del Estado, que carece del conocimiento científico para realizarla.
A estas alturas el Gobierno no ha logrado dimensionar el tamaño y la profundidad de la crisis. La cuarentena agravada por la política contractiva que venía de atrás y la caída del producto provocaron una reducción notable del ahorro nacional. Ahora, el Gobierno pretende salir del paso con una reforma tributaria basada en el IVA, que recaería en los grupos medios y reduciría el ahorro.
La verdad es que la crisis económica se ha visto enrarecida por la teoría convencional, que considera que el sistema económico está en equilibrio, donde las caídas dan lugar a rápidas recuperaciones; pero, por el contrario, las alteraciones de la producción generan fuerzas que tienden a acentuarlas. Así, las caídas de la economía en el 2020 y el 2021 son el reflejo de lo que no se hizo para evitarlas.
Los hechos controvierten abiertamente la teoría monetaria convencional que predominó después de la reforma del Banco de la República. La tasa de interés y los déficits fiscales son insuficientes para mantener en pie la actividad productiva y el empleo.
Ciertamente, la política fiscal se justifica como una forma de contrarrestar el monumental deterioro de la distribución del ingreso causado por la pandemia. Sin embargo, no contribuye a elevar el ahorro ni recuperar el balance interno. La economía queda con un faltante de ahorro que tiende a mantenerla por debajo del nivel registrado en 2019. La deficiencia estructural se puede remediar con un aumento del ahorro o con su sustitución por la emisión monetaria.
El país requiere acciones tanto para detener el deterioro de la distribución del ingreso como para recuperar la producción y el empleo. Los dos propósitos no son excluyentes y no se pueden lograr con la sola política fiscal. Se requiere otro instrumento, que debería ser el cambio estructural de la balanza comercial y sectorial, pero su adopción y aplicación tomaría mucho tiempo. La opción más simple y expedita es la ampliación del dinero por encima de la demanda. La inversión aumentaría y arrastraría consigo el ahorro y la producción. Al final, el producto nacional y la distribución avanzarían en la misma dirección.