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Las imágenes y debates de los últimos días recuerdan las batallas que se libraron hasta la década de los ochenta sobre los derechos humanos. Algunos de los actores de esa época han reaparecido y la preocupación regional hacia Colombia ha vuelto a hacerse sentir. Las instituciones del sistema interamericano y las ONG se han reactivado frente a la coyuntura colombiana. Algunas declaraciones del presidente, Iván Duque, un poco a la defensiva pero también de crítica hacia los promotores de los derechos humanos, reviven el discurso oficial de algunos de sus antecesores de la época de la Guerra Fría.
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Es un hecho que el tema, que por muchas razones había pasado a un segundo plano, volvió a surgir. Las organizaciones internacionales y regionales más relevantes en la materia tienen sus ojos puestos en Colombia. La alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, la expresidenta chilena Michael Bachelet, dice que tiene informaciones de que hubo disparos contra manifestantes en los eventos de las últimas semanas, los cuales está investigando. La Secretaría General de la OEA también se ha referido a la gravedad del problema colombiano. ONG como Human Rights Watch se han unido al coro. Otros organismos de la ONU han puesto la mira y levantado sus alertas por la participación de miembros de las fuerzas armadas en la represión de las protestas, y por los métodos utilizados. Lo último ya raya en lo increíble: el ministro de Defensa, Diego Molano, confirma que seis de los 15 colombianos sospechosos del atentado contra el presidente de Haití Jovenel Moïse -que le costó la vida- son miembros retirados del Ejército colombiano
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El país está en el ojo de la comunidad internacional. ¿Se trata de un regreso al pasado? ¿A esos años ochenta en que las dictaduras en América Latina eran cuestionadas por sus violaciones a los derechos humanos?
No deja de ser paradójico que Colombia esté en el centro de este debate. Otras naciones en la región desafían el cumplimiento de los derechos humanos con actitudes abiertamente dictatoriales. El tono y el contenido de los discursos de Nicolás Maduro, en Venezuela; Daniel Ortega, en Nicaragua, y Jair Bolsonaro, en Brasil, cuestionan de forma permanente la vigencia de los derechos humanos. Pero si algo ha quedado claro es que el rechazo que suscitan estos gobernantes no basta para que Colombia se quite de encima a los defensores de esa causa. Con un discurso diferente, el presidente Duque también está en el ojo del huracán.
El fin de la Guerra Fría no trajo el esperado consenso en torno a la defensa de la democracia y de los derechos esenciales. Lo que menos se esperaba en un país como Colombia, después de la desmovilización del ex grupo guerrillero más grande -las ex Farc, ahora Comunes- era que resurgieran la violencia y los disturbios. ¿No eran acaso parte del pasado?
Tomará tiempo entender y asimilar la nueva situación. Sería un error echar mano ciegamente de teorías como la lucha contra la subversión, justamente cuando se ha desmovilizado casi la totalidad de las antiguas Farc. Y habrá que profundizar en las causas y en las consecuencias de las voces críticas de los jóvenes que han salido a las calles y carreteras. Sus insatisfacciones no pueden desconocerse. También sería un error negar las diferencias en las motivaciones de los protestantes en regiones diversas. Los de Norte de Santander, con su cercanía a Venezuela, tienen causas y motivaciones diferentes a los del sur y del occidente. Asumir un regreso de lo de siempre para enfrentarlo de la manera tradicional -el uso de la fuerza- no va a resolver la crisis. Y al gobierno le ha faltado decir con claridad cuál es su interpretación de lo que está pasando, y cómo cree que debe enfrentarse.
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El presidente Duque se expone a los medios con mucha frecuencia pero, paradójicamente, le ha faltado explicar su visión de lo que acontece y, en consecuencia, sobre cómo va a enfrentarlo. Por momentos rescata los discursos oficiales de la época de su padre y del gobierno de Turbay Ayala, en los años ochenta, los de una derecha anticomunista que invocaba el uso de la fuerza para “restablecer el orden”. En estos días se le ha notado más a Duque su cercanía familiar a la concepción turbayista.
Otras veces se ve perplejo. Le ha faltado un discurso claro y creíble sobre cuál es la visión sobre lo que está pasando. Y, en consecuencia, cómo va a enfrentarlo. La opinión pública no tiene claridad sobre su visión del momento -explicable por su carácter inesperado- y eso a la vez genera la impresión de que falta un mapa de ruta. Toda una paradoja, si se quiere, para un presidente que figura a toda hora en los medios. Pero el problema no está en aparecer o no, sino en cuál es el mensaje. Al de Duque le falta claridad. Sus niveles de aprobación en las encuestas son los más bajos de cualquiera de sus antecesores. Por algo será.
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Esa confusión no solo afecta a la opinión pública, sino a las contrapartes internacionales. La reciente y pospuesta conversación telefónica con el presidente estadounidense, Joe Biden, no es suficiente para regresar a una estabilidad plena en el campo bilateral. El nuevo equipo colombiano, encabezado por el dúo de la canciller, Marta Lucía Ramírez, y el embajador, Juan Carlos Pinzón, tendrá que jugarse a fondo para lograr una normalidad. O, por lo menos, una convivencia tranquila. Lo cual no es poco. La entrevista-webinar entre el presidente Duque y su contraparte Biden dejó la sensación, a la vez, de un cierto retorno a la tranquilidad y de que, a la vez, hay obstáculos para una normalidad plena entre los mandatarios.
Es un momento complejo. El atentado al presidente Duque pone de presente su gravedad. Como en el pasado, las campañas electorales exacerban el ánimo colectivo y genera zozobra. La historia es larga en la materia y, al parecer, no ha cambiado tanto como se pensaba.
* Excanciller y periodista.