Colombia: ¿esta vez es diferente?

Tras el gran debate que generó su último artículo, el coautor de ‘Por qué fracasan los países’ insiste en discernir el proyecto que resulta viable para la “Colombia que realmente existe”.

James A. Robinson, Especial para El Espectador, Universidad de Harvard
18 de enero de 2015 - 02:00 a. m.
Los negociadores del gobierno  Humberto de la Calle (C), el general Jorge Enrique Mora (I) y el comisionado Sergio Jaramillo (D) .  / AFP
Los negociadores del gobierno Humberto de la Calle (C), el general Jorge Enrique Mora (I) y el comisionado Sergio Jaramillo (D) . / AFP
Foto: AFP - JORGEN BRAASTAD

En diciembre 13 (2014) escribí en este diario sobre el futuro de Colombia desde una perspectiva diferente. Esta vez mis reflexiones generaron una gran controversia. Cuando desde Tumaco critiqué al presidente Santos por su aspiración de llevar a Colombia por la “Tercera Vía” nadie se quejó. Pero cuando cuestioné el Santo Grial de la reforma agraria muchos se indignaron. Sin embargo, los temas son los mismos.

Permítanme volver a exponer mi argumento. Por un lado, desde 1961 cuando la Ley 135 fundó el Incora (o incluso desde los años 30) el Gobierno colombiano ha intentado resolver el “problema agrario”. Hoy en día se podría decir con cierta seguridad que la tierra está distribuida de manera más desigual de lo que estaba en ese momento. Por otro lado, hacia el final de la Violencia se observaron considerables reformas educativas. Estoy de acuerdo con mis críticos en que el sistema educativo colombiano está plagado de clientelismo, los fondos son frecuentemente desviados y la calidad promedio de la educación es considerablemente baja frente a los estándares internacionales. Sin embargo, en contraste con el problema agrario, ha habido mejoras sustanciales en el “problema del capital humano”.

Esto no es una coincidencia. Para darle capital humano a alguien no hay que quitarle algo a otra persona. El problema del capital humano es, por naturaleza, menos conflictivo. Por supuesto que hay que evitar que los políticos se roben el dinero, pero este es un problema de segundo orden en comparación con tener que quitarle la tierra a alguien para asignarla a otra persona.

Es muy diciente que hoy en día en Colombia, por ejemplo bajo el gobernador Sergio Fajardo en Antioquia, haya progreso real en educación. ¿En dónde está la analogía agraria de sus parques educativos?

No estoy diciendo que en el tema de tierras no haya habido experiencias exitosas. Por ejemplo, la Ley 70 de 1993 ha sido un importante triunfo democrático y moral para los afrocolombianos en particular y los colombianos de forma más general. ¿Pero quién cree que tal ley pudiera ser aprobada por la legislatura colombiana actual? La Ley 70 fue fruto de una brillante iniciativa política en medio de un momento muy anómalo de crisis nacional cuando la Constitución estaba siendo reescrita. Por lo tanto, no creo que la Ley 70 sea un modelo a seguir para resolver el problema de la reforma rural.

Es posible que la naturaleza intrínsecamente conflictiva de la reforma agraria no sea un argumento convincente por sí mismo. Como muchos de mis críticos señalan, muchos países en la historia reciente, como Corea del Sur o Taiwán, han rediseñado de forma radical la distribución de la tierra generando, potencialmente, efectos positivos (sin embargo, hasta donde tengo conocimiento, esto no ha sido investigado de forma adecuada). Otros países como Estados Unidos y Canadá fueron exitosos económicamente con base en un modelo de economía rural de pequeños terratenientes.

No estoy negando estos hechos. Mi único punto es que Colombia perdió hace varios siglos la oportunidad de ser Estados Unidos o Canadá. Colombia no puede empezar una hoja en blanco y, de hecho, como lo señalé, el desarrollo del sur de Estados Unidos hace esta experiencia aún más compleja de lo que usualmente se argumenta. Las experiencias de Corea del Sur o de Taiwán tampoco son relevantes. Las circunstancias políticas que permitieron que el invasor Kuomintang expropiara a las élites terratenientes en Taiwán o que permitieron al gobierno de Corea del Sur expropiar a los japoneses o sus simpatizantes propietarios de tierra son poco relevantes para Colombia. Una mejor analogía sería el caso de Filipinas, en donde ha habido varios intentos de redistribución de tierra desde 1960 en un contexto de Estado débil y clientelista que ha fallado en generar desarrollo económico o paz.

Todos estos ejemplos apuntan hacia un factor crucial del que Colombia carece —un Estado efectivo. Estados Unidos no sólo pasó la Ley de Asentamientos Rurales en 1862; también entregó títulos de propiedad y los hizo respetar. Colombia tuvo su famosa expansión igualitaria en la frontera de Antioquia, ¿pero quién recibió títulos de propiedad?

De hecho, el caso de Antioquia ilustra de manera brillante el problema con este modelo para Colombia. Allí, con un Estado ausente, incluso un modelo equitativo de distribución de tierra no conlleva a paz y prosperidad. En cambio, es el hogar del paramilitarismo en Colombia y es el departamento con las dos terceras partes de todas las masacres registradas en el país.

Este ejemplo también saca a relucir otro tema que se mencionó en el debate y sobre el cual no estoy convencido: “El origen de los problemas en Colombia es el conflicto sobre la tierra”. La manera de hacer política en Colombia y el Estado débil que ésta ha generado son las raíces de los problemas del país. Los episodios históricos de violencia fueron creados por conflictos políticos, no por problemas en la tenencia de la tierra. Por supuesto, los conflictos sobre la tierra generan agravios y divisiones que se pueden multiplicar pero muchos otros factores generan descontento y violencia cuando no hay ni ley ni orden. El muy buen libro de Adolfo Atehortúa sobre la historia de Trujillo en el Valle muestra cómo la violencia empezó en una pelea de gallos.

Entonces, mi argumento no es que en un universo paralelo no sería muy bueno tener una economía de pequeños terratenientes o una reforma agraria radical que mejorara las cosas. Yo también considero que, económicamente hablando, esto podría ser más productivo y que podría convertir un problema de suma cero en uno de suma positiva. Mi argumento es que en la “Colombia que realmente existe” tal economía y tales políticas son políticamente inviables. Para aquellos que duden de esto, deberían leer detenidamente el reporte publicado recientemente por Amnistía Internacional sobre el fiasco de la restitución de tierras en los últimos dos años y medio (http://www.amnesty.org/en/library/info/AMR23/031/2014/en).

El reporte contiene información sobre cómo, por ejemplo, apenas un poco más de 300 personas han logrado que su tierra sea devuelta; también que muchos de ellos no la han recibido, pues la tierra fue ocupada por personas de “buena fe”, como Cementos Argos; o que ¡el 25% de la tierra restituida en el Meta terminó en manos de una sola persona! Entonces, durante los 10 años que durará la implementación de esta ley solamente alrededor de 1.200 colombianos se beneficiarán. ¿Problema resuelto?

En la columna pasada sostuve que la situación actual representa el mejor de los mundos para la élite colombiana y el peor de los mundos para el resto del país: ausencia de reforma y una fuerza laboral rural atrapada con la promesa de reforma. Con esto no quería insinuar, como algunos lo interpretaron, que se debe fortalecer a esta élite rural. Nada debilitaría más a esta élite que perder el control sobre la fuerza laboral en áreas rurales, pero esto no va a pasar sin que dicha fuerza laboral tenga mejores opciones. Y por esto: educación, educación, educación. Mi sugerencia tampoco pretendía defender el modelo rural de desarrollo de Vicente Castaño. Mi punto al citarlo era señalar que este ya es el modelo de desarrollo rural que impera en Colombia y es uno que se debe enfrentar en lugar de desear que no fuera así. Mi objetivo era simplemente exponer este problema y tratar de pensar en formas prácticas para avanzar. Mi sugerencia es menos ambiciosa en comparación con las aspiraciones de otras personas, pero de hecho es bastante esperanzadora dado el desastre que es la “Colombia que realmente existe”.

Por lo tanto, mi argumento no contradice de ninguna manera mis columnas anteriores o lo que expongo en mi libro Por qué fracasan los países. Colombia necesita encontrar una manera práctica para salir de sus instituciones extractivas. Sencillamente estoy presentado evidencia real para promover una idea que ha funcionado en otros lugares. ¿Cuál es el plan que ustedes proponen?

Uno es el de los 529 años, que es lo que estima la Fundación Forjando Futuro va a tomar para que la Unidad de Restitución de Tierras procese todos los reclamos que se han recibido (y sin duda reconocer oficialmente a los ocupantes de “buena fe”). A los Robinson les tomó tres generaciones para llegar de pescadores en Bea Sands, Devon a Harvard vía South Bank, Yorkshire. Nada mal comparado con 529 años.

Pero de pronto lo que describo es el pasado. ¿Ahora en Colombia las cosas son diferentes? Ustedes pueden leer todo esto y decir: “Está bien, entonces lo que Colombia realmente necesita es un proyecto de construcción de Estado que finalmente pueda crear una institución que tenga la capacidad (¿y voluntad?) de crear una nueva Colombia rural”. En las respuestas de mis críticos leí muy poco sobre cómo lograr esto.

Cuando la Ley de Víctimas fue aprobada, un distinguido economista colombiano y servidor público me preguntó: “¿Explícame cómo es que en este país todos se sienten tan satisfechos con ellos mismos cuando pasan una ley que saben que no se puede implementar?” ¿Quién dijo que los economistas no pueden hacer predicciones?

El mensaje central es que este es un problema político. ¿Está la política lo suficientemente madura para que se pueda resolver este problema? Soy escéptico cuando el Gobierno nombra como superministro al abogado del hombre más rico en el país más desigual de América Latina, quien tiene una fortuna parcialmente basada en la antítesis de reforma agraria en Vichada. En Estados Unidos hay una expresión para esto: “Haga usted las cuentas”.

Pero algunos permanecen optimistas. El alto comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, diría que sí hay esperanza. El acuerdo de paz con las Farc va a crear una ventana de oportunidad para extender el alcance del Estado a lugares en donde antes no ha estado presente, va a crear una nueva forma de hacer política y va a reorganizar la sociedad rural. Jaramillo puede tener razón y si mis críticos quieren imaginar una Colombia diferente a la que describo, deberían entonces apoyar su visión a capa y espada.

Debería ser responsabilidad de estas personas optimistas proponer cómo va a suceder esto. La Ley de Víctimas fue diseñada para fracasar, la estructura institucional simplemente no está ahí. Si la paz territorial del alto comisionado Jaramillo va a ser exitosa, es necesario encontrar una forma de cortar el nudo gordiano de fracasos institucionales, debilidad estatal e intereses que compiten entre sí. ¿Cómo va a suceder esto? ¿Cuál es el plan a poner en marcha? ¿Cuáles son los obstáculos específicos y cuál estructura institucional puede superarlos? Cada uno de nosotros debería hacer una sugerencia que pueda ayudarlo a él a hacer de esta paz territorial una realidad, en vez de sólo desear que ésta existiera.

Por James A. Robinson, Especial para El Espectador, Universidad de Harvard

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