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El orden de la igualdad, ensayo de Mauricio García Villegas

Una revisión de la historia nacional, a propósito de que, en medio del actual caos del orden público, los gobernadores y alcaldes del país recordaron el lema de nuestro escudo: “Libertad y orden”.

Mauricio García Villegas
26 de marzo de 2023 - 02:00 a. m.
Hay problemas de orden público y tensión en muchas regiones. Imagen de patrullajes del Ejército Nacional en el municipio de Cáceres, Antioquia, zona de influencia de grupos al margen de la ley como el llamado Clan del Golfo.
Hay problemas de orden público y tensión en muchas regiones. Imagen de patrullajes del Ejército Nacional en el municipio de Cáceres, Antioquia, zona de influencia de grupos al margen de la ley como el llamado Clan del Golfo.
Foto: AFP - RAUL ARBOLEDA

Tal vez el vocablo más querido por la derecha sea “orden”, así como el más querido por la izquierda sea “igualdad”. Y como las querencias políticas están emparejadas con las antipatías, la gente de izquierda menosprecia el orden tanto como la de derecha desdeña la igualdad. Tal vez esta carga emocional del lenguaje explique por qué las palabras “libertad y orden”, invocadas por algunos gobernadores esta semana, han sido vistas desde la izquierda como una amenaza conservadora contra el actual Gobierno.

Mi hipótesis, lo digo de entrada, es que ni la derecha ni la izquierda, sobre todo en sus versiones radicales, tienen particular aprecio por el orden, en todo caso por el orden institucional y por eso a veces terminan justificando el orden despótico.

Empiezo con algo de historia para mostrar que, en Colombia, también en América Latina, obedecemos a una tradición política que desconfía del orden estatal. Los Austrias, que gobernaron durante buena parte del período colonial, concebían el poder como el fruto de un pacto entre el rey y sus pueblos, conocido como “pactismo” o “monarquía compuesta”, en la que el rey se veía obligado a negociar con los poderes intermedios: militares, marinos, órdenes religiosas, cabildos y personas con fuero.

Pero en 1700 llegaron los Borbones, que defendían una teoría del poder diferente: el absolutismo monárquico, fundado en la idea de que el poder del rey venía de Dios y, por lo tanto, no necesitaba justificarse y no podía cuestionarse ni negociarse. Esta idea, sin embargo, era ajena a la cultura española, como lo era la noción de “razón de Estado” de Maquiavelo, en la que solo cuenta el mantenimiento y fortalecimiento del poder del monarca, no la manera (adecuada o no) en la que se consigue ese propósito.

Los Borbones intentaron desdibujar la monarquía compuesta, imponiendo orden con leyes más rigurosas, pero este cambio en las reglas de juego sembró la semilla de la emancipación. Las nuevas repúblicas, con poca capacidad para ofrecer bienes públicos y controlar abusos, tampoco pudieron propiciar una cultura de los deberes, ni mucho menos una cultura ciudadana y en cambio afianzaron y reforzaron la cultura de las prácticas clientelistas que venían del antiguo régimen.

El absolutismo en Europa sentó las bases para la subordinación de la Iglesia al monarca y, más tarde, para la consolidación del Estado de derecho, un sistema en el que las normas se acatan con independencia de que sean justas o no. En lugar de “se obedece, pero se negocia” se impuso el “se obedece y se calla”. Este sistema tiene la ventaja de que no permite el desorden y la desventaja de que justifica el despotismo. El pactismo iberoamericano, en cambio, no es despótico, pero favorece la anomia, y coquetea con la guerra civil.

Vistas las cosas en el largo plazo, el pactismo fomentó, desde el inicio, la cultura de los derechos, o al menos de ciertos derechos, pero tuvo dificultades para inculcar la cultura de los deberes y el orden social que deriva de ellos. El absolutismo fomentó la cultura de los deberes y, como reacción a su despotismo, incubó una revolución que impuso la cultura de los derechos. El constitucionalismo actual es el producto de esta síntesis entre absolutismo, que consolidó la obediencia al Estado (a la ley simplemente válida) y la revolución social que consolidó los derechos. Pero en nuestra versión de ese constitucionalismo, o al menos de su práctica, la influencia de la tradición absolutista es muy pobre.

Esa historia permite entender por qué en Colombia (también en el resto de América Latina) existe una cultura libertaria muy fuerte que desconfía del orden estatal, lo cual desencadena un círculo vicioso: las instituciones son débiles, esto causa desorden, incluso guerras en la sociedad, todo lo cual desencadena una solución de orden despótico o, por lo menos, de orden poco respetuoso de las instituciones. Las instituciones defectuosas merecen desacato no reformas, que es algo así como botar al niño con el agua sucia de la bañera.

En Colombia se ha subestimado la difícil, lenta y compleja tarea de construir orden a partir de un Estado operante y legítimo. La gobernabilidad se ha conseguido por la vía del clientelismo, más que por la vía de la administración técnica e independiente de los intereses políticos. Los gobiernos, tal vez con la notable excepción del precedido por Carlos Lleras Restrepo, se quedaron cortos en lo que Michael Mann denomina la creación de un “poder infraestructural” (en contraste con el “poder despótico”), es decir de una estructura administrativa, científicamente concebida y con el poder suficiente para exigir el respeto de sus leyes.

Cuando la izquierda llega al poder, con muchos ideólogos y pocos técnicos, como es el caso hoy en día, se da cuenta de que las transformaciones sociales son difíciles de hacer, que requieren de un saber sofisticado, de un conocimiento profundo de las realidades sociales y de una metodología bien diseñada. Pero como todo eso no se construye de la noche a la mañana, se ven tentados a copiar lo que hace la derecha cuando gobierna: compensar la falta de poder infraestructural (administración pública técnica, reglada, autónoma y eficiente) con una sobredosis de poder clientelista.

La gran paradoja de Colombia, quizás de América Latina, es que, con la obsesión legítima de esquivar el despotismo, se descuidó el orden que era necesario para evitar las guerras civiles. No solo las guerras civiles, sino los padecimientos que se derivan de la falta de Estado. Muchos ideólogos de izquierda viven embelesados con la idea de que el poder es dinámico (Foucault), que pasa por todas partes y que el Estado no es y, sobre todo, no debe ser, un sitio privilegiado en el que dicho poder se concentre. De esta manera propenden por debilitar el Estado y subestiman el hecho notorio de que buena parte de los padecimientos de la gente, sobre todo de la gente pobre, vienen de la ausencia de Estado, en todo caso de un Estado que no protege sus derechos. Los ricos también padecen de falta de Estado, pero se las arreglan para conseguir, privadamente, lo que el Estado no les ofrece: seguridad, educación, salud, transporte público, etc. Los pobres, en cambio, no pueden hacer eso y deben contentarse con lo poco que hay.

Hace unos años escribí El orden de la libertad, un libro en el que quise mostrar el costo social del desorden, sobre todo para la gente pobre; también el costo electoral para la izquierda, dado que los pobres, cansados de la anomia, terminan votando por la derecha autoritaria. Si estuviese escribiendo ese libro ahora, durante el actual Gobierno, pensaría en titularlo El orden de la igualdad, que da la idea de que, sin orden, conocimiento ni método, la izquierda fracasa. De paso, mencionaría la invocación de “libertad y orden”, hecha por los gobernadores, para decir que, en ese punto, no tendría por qué haber desacuerdos, ni menos aún inculpaciones recíprocas, porque en este país nadie ha hecho lo suficiente, a veces ni siquiera lo necesario, para construir un orden estatal efectivo y legítimo, menos aún en las regiones.

* Autor de libros como “El país de las emociones tristes” (sello Ariel) y columnista de El Espectador.

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hernando(26249)27 de marzo de 2023 - 07:45 p. m.
Magistral Mauricio. Sin destrezas técnicas, el progresismo fracasa y genera su contrario; urge buscar igualdad mediante acuerdos amplios q den sostenibilidad de largo plazo
Pericles(5635)26 de marzo de 2023 - 06:23 p. m.
Los gobiernos no viven de ideologías, así como tampoco de administración científica. Nosotros tenemos mucho de ideólogos, sabemos qué hay que hacer, pero casi nunca sabemos el cómo. Es el resultado de un sistema educativo débil que ha descuidado el balance entre estas dos preguntas en nuestra formación.
Rubén(07277)26 de marzo de 2023 - 06:21 p. m.
Para este columnista "las instituciones son débiles, esto causa desorden, incluso guerras en la sociedad". Visión estrecha y limitada a mi modo de ver. Debe considerarse que de por sí, existe un orden y que ese orden se ha buscado subvertir, por varias vías, nos guste o no. El asunto es menos lineal y más complejo, lo han dicho numerosos estudiosos de nuestra historia y nuestra conflictividad, el propio Mann no se centra en el poder estatal sino destaca las intersecciones de varias otras redes.
Orlando(11296)26 de marzo de 2023 - 03:56 p. m.
No es cierto que la derecha no conciba el orden, lo que pasa es que lo asume como la defensa del statu quo; en ello se explica la campaña de esta semana tomando la simbología de las palabras del escudo nacional, que es otra manera, desde la derecha, de entender el orden. El orden está, existe, en derecho o de facto, y en cabeza de quienes lo han regido se resiste al cambio, es lo obvio. La izquierda concibe, frente a ello, un orden nuevo, pero le falta mucho por aprender aquellode qué se trata.
Orlando(11296)26 de marzo de 2023 - 03:44 p. m.
Valioso artículo, sin duda, pero hay mucha tela que cortar. Sobre todo en aquello que refiere al orden en dónde se asoma un tinte esencialmente formal o formalista, como se quiera, en todo caso de lógicas procedimentales. Pues sí ha habido un orden, impuesto y nunca autofundado, premisa de la democracia. Un orden fundamentado y legitimado culturalmente más allá de lo que se llame izquierda o derecha, pero en todo caso construido desde la batuta de unas castas elitistas y aristocráticas...
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