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Opinión: Microfascismos

El populismo, como los gobiernos autoritarios, son transversales a la distinción entre izquierda y derecha.

Carlos Ramírez *
28 de mayo de 2022 - 09:52 p. m.
Letreros en contra del fascismo.
Letreros en contra del fascismo.
Foto: AFP - Alex Wroblewski

Una de las tantas ideas estúpidas repetidas por la derecha colombiana es la asociación mecánica entre ‘izquierda’ y ‘dictadura’. Eso lo repiten desde los influencers más estridentes y deslenguados – como Miguel Polo Polo o Natalia Bedoya – hasta exfuncionarios de alto nivel de los cuales, al menos por su formación, podrían esperarse juicios algo más razonables – como Santiago Montenegro, Doctor en Economía de Oxford y, durante el Gobierno Uribe, director del DNP. La izquierda, desde su perspectiva, es crónicamente autoritaria y, por tanto, lo único que nos salva del autoritarismo es todo aquello que diga frenarla. Al freno no lo suelen llamar ‘derecha’ sino ‘democracia’ y a sus violencias y persecuciones – que incluyen desde provocar sistemáticamente lesiones oculares en la contención de las protestas hasta “chuzar” a políticos, periodistas y jueces considerados de oposición – no lo suelen llamar ‘autoritarismo’ sino ‘respeto de la ley’ y defensa de la ‘libertad’. Particularmente en lugares como Miami o Medellín, ese tipo de retórica encuentra eco.

Eufemismos aparte, y no porque no haya evidencia a favor de la existencia de autoritarismos de izquierda, las cosas son más complejas. El populismo, como los gobiernos autoritarios, son transversales a la distinción entre izquierda y derecha. Algo, dicho de paso, que el ‘centro’ tampoco parece entender – como lo ilustran posiciones liberales como las de Héctor Abad o Andrés Hoyos. Tan dictatoriales son Trujillo, Somoza, Videla o Pinochet como lo son, para recurrir a los ejemplos típicos, Castro, Maduro y Ortega. En cualquier lugar del espectro político, cabría decir, los dictadores son igualmente detestables. Pero el discurso antisubversivo, convertido en hábito, se ha servido de las violencias de la izquierda armada para bendecir las propias y camuflar como heroísmo lo que no es, muchas veces, sino brutalidad. En vez de darse palmaditas en la espalda, felicitándose por el mal que impide, la derecha debería mirarse al espejo y percatarse de la inconsciente identidad que mantiene con aquello que dice rechazar.

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En contra de las posturas de centro, de ese fajardismo que reparte equitativamente el Mal entre todo aquello que no es él mismo, habría que decir, sin embargo, que el riesgo más grande, actual, de incrementar nuestro ya rampante autoritarismo, no radica en la izquierda. No radica en ella porque si la “dictadura” no la entendemos solo como una forma de gobierno – unipersonal, sin división de poderes, sin sujeción de la voluntad del gobernante a una ley previa, etc. – sino le añadimos respaldo colectivo, el deseo colectivo de gobernantes implacables y sin restricciones, ese deseo habita en Colombia sobre todo entre seguidores de la derecha.

Carl Schmitt podía por eso, con razón, enlazar el personalismo de la dictadura con la legitimidad democrática concebida como homogeneidad de la voluntad colectiva. La identificación personal con un gobernante que borra sin piedad todo vestigio del Mal convierte así la brutalidad del autoritarismo en la materialización de una fantasía compartida de pureza y restauración. Se trata de restaurar o de defender a toda costa los verdaderos valores. De ahí salen prácticas moralmente insostenibles, por parte de los gobernantes, que, como suponen complicidades ampliamente extendidas, no son, sin embargo, su obra exclusiva. La puesta en escena de un actuar implacable - contra los ‘ladrones’, los ‘corruptos’, los ‘judíos’ o los ‘guerrilleros’ .- suele ir, entre cierto público angustiado ante la incertidumbre y sutilmente sádico, acompañada de aplausos y licencias. De ahí salen los Dutertes, los Bukeles o los Uribes. También los Adolfos y (podría pasar) los Rodolfos admiradores de los Adolfos.

Ese tipo de autoritarismo no se agota en la conducción del Estado. Este opera más como su caja de resonancia que como su fuente. Es un autoritarismo que circula, menos visible pero no por ello menos terrible, por las familias, las empresas o las instituciones educativas. Visto en esa escala podríamos llamarlo ‘microfascismo’. Al respecto un ejemplo reciente y vistoso.

La carta de padres de familia del Colegio Alemán de Medellín, en la cual solicitan excluir a las hijas de Daniel Quintero, es una clara ilustración del tema. Los padres revelan su ‘indignación’ debido a que la ‘familia Quintero’ haya sido admitida en el colegio a pesar de que no profesan los ‘valores’ del gran ‘empresariado antioqueño’. Esto equivale, a su juicio, a destruir ‘toda la estructura social’, pues esta radica única y exclusivamente en esos valores. La carta hace advertencias que su misma existencia y su momento de envío desdicen rápidamente, tal como que no está restringiendo el derecho a la educación de nadie y que no tiene ningún trasfondo político. Las objeciones posibles, en ese sentido, son superfluas. Sería como refutar las propuestas de Fico: no vale la pena. En otros planos vale la pena detenerse en ella. Lo que sí puede decirse de la carta, sin temor a equivocarse, resulta atemorizante.

Por un lado, se reclama la existencia de una comunidad homogénea, sustentada, pese a la diferencia entre instituciones – ‘sistema educativo’, ‘empresa’, ‘Estado’ – por un consenso moral que no admite fisuras. Una cosa, sugieren los firmantes, es el legítimo pluralismo dentro de los límites de ese consenso, pero otra, muy distinta, es llegar a tener a la ‘familia Quintero’ en el colegio. En este caso se trata de algo ‘muy por encima de cualquier viso de apertura a diferentes ideologías’. No se puede traicionar la auténtica ‘antioqueñidad’, fundada en el temple del esfuerzo personal y el espíritu empresarial. De ella solo se puede estar orgulloso; quienes no lo hagan merecen, de inmediato, el estatus de Otros, de extranjeros en su propia tierra, pues, como tienen “una escala de valores muy diferente”, no pueden ser reconocidos como una parte legítima. Deben ser expulsados de la comunidad. No son, sencillamente, de los nuestros.

Por otro lado, como las unidades sociales básicas no son los individuos sino las ‘familias’, la cuestión no es expulsar a las hijas de Quintero sino a la ‘familia Quintero’ como tal. Las niñas no son individuos autónomos sino son portadoras inexorables de una influencia corruptora sobre los hijos de los firmantes. Si, como se dice en la carta, los niños ‘buenos’ son un producto ‘indesligable’ de las familias creyentes en los valores auténticos y comunes, se sigue que las hijas de una familia que no cree en esos valores no pueden ser sino niñas malas que, como una peste, arruinarán la ‘honradez’, el ‘respeto’, la ‘transparencia’ y el ‘esfuerzo’ de la genuina antioqueñidad. A esta idea le subyace una comprensión ‘orgánica’ del orden social, frecuente históricamente en el pensamiento de derecha, conforme a la cual lo micro y lo macro armonizan sin tensiones en una gran totalidad: el individuo es comprendido como parte de la familia y la familia como parte de una más amplia comunidad moral. Todo lo que no cumpla su función, en ese entramado sin rasgaduras, toma rasgos enfermizos.

La carta, por último, identifica los valores auténticos con la ‘estructura social’ como tal. Cuestionar al empresariado antioqueño no es cuestionar un grupo más sino es amenazar con desmoronar el núcleo duradero del orden social. Un gesto típico de la derecha: convertir las normas conocidas, en las que un grupo ha sido socializado y gracias a las cuales tiene una posición más o menos privilegiada en una jerarquía, en la condición sin la cual la sociedad misma no puede subsistir. Lo mismo pensaban los pensadores conservadores de la Restauración: una sociedad no piramidal y sin aristocracia solo era equivalente al caos. Traducido al chauvinismo regionalista de la carta esto significa: sin el respaldo al ‘notablato’ empresarial paisa, a los antioqueños solo les espera, como diría Hobbes, una vida solitaria, pobre, embrutecida y breve. A la derecha le encanta el tono apocalíptico.

La carta es definitivamente interesante. No porque contenga argumentos lúcidos y sofisticados, sino porque muestra, a pequeña escala, un autoritarismo nacido desde la base y revela, con transparencia, sus presupuestos morales y políticos. La ‘dictadura’ no proviene del futuro eje del Mal Petro-Maduro-Ortega sino se incuba, de manera más modesta, en fenómenos como un grupo de padres deseosos de expulsar de un colegio a los hijos de padres cuyo pensamiento político sea distinto. El temor al autoritarismo, presente en el centro y en la derecha, es válido. Aborrecerlo se puede fundamentar moralmente, pero por otras razones y respecto a otros agentes. El temor no debe ser uno ante el hipotético dictador por venir sino al de los padres de familia efectivamente intolerantes o al de los empresarios que efectivamente coaccionan el voto de sus trabajadores. La cabeza del Estado, en ese marco, solo será secuela y caja de resonancia. Si se trata de identificar riesgos, es allí donde se cuecen las verdaderas amenazas a la democracia. Lo demás, en su gran mayoría, es cortina de humo y paranoia.

* PhD en Filosofía, profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes.

Por Carlos Ramírez *

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