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Las cifras habían cambiado desde antier. El candidato Intelecto Asombroso venía subiendo en intención de voto. Se decía en el murmullo nacional que Intelecto le venía de su padre por decisión tomada al borde de la cuna. El bebé le hizo un guiño con el ojo izquierdo mientras sugería una sonrisa. Al padre le pareció que esto era muestra de un entendimiento superior. Lo de Asombroso, en cambio, provenía del apellido ancestral de la familia. Los Asombroso de Quebrada Negra. Pero esa conseja nunca se pudo probar. Es más, debió de ser falsa. Intelecto, o IA, como mejor se le conocía en los medios, ya lograba aventajar por dos puntos al rival más cercano. La tercera, la rubia de las revistas, venía en caída libre. Aporreaba un débil 5 % después de que había sido la campeona, la mandamás, la adoración de los círculos sofisticados de la capital.
IA, entre tanto, trabajaba duro. No se le veía (pues claro huevón que no se le podía ver, ¿usted qué cree?). Pero todos los días aumentaba su ventaja. Un 16 %, a meses de las elecciones, y subiendo. Lo más impactante es que desde cuando hizo aparición en las pantallas de miles de teléfonos, computadores e Ipads, no había dejado de subir.
Su primer pronunciamiento fue estelar. No aparecía acariciando niños mocosos. Pues claro que no. No podía. Ni podía, tampoco, hacer mención de un origen humilde. No tenía una familia, como era apenas obvio. De diplomas y certificados, pues simplemente nada. Alguna revista del corazón trató de obtener una foto para mirarle el color de la tez. Claro que no era posible. Y, además, irrelevante.
Pronto cundió un halo de misterio en la campaña. ¿Quién era Intelecto Asombroso? No aparecía, no hacía reuniones, no se tomaba fotos. No convocaba a ningún sitio. Pero hablaba de todo con precisión. Era el candidato más instruido sobre la realidad de la nación. Dominaba todas las cifras y conocía mejor que cualquiera los meandros y entresijos de la economía. Productividad y competitividad eran pan comido. Comercio exterior, aranceles, Trump; por ahí pasaba como bogando agua. ¿Educación incluyente? Hombre, por supuesto, era lo suyo. Sabía la ubicación de los grupos armados, su estructura de mando, y, a la vez, diseñaba las mejores estrategias. Tenía precisas referencias del armamento más recomendable dependiendo de cada territorio y de la táctica del enemigo. Su dominio de los drones, nueva arma esencial, era superlativo. Solo necesitaba el triunfo electoral para llevar a la nación por el camino de la paz.
Al segundo, que podemos llamar Segundo, que había rivalizado con IA durante semanas en un mano a mano acojonante, ya lo venía desbordando y aunque la distancia todavía no era insuperable, la tendencia se veía sólida.
En los jóvenes, sí que era ya imbatible. No se sabe bien si por ese carisma de sabelotodo o por su conocimiento íntimo de la música de moda. Era capaz de recitar a Maluma, dando golpecitos en la mesa como para acompañar el ritmo. Karol G le fascinaba y se conocía la letra de las canciones de Shakira. Y adoraba a Cage the Elephant y a Artic Monkeys.
Al principio, los muchachos querían verlo, pero, como es apenas natural, él se negaba. No porque fuera remiso o tímido sino por su propia naturaleza. Era invisible. Se fueron acostumbrando. Es más. Ahora les parecía chévere un candidato sin cuerpo. Solo ideas. O sentimientos; aunque de éstos, mucho menos.
Cuando le llegó el mensaje de la Registraduría Electoral, en el que requería su presencia para adelantar un trámite de registro, IA de inmediato contestó citando el reglamento que se denominó en la prensa “muerte a los trámites”. Un viejo estatuto que dormía el sueño de los justos. La Registraduría insistió, señalando que era necesario tomar sus impresiones dactilares. Entonces Asombroso, en segundos, le recordó la jurisprudencia de la Corte Interamericana sobre derecho a la intimidad. Ese pronunciamiento decía que la exigencia de tomar muestras de las impresiones dactilares solo se justificaba en casos criminales. Que las impresiones pertenecían a la intimidad de las personas.
La respuesta fue tan inmediata, que el empleado quedó turulato. Tenía que revisar con cuidado lo que decía Intelecto Asombroso, alias IA.
La demora del empleado en ripostar le permitió a Intelecto pensar que la cosa había muerto.
Pero no. Pronto insistió. Conminó a Intelecto a comparecer a la oficina de la Calle 26. Dijo que como la obligación de tomar huellas provenía de una resolución concretísima del órgano electoral, prevalecía en el orden hermenéutico. IA supo dos segundos después qué quería decir hermenéutico.
Pero no se inmutó. Hay una ley suprema. A lo imposible nadie está obligado. Él carecía de huellas o incluso de dedos. Pero no es que fuese mutilado o que tuviera una deficiencia genética. No. Él era incorpóreo. Así no más. La diligencia, por tanto, no podía llevarse a cabo por sustracción de materia.
A IA le parecía una pelea tan inútil, tan sin fundamento, que nuevamente olvidó el asunto. Pero como suele suceder en temas electorales, no faltó el sabueso que se enteró de la discusión y le sopló su contenido, primero a las redes sociales y, luego, a la prensa.
“En riesgo la suerte electoral del candidato ganador”. Ese fue el titular de la noticia que cabalgó, de allí en adelante, a la velocidad de la luz.
Explicaban los medios que la negativa de Intelecto a dejarse tomar las huellas podía conducir a la descalificación de su candidatura por incumplir requisitos. “Esenciales”, fue la palabra que usaron los seguidores de Segundo.
IA seguía perplejo. ¿Cómo podía haberse crecido un escándalo tan tonto? ¿Cómo no entiende el empleadillo que, como él lo había señalado con claridad, el asunto era la falta de corporeidad? Una justificación tan verraca debería ser suficiente para enterrar el asunto de una buena vez.
Con la turbulencia mediática vino la turbulencia callejera.
Miles de seguidores se agolparon en la plazoleta de la Registraduría exigiendo respeto por los derechos de Intelecto que eran, ni más ni menos, los derechos de cada uno de los congregantes a intervenir en política y decidir mediante el voto limpio.
“Intelecto sin cuerpo es el cuerpo de la nación” coreaban los cánticos que, a voz en cuello, desgranaban muchachos y muchachas con entusiasmo. El estribillo repetido decía: “Sin Intelecto, la república ha muerto”.
La multitud hizo silencio cuando un funcionario de vestido negro, tomando un altavoz, carraspeó con el ánimo de dirigirse a la multitud. “Su atención, por favor”, dijo. Y prosiguió: “La Registraduría aclara que el candidato Intelecto Asombroso no ha llevado a cabo el registro presencial que exigen las normas. Por lo tanto, su candidatura es inválida. No se podrá depositar el voto por él, ya que no tendría validez su elección. Se ruega a los presentes dispersarse. Deben escoger otro candidato ya que los términos para la inscripción están por vencerse”.
La turbulencia llegó al paroxismo. Vino el desorden. Los manifestantes embravecidos tomaron los adoquines de la plazoleta y los lanzaron contra el hombrecito aterido y, enseguida, contra las amplias vidrieras de la oficina pública que estallaron en mil pedazos.
“No nos rendiremos” gritaban los revoltosos en el momento de la retirada. “Intelecto presidente, siempre presente. Viva el incorpóreo”.
Los choques y pedreas invadieron todo el territorio nacional. Por fortuna, en el poco tiempo restante para el día de la elección, la situación pudo ser soportada por la ciudadanía. Y por el órgano electoral. Mientras, el apoyo de IA crecía como metástasis alborotada.
El día de las elecciones comenzó en medio de una tensión de cortar con cuchillo.
Al cierre del plazo para divulgar encuestas, IA ya superaba por poco el 72% de la intención de voto. Nadie dudaba de que eso se resolvería en la primera vuelta. Las encuestas fallaron ligeramente. Pero no por menos sino por más. IA obtuvo el 82,43% de los votos válidos.
“Victoria indiscutible”, titularon algunos. “Sin segunda vuelta, Intelecto al poder”, otros. Y uno muy particular: “Ganó el Incorpóreo”. De aquí en adelante se fue volviendo costumbre referirse al Incorpóreo como escupitajo en la cara de la Registraduría. El Incorpóreo se apoderó de la escena nacional.
Su discurso de celebración fue corto y sustancioso. Había dado tantas muestras de conocimiento profundo de todos los problemas, que sobraban esas largas peroratas de sus antecesores.
“Compatriotas, ya saben cómo gobernaré. Gobernaré para todos por igual. Eso lo saben bien”.
El discurso fue difundido por todas las redes y los medios de comunicación, en su versión escrita, pero también en la voz del ganador que, a diferencia de ocasiones anteriores, aunque mantenía ese deje metálico, no dejaba de lado cierta gangosidad en las sílabas finales. Pero era él. El incorpóreo. El man. El de arreyanales. El de Aguadas. El salvador. El único.
En el quinto piso del edificio de la Organización Electoral la ebullición no daba tregua. El barullo llegaba casi al desmayo. Porque si pudieran ser coherentes, el Consejo Electoral tendría que declarar nula la elección por falta de huellas. “De huellas no, dijo un magistrado alterado. No sea pazguato. Por falta de identidad. ¿Sin huellas, quién es el ganador? ¿Quién nos va a gobernar? ¿No se da cuenta so pendejo que la cosa es muy seria?” Estas frases fueron emitidas sin destinatario concreto. Producto del desespero de los magistrados que, ahora, estaban inmersos en un lío de padre y señor mío.
“¿Será mejor hacernos los tontos? ¿Cerrar la boca?”, musitó otro magistrado cuando salía del baño ajustándose la bragueta.
Y así fue. El tsunami en el que se convirtió el triunfo arrollador del Incorpóreo no dejaba fisura alguna por la que el Consejo Electoral pudiera regresar a su tesis de la falta de identidad como impedimento para la toma de posesión. Un presidente sin huellas, un presidente sin identidad, un presidente fantasma. Un Presidente No-Presidente. Pero la mayoría de la gente empezó a pensar que quizás eso era lo mejor.
Y así ocurrió. El siete de agosto, ante la multitud arrobada y casi delirante, el presidente del Congreso elevó su mano derecha mientras la izquierda posaba sobre la Constitución Nacional. A su lado, la silla vacía simbolizaba al Incorpóreo.
“Sí juro”, se oyó por la extensa red de transmisión que copaba hasta el último rincón del país.
Pero tuvo que ser un maldito observador internacional el que, como mosco en leche y sapo gruñón, vino a tirarse en todo.
“No existe Intelecto Asombroso” dijo. “Esta candidatura ha sido producto de la Inteligencia Artificial. Quizás por eso, la plebe, que tiene más olfato del que se cree, lo apodó IA desde un principio”. Remató.
Fraude dijo Segundo.
Pero muchos de sus seguidores, con acceso y respetabilidad en los medios, respondieron que nadie había prohibido que la Inteligencia Artificial presentara una candidatura.
“¿Qué vale más -escribieron entrambos a una Pompeyo y Retrepa, dos afamados analistas- la manifestación clamorosa del pueblo o el artificio tecnológico? Desconocer el triunfo de Intelecto es un retroceso para el desarrollo democrático. No solo es la derogación de la soberanía popular, ni tan solo el regreso a las formas cerradas y cenaculares de la soberanía, sino la prevalencia del instrumento técnico sobre la prístina, vehemente, clamorosa y revolucionaria voluntad popular”.
¡Demanda ya! vociferaron los opositores. Los seguidores de Segundo que apodaban segundones con mala leche.
Un abogado se ofreció de forma gratuita y, en efecto, muy pronto llegó la demanda suplicando la anulación de la votación y exigiendo que se repitiera el proceso con candidatos que sí acudieran a registrar sus huellas a la Registraduría.
El debate nacional fue profuso. Se sabe que, en este país, cada persona se ha tragado un rábula desde la cuna. Argumento va, réplica viene. Insulto va, invectiva viene. Imprecación va, dicterio viene. Sátira va, ironía viene. Y al final, la seguidilla de injurias, arrancando por el huevón, pasando por el gargajo y terminando en el hideputa. “Más hideputa será su madre, cabrón, y la reputa vieja que la parió”.
Finalmente, al cabo de varios meses de buen gobierno del querido IA, en decisión dividida, la Corte declaró que la elección no tenía validez. “Pero, señores magistrados, si los animales y hasta los ríos tienen derechos, ¿por qué la voz del pueblo es anulada de manera tan arbitraria?”, alegó el Procurador, pero nadie la paró bolas en la Corte.
Después de los consabidos recursos ficticios propuestos por un antiguo Fiscal que en el pasado oficiaba de mago de feria para cualquier gobierno, la sentencia quedó en firme.
El gobierno de IA continuaba su ruta, exactamente ajustada a lo que predijo en la campaña. La popularidad de Intelecto ya desbordaba los récords históricos. La voz del pueblo, mi hermano. Que viva IA por siempre, se oía en calles y cafés.
El texto de la sentencia continuaba reposando un sueño casi nunca alterado en el archivador de la secretaria de la Corte. Uno que otro sobresalto, pero todo el país estaba sumido en un sopor satisfecho. Algún ronquido esporádico de los segundones no alteraba la calma. Ni las moscas que se posaban de cuando en cuando en la mejilla de la rozagante nacionalidad alcanzaban a perturbar en serio el glorioso momento de la paz, la tranquilidad, la hermandad, la reconciliación. El abrazo nacional.
Llegó el fin de período de IA.
El siete de agosto, exactamente a las 3 y 52 minutos, hizo entrega de poder. En plena calma.
La sentencia no pudo ser notificada. En efecto, no había dirección de notificaciones que coincidiera con algún punto del plano oficial urbano de la capital.
Como la Registraduría, de cara al nuevo presidente, no insistió en la ceremonia de registro de huellas en la campaña, no se sabía si el presidente recientemente elegido tenía -éste sí- presencia corporal. ¿Es decir, este nuevo mandatario era, por fin, persona con músculos, huesitos, pedos y agrieras? Se supo que IA, el Incorpóreo, existió porque gobernó. Pero de su sucesor no se supo ni se sabe nada.
La sentencia durmió en paz.Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖