“La mayor parte de los países de América Latina y el Caribe puede ser caracterizada, con seguridad, como pigmentocracia: las personas más educadas tienden a tener el color de la piel más claro, mientras que aquellos con menor nivel educativo tienden a tenerlo más oscuro”. Así lo concluye una investigación del Barómetro de las Américas y el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (Lapop), de la Universidad de Vanderbilt, centrada en la pregunta de si el logro educativo, un indicador clave de estatus socioeconómico, está relacionado con el color de la piel en la región.
Según el estudio, estas diferencias son estadísticamente significativas en la mayoría de casos y, de acuerdo con las encuestas planteadas a partir del hecho de ser países multirraciales, la relación negativa entre el color y el logro académico es independiente del origen de clase y de otras variables conocidas por afectar el estatus socioeconómico. “Así, encontramos que el color de la piel, una medida central de la raza, es una fuente importante de estratificación social en todas las Américas hoy en día”, advierte el Barómetro.
Precisamente, una de las conclusiones de la investigación es que la raza ha sido sorprendentemente ignorada por muchos destacados científicos sociales en la región, quienes han privilegiado explicaciones basadas en la clase social: “No es que la clase no sea importante. Raza y clase operan juntas para dar forma a la estratificación en las Américas”, dice el informe, agregando que esa tendencia ha cambiado a partir de que la mayoría de censos en América Latina, por ejemplo, preguntan ahora si el entrevistado se identifica a sí mismo como indígena o negro (afrodescendiente). Y destaca cómo un puñado de países, como Brasil y Colombia, han ido más lejos al instituir programas de “acción afirmativa” basados en la raza. “Estos cambios se han dado en gran medida como respuesta a los crecientes movimientos sociales negros e indígenas en toda la región”.
De hecho, desde 1944, el antropólogo chileno Alejandro Lipschultz había acuñado la idea de América Latina como una “pigmentocracia”, donde las jerarquías sociales de la región están basadas en la etnia y el color de piel. El análisis sugiere que dicho concepto ha sido en gran parte ignorado, hasta hace poco, cuando la investigación ha empezado a documentar desigualdades raciales basadas en los nuevos datos censales acerca de la identificación racial.
En Colombia, hace algunos años, Héctor Abad definió en una de sus columnas la pigmentocracia como el hecho “de que el color de la piel de los gobernantes no es el mismo que el de la mayoría de la población, sino, paradójicamente, el de una élite minoritaria”. Y advirtió que la creencia general, falsa por cierto, era que aquí no había ningún problema étnico y nadie era discriminado por el color de la piel. Hoy, con leyes como la que penaliza hasta con cárcel la discriminación de todo tipo, se trata de cambiar esa realidad, aunque las zonas con mayoría de población indígena y afrodescendiente —como Chocó y Cauca— siguen siendo las más pobres y atrasadas, no sólo en educación sino también en infraestructura y atención social.