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Armero, la salud mental y un duelo no resuelto

Cuarenta años después de la erupción del Nevado del Ruiz, quienes sobrevivieron en Armero siguen buscando cerrar un duelo que no se trató como hubiesen querido.“Nos dedicamos a reconstruir la parte física de Armero, pero no la salud mental”, dice una de las sobrevivientes.

Juan Diego Quiceno

13 de noviembre de 2025 - 06:00 a. m.
Diana Lorena Jiménez Carrillo, superviviente de Armero. Cursaba sexto grado en 1985. Fue la mejor amiga de Omayra Sánchez.
Foto: Santiago Ramírez.
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Caminar sobre las baldosas que aún resisten en el viejo Armero es caminar sobre una cicatriz al aire libre. Los ladrillos conservan finas líneas, que asemejan estrías o rayaduras, orientadas todas en una misma dirección: la que recorrió el lahar, la corriente de agua, ceniza, piedras y restos que bajó del Ruiz la noche del 13 de noviembre de 1985 y arrasó con todo a su paso. (Puede ver: Armero, 40 años: la historia que marcó a Colombia)

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Hablar de calles o de cuadras, cuarenta años después de la tragedia, puede ser solo un espejismo. Pero entre las ruinas del viejo Armero —paredes de concreto agrietadas, descascaradas y cubiertas de musgo y humedad— aún se leen grafitis que reclaman, hoy, una forma especial de pertenencia: “Familia Bandera Navarro”. “Familia Colorado”.

“Mi casa estaba en la carrera quinta con calle 13, en el barrio Santander”, recuerda Gerardo Críales Roa. Armero era conocida como la Ciudad Blanca de Colombia, con sedes de cinco bancos, colegios públicos y privados que enumera con precisión, almacenes de grandes superficies, una sede de la Universidad del Tolima y una ubicación por entonces privilegiada: equidistante de Ibagué, Manizales y del corazón mismo del centro occidente colombiano. “Armero era rico en todo el sentido de la palabra —asegura—: joyerías, heladerías, extensos cultivos de algodón… Era la segunda ciudad más pujante del Tolima”.

Ruinas de lo que quedó del antiguo Armero, 40 años después de la tragedia. /Santiago Ramírez.
Foto: Santiago Ramírez.

Gerardo tenía 18 años, algunos más que Diana Lorena Jiménez Carrillo, quien apenas comenzaba el bachillerato en el colegio Sagrada Familia. “Para mí, era el mejor colegio que había”, recuerda. “Era inmenso. Y para nosotras, tan chiquitas, mucho más”.

El colegio tenía tres pisos de aulas, una capilla luminosa, jardines amplios y un teatro donde las estudiantes hacían sus presentaciones de danza. Detrás estaba la vivienda de las monjas, rodeada de árboles frutales. Más allá, la zona deportiva y un pequeño bosque donde podían jugar. “En esa semana de la tragedia, estábamos en exámenes finales y teníamos presentaciones para la clausura. En el grupo de danzas, nosotras nos reuníamos a ensayar más porque a veces nos costaba aprender algunos pasos”, recuerda Diana.

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El último ensayo lo tuvieron en la casa de Omayra Sánchez. “Eso fue una cosa loca. Imagínese, una casa llena como de ocho niñitas de entre los 10 y los 13 años, gritando, jugando. Hicimos de todo, menos ensayar”. Para irse con sus amigas, Diana recuerda que solo tenía una condición: lavar los platos del almuerzo. “Y la verdad, a mí las cosas de la casa no me gustaban, nunca me han gustado”, reconoce. “Muchas veces, Omayra llegaba y yo no podía irme al ensayo hasta que no arreglara la cocina. Y ella, para que saliéramos rápido, era la que lavaba la loza. Me decía: ‘Venga, a ver’, y rapidito dejaba todo limpio”.

Diana, Omayra y su grupo de amigas jugaban por esos días al reinado de Cartagena. “Todos los días teníamos un evento”, recuerda. “La tarde del 12 de noviembre teníamos ensayo. Omayra pasó por mí, como siempre hacía, pero cuando llegamos nos dijeron que se había cancelado porque había un problema con el agua, que estaba contaminada o algo así. Nos dijeron que volviéramos a casa. Omayra me acompañó, me dejó, nos despedimos y ya”. Al día siguiente, miércoles 13 de noviembre, todo transcurrió con normalidad en el colegio. “Nos despedimos como cualquier otro día. Fue la última vez que vi a Omayra”.

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Un duelo inacabado

Durante los años siguientes, Diana no quiso hablar de Armero ni de Omayra. “Fue mi forma de manejar el dolor. Me alejé completamente de todo lo que tuviera que ver con Armero. Cuando empecé a escuchar que Omayra se había convertido en un símbolo, me costaba aceptarlo. Porque, mientras para los demás es el símbolo de la tragedia, del dolor de tantas personas, para mí sigue siendo solo una de mis mejores amigas, que ya no está”.

Nunca ha visitado su tumba, aunque sabe que está rodeada de placas con mensajes de agradecimiento por los supuestos milagros cumplidos. “Yo no veo a esa Omayra. No veo a la Omayra que intercede ni a la que le piden. Yo solo veo a mi amiga, a la que perdí”.

Se negó a hablar de ella y evitó cualquier encuentro con la mamá o cualquier familiar de su amiga. “Pienso en el dolor de la mamá, en que tal vez se pregunte: ‘¿Por qué ella está viva y mi hija no?’ Pienso que, si me ve, ese dolor se va a hacer mucho más fuerte”.

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Omayra no fue la única amiga que Diana perdió. En su grado eran 28 estudiantes, y sabe que cuatro sobrevivieron. Pasaron tres décadas antes de que hablara por primera vez, durante el aniversario número 30 de la tragedia. Hoy es psicóloga, especialista en adicciones y con formación en intervención clínica. “Si, como víctima, no enfrentas ese dolor y no aceptas que debes hacer duelo, es muy difícil seguir adelante”, reflexiona ahora.

Puede ver: El barro, el cuerpo y la danza: Armero 40 años después

El volcán Nevado del Ruiz hizo erupción el 13 de noviembre de 1985. /Santiago Ramírez.
Foto: Santiago Ramírez.

“Hay muchos sobrevivientes de Armero que no quisieron hablar, y es precisamente porque el silencio hace parte de no querer recordar la situación por lo difícil que es para la persona”, explica Franklin Escobar, integrante de la Academia Nacional de Medicina, médico psiquiatra de la Universidad Nacional y quien en 1985 estuvo en Armero. “El trastorno más frecuente que vimos nosotros allá y que todavía se ve en supervivientes de Armero, es el estrés postraumático. Es más común en las personas que estuvieron dentro del lahar, que permanecieron varios días enterrados o atrapados allí, y que veían pasar a su alrededor cadáveres despedazados tanto de seres humanos como de animales”.

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Desde la Primera Guerra Mundial se comenzó a hablar de los traumas de guerra, conocidos en ese momento como shell shock (en inglés) o “neurosis de guerra”. Se observaban en soldados síntomas de ansiedad intensa, temblores, insomnio, pesadillas y recuerdos intrusivos, muy similares a lo que hoy conocemos como trastorno de estrés postraumático (TEPT). No fue sino hasta 1980 cuando el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III), la guía publicado por la Asociación Psiquiátrica Americana, incluyó oficialmente el diagnóstico de “Trastorno de Estrés Postraumático” (TEPT). “Esto acompañó a muchos supervivientes de Armero por años, inclusive hay personas que hoy, cuarenta años después, todavía recuerdan perfectamente lo que pasó”, dice Escobar.

Si eso no se trata, las secuelas pueden prolongar el sufrimiento durante años o incluso décadas. “¿Y qué fue lo que pasó con Armero? Que nos dedicamos a reconstruir la parte física, pero se nos olvidó todo lo demás”, opina Diana. “La salud mental fue algo en lo que no se trabajó, no se hizo nada por el bienestar emocional de nosotros los supervivientes”.

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“Es un duelo de nunca acabar”, cree Gerardo. “Yo he podido sobrellevarlo un poco porque tuve la oportunidad de encontrar a mi madre, sacarla y sepultarla allí donde fue ama y señora: en su casa”. Cree que su madre murió por el golpe de un cilindro de 40 libras que venía arrastrado entre los escombros del lahar. “Eso me da un aliciente, una fuerza”.

Gerardo Críales Roa, sobreviviente del desastre de Armero. Tenía unos 18 años en 1985. Su madre murió en los lahares. /Santiago Ramírez.
Foto: Santiago Ramírez.

La posibilidad de enterrar a los muertos no es una banalidad. “Mucha gente mantuvo la esperanza de que los desaparecidos algún día regresarían, pero muchos siguen sin aparecer. Esa situación genera lo que llamamos un duelo complicado o duelo patológico”, explica Escobar. Ocurre porque, cuando no se encuentra el cuerpo, el proceso de despedida queda suspendido. La psicología del duelo ha demostrado que los rituales de cierre, como ver, despedir y enterrar a los fallecidos, cumplen una función muy importante: permiten reconocer la pérdida, darle un lugar en la memoria y continuar con la vida.

El duelo por Armero no es solo por las personas que se fueron. Es también un duelo colectivo por un territorio común que se perdió. Las calles, las costumbres, los puntos de encuentro, la forma de vida de la “Ciudad Blanca de Colombia”. “Tú encuentras armeritas en todos lados, pero ¿dónde está la identidad de nuestro territorio? Nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestra identidad cultural. Todo eso se perdió”, dice Diana. “Ese desarraigo territorial, cultural y de identidad fue tan profundo como la tragedia misma. Y como ese duelo no se manejó, el dolor sigue ahí”.

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Antes, se pensaba que las secuelas de sobrevivir a un desastre eran solo individuales. “Hoy sabemos que también hay unas de índole comunitarias”, explica Germán Ricardo Casas Nieto, exdirector de salud mental a nivel mundial de Médicos Sin Fronteras (MSF), especialista en psiquiatría infantil y quien ha abordado en MSF las consecuencias en la salud mental en contextos de conflicto armado y desastres naturales, como los terremotos de Haití y Chile y erupciones volcánicas en Ecuador. “La capacidad de reacción colectiva, de toma de decisión y de gestión se ven afectadas tras un desastre. La comunidad se vuelve dependiente de la ayuda y se identifica con la tragedia, lo cual es muy grave”.

Las fases de reacción emocional y conductual ante un desastre han sido descritas en la literatura de psicología de emergencias y desastres como un proceso progresivo. En primer lugar, se presenta la fase de shock o impacto, caracterizada por la confusión, la desorientación, el miedo y, en algunos casos, la parálisis o la huida. “Sentir eso frente a un desastre es normal y hace parte de las adaptaciones que hace nuestro cerebro para intentar procesar lo inesperado y protegernos del colapso”, explica Casas. Luego sigue la fase de inventario o evaluación, en la que se empieza asimilar lo ocurrido y a hacer un balance de la situación: buscar a los seres queridos, evaluar daños y tratar de recuperar cierto control. (Puede ver: Los juicios de responsabilidad que nunca se hicieron).

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Posteriormente, aparece la fase de recuperación inmediata, marcada por la cooperación y los esfuerzos por restablecer la vida cotidiana. “Hoy sabemos que las secuelas en la salud mental de un desastre de este tipo pueden incluso ser más graves y sobre todo más duraderas que una lesión física. Pero en esa época no existía la intervención psicológica en medio de desastres. Nadie pensaba en eso. Fue precisamente gracias al trabajo de personas como Hernán Santacruz que, a partir de Armero, conformó el grupo de atención psicosocial en desastres naturales, que eso comenzó a tratarse. La primera acción en salud mental en desastres que tuvo Médicos Sin Fronteras fue en el año 1999 en el tema terremoto que hubo en Armenia (un país ubicado en el Cáucaso entre Asia y Europa).

Gerardo Críales Roa, sobreviviente del desastre de Armero. Tenía unos 18 años en 1985. Su madre murió en los lahares. /Santiago Ramírez.
Foto: Santiago Ramírez Marín

Hay una frase de Gloria Patricia Cortés, geóloga, magíster en Ciencias de la Tierra y científica del Servicio Geológico Colombiano (SGC) desde 1992, quien también perdió a su mejor amiga en la tragedia, que resume con algo de precisión lo ocurrido después de la erupción: “Para mí, Armero es un duelo no resuelto, porque nunca hubo un proceso social o psicológico de catarsis. Y es también una añoranza de una tierra sin igual, porque muchos de los sobrevivientes quisieran volver a tener su tierra, vivir de ella, de su fertilidad, del agua, del río, de los paisajes, de esa pujanza que caracterizaba a los armeritas”.

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Cuarenta años después, de ese Armero solo quedan algunas ruinas cubiertas por maleza y los recuerdos de quienes aún nombran su ciudad como si aún estuviera. Caminar sobre las baldosas del viejo Armero es, aún hoy, caminar sobre una cicatriz que sigue abierta.

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