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Había leído al menos tres crónicas tituladas “El viaje de la muerte”. Sabía que Cafesalud es la EPS más grande del país, con cinco millones de afiliados, y que tiene una deuda de 800.000 millones de pesos. Sabía que pertenecía al Grupo Saludcoop, intervenido en el 2011 por malos manejos financieros; que Cafesalud no contaba con la infraestructura para recibir y atender a los millones de afiliados de Saludcoop y que ahora, cuatro años después, las consecuencias son imposibles de ocultar; que al Gobierno se le reventó la pita, que le tocó tomar la decisión de liquidar definitivamente. Para marzo del 2017, Cafesalud EPS debe tener nuevos dueños. También sabía, gracias a las cifras recopiladas por el periodista Alberto Donadio, que lo que ha pasado en Cafesalud durante estos cuatro años ha sido siniestro. Que se violaron los derechos fundamentales de muchos afiliados; que, por poner un ejemplo, de los cinco millones de citas que Cafesalud debió haber asignado con un médico especialista, la EPS sólo brindó 660.000.
Pero entrando con mi abuela a las urgencias de la clínica Jorge Piñeros Corpas, la única autorizada para recibir a los pacientes afiliados a Cafesalud —o eso me dijeron por teléfono—, descubrí que no sabía nada.
El domingo 15 de enero, mi abuela llega a las urgencias con el cuerpo doblado por un dolor abdominal, ocasionado, me imagino, por el tumor cancerígeno que le encontraron hace un mes. Un día mi abuela está bien, al otro día le duele la boca del estómago, al otro día le hacen un examen (particular, porque no la quería someter a las demoras de la EPS). Mi familia y el médico particular y mi abuela y yo misma estábamos esperando que los resultados arrojaran una úlcera por la gastritis, pero es cáncer. Dos, tres exámenes más. El tumor hizo metástasis. Me hablaron de cuidados paliativos. Me explicaron que el bolsillo de la familia no iba a aguantar lo que se venía, que era necesario ingresar el caso por la EPS. No había nada más que hacer. Toca. Y aquí estámos, una semana después, con mi abuela de 71 años, intentando atravesar la puerta de la clínica Jorge Piñeros Corpas, ubicada en la autopista Norte con 104.
Sigue a El Espectador en WhatsAppEn este momento, mientras me abro paso entre la manada de personas que esperan en la puerta, en su mayoría familiares de pacientes a quienes no les permiten el ingreso, tengo la misma sensación que el día en que, después de nueve meses sin verla, volví a mi casa y la encontré con algo así como 10 kilos menos. Es la sensación de que va a pasar todo lo malo, todo aquello a lo que siempre había temido. Así me siento de nuevo entrando a urgencias. Veo las pancartas de los que se hacen llamar los “empleados más antiguos de Saludcoop”. No sólo yo las veo. Mi abuela, adolorida, comenta: “Mire, mami. Esta pobre gente anda sin sueldo desde hace meses. Mire, mire, sin sueldos ni cesantías, ni ARL”.
Entro a la clínica y veo la sala de espera llena de más pancartas con protestas de los empleados. “No tenemos nada. No tenemos un trabajo digno”. Como vengo atolondrada, una señora desconocida reacciona por mí: “Por favor, una silla de ruedas para la señora, una camilla”.
—No hay sillas de ruedas ni camillas —responde el portero
—¿La van a dejar morir como al señor de anoche? —grita la desconocida.
Ella hace todo lo que puede por nosotras y pelea con el portero. Voy y solicito la consulta de emergencia en la recepción. Después, toco la puerta del cuarto de los camilleros. Nadie aparece. Entro con mi abuela a la consulta, intentando que camine, aunque casi no puede. La recibe el enfermero Andrés Camilo Rodríguez, del triage, quien califica qué tan grave es la emergencia del paciente. Le asigna triage 2. Mi mamá llega al consultorio. Me sacan y a mi mamá le dicen que el tiempo de espera para triage 2 es de dos a cuatro horas.
—Mi mamá es una paciente oncológica y tiene un dolor terrible. No la puede dejar esperando todo ese tiempo —escucho desde afuera.
—Ella aguanta, señora —responde Rodríguez.
Reviso la norma. Dice que los pacientes con triage 2 no deben esperar más de 30 minutos para recibir atención, porque tienen un dolor extremo o porque su condición puede empeorarse rápidamente, causar la muerte o la pérdida de un órgano. O todas las anteriores.
Le explico la norma al enfermero y me dice que no sea grosera. Recuerdo que en este país mencionar (porque ni siquiera fue reclamar) los derechos fundamentales es una grosería. Mi mamá se arrodilla y le dice que si así, arrodillada, le parecemos menos groseras. Que por favor no deje a mi abuela padecer dolor. Esperamos un rato. No son dos horas, pero en nuestro tiempo, y sobre todo en el de mi abuela, son años, lustros, siglos.
La atiende un médico que pide excusas en nombre del sistema. La canalizan y la acomodan en una silla ubicada en un cubículo, en una sala llena de cubículos con olor a orines, a caca y a comida revuelta. Las bandejas de comida usadas después del almuerzo, almuerzo que sirven a las 3 p.m. si es que estamos de suerte, se encuentran tiradas en distintos rincones de los pasillos. A mi abuela la acomodan al lado de una señora de 56 años que tiene una cosa que se llama tromboflebitis aguda. “Yo tengo aquí tirada ocho días”, cuenta.
Parece que la hospitalización en la clínica Jorge Piñeros Corpas no existe. ¿Saben cómo la llaman? “Expansión”. Ahí meten a todo el mundo. Las habitaciones, me dice una enfermera, “jamás se desocupan”. Mi abuela y la otra señora están solas en un cubículo, por fortuna. Pero alcanzo a contar hasta cinco pacientes por cubículo. Y todos los pacientes de esa sala, unos 30, cuando menos, comparten un solo baño para hombres y mujeres, porque el de hombres se dañó y “no hay nada que hacer”. Esa es su frase favorita, el lema de Cafesalud EPS.
Insisto en que mi abuela necesita una camilla, que por su edad y su condición no puede estar en una silla. No hay camillas. Le empiezan a poner morfina. Entré con ella a las 11 a.m. y ahora, sobre las 4 p.m., está de nuevo desesperada por el dolor. Le digo a una enfermera; no pasa nada. Le digo a la jefa de enfermeras; no pasa nada. En medio de esa nada, mi abuela busca sus propias estrategias para calmarse. Me pide que le consiga la historia de la vida de un santo. Se la encuentro, se la leo. Ella intenta respirar, empoderarse con la historia de santa Mónica. Mi abuela, aun con el diagnóstico en su contra, no renuncia, no se resigna. A veces la gente asume que los abuelos se tienen que morir por abuelos. Mi abuela quiere luchar, con la biblia, con lo que sea. Pero el dolor le gana. Llamo de nuevo a la enfermera.
—Ay, tenía el suero cerrado, mamá. No le estaba pasando la morfina —dice la enfermera.
Esa noche mi abuela duerme ahí, en esa silla, que luego pegan con otra silla y que se corre con cualquier movimiento generando riesgo de caídas. El personal de enfermería hace lo que puede. Quiero, a ratos, por mi propio dolor, ver en ellas al enemigo. La verdad es que sé que las enfermeras no dan abasto.
Como ahora el medicamento sí está pasando por sus venas, mi abuela logra dormir algo. Respiro. Al día siguiente una prima enfermera viene a ayudarnos. Salgo un momento. Mi abuela convulsiona. Si no es por mi prima, mi abuela se cae de la silla donde la tienen sentada. Mi prima también impide que mi abuela se atragante en medio de la convulsión. Llego y al mismo tiempo llega un médico, Pedro Lizarazo, con las enfermeras. Se asustan. Le pregunto al doctor, llorando, cómo hacemos con la camilla. Lizarazo me grita: “¡Qué hacemos si no hay camillas!”. Le exijo que no me grite. Me da la espalda y me grita más y se va renegando. Pienso que es un hijo de puta, que si bien entiendo su frustración como médico, el paciente no es él, es mi abuela, y él no debe gritarme bajo ningún concepto, ni a mí ni a ella.
Pongo una queja a la Superintendencia mientras mi abuela está inconsciente. Se lo digo al coordinador de urgencias, el doctor Daniel Mauricio Cruz.
—Mi amor —me responde—, es que usted está acostumbrada a otro tipo de servicio. Esto es normal. No sólo su abuela se merece estar bien, sino todos los pacientes.
Casi sonrío con la ironía. Le respondo que nadie está acostumbrado a este tipo de servicio. Que nadie podría acostumbrarse. Que nadie está bien atendido. Que todos los pacientes se encuentran en pésimas condiciones. Que lo que está pasando no puede ser normal. Que sólo estoy reclamando a lo que tengo derecho, a lo que todos tienen derecho, y no exigiendo privilegios.
Cruz nos dice que la convulsión obedece a que el cáncer le hizo metástasis en el cerebro. Tiene que retractarse, porque el TAC no muestra nada de eso. Llega un médico a decir que le van a iniciar morfina y me toca recordarle que le están dando morfina desde ayer. No leen la historia. No dan pie con bola.
Se asustan con la Superintendencia, no me lo dicen, por supuesto, pero lo percibo en el rostro del doctor Cruz, que igual, en últimas, hace lo que puede con lo que tiene. Consiguen, al fin, una camilla y un cubículo individual y una cobija para mi abuela. Ella empieza a reaccionar lentamente, pero se queja, le duele todo. Escribo esta historia para que sea una historia más entre todas las que salen a diario sobre el pésimo servicio de Cafesalud. Y nadie hace nada. Y nadie responde. Y el presidente presume en Twitter de que este es el tercer mejor sistema de salud del mundo. Siento pena por la gente de los demás países.