“¿Qué puede matar a más gente? ¿Una guerra nuclear o los virus que saltan de los animales a los hombres?”, se preguntaba hace unos años el virólogo Nathan Wolfe en un reportaje publicado en la revista The New Yorker.
Y su propia respuesta era: “Si tuviera que ir a Las Vegas y apostar por el próximo gran asesino, pondría todo mi dinero a un virus”.
Esas diminutas partículas a medio camino entre la materia viva y la inerte, hasta 100 veces más pequeñas que una bacteria (y hay que decir que en un centímetro uno podría alinear unas 10.000 bacterias), han sido uno de nuestros enemigos más mortales. El virus de la influenza cobró a principios del siglo XX más vidas que la Primera Guerra Mundial y el virus de la viruela arrasó con miles de vidas antes de la aparición de una vacuna.
Desde que se descubrió en 1976, el virus del Ébola ha figurado en la lista de los diez más temibles. Se transmite a partir de animales salvajes infectados (chimpancés, gorilas, monos, antílopes selváticos, murciélagos fruteros) y también por contacto directo con sangre, secreciones o tejidos de personas infectadas.
Los pacientes sufren una súbita fiebre, debilidad intensa, dolor de músculos, cabeza y garganta, a menudo seguidos de vómitos y diarrea. Es una enfermedad que en pocos días provoca daño renal o hepático, así como hemorragias que conducen a la muerte.
La mayor epidemia de ébola registrada hasta ahora se presentó entre septiembre de 2000 y enero de 2001. En esa ocasión se contabilizaron 425 personas infectadas y 224 defunciones.
Por eso esta vez las autoridades de salud alrededor del mundo están mucho más nerviosas: desde enero de este año, cuando el virus reapareció en África Occidental, ya ha infectado a cerca de 1.300 personas y cobrado la vida de unas 700.
Las medidas impuestas hasta ahora han resultado insuficientes en los tres países donde se concentran los casos: Guinea, Liberia y Sierra Leona. A pesar de los controles en aeropuertos, más de 120 expertos internacionales trasladados a la zona, la suspensión de clases en colegios y la distribución masiva de guantes y otros equipos de protección, esta vez el ébola ha encontrado la forma de saltar el cerco.
“La comunidad internacional entera debe echar una mano. Esto nos supera”, dijo ayer Sassou-Nguesso, presidente de la República del Congo, casi al mismo tiempo que la directora general de la OMS, Margaret Chan, calificaba de “inadecuada” la respuesta de los países africanos y declaraba que “el virus se está moviendo más rápido que nuestros esfuerzos para controlarlo”.
Ayer, la noticia que puso nerviosos a los estadounidenses fue el anuncio del traslado desde África de dos pacientes con ébola al Hospital Universitario de Emory, en la ciudad de Atlanta. Si bien los médicos descartaron que exista el riesgo de un contagio masivo en este país, eso no fue suficiente para evitar el miedo.
“La probabilidad de que esta epidemia se propague fuera de África Occidental es muy baja”, estimó Stephan Monroe, del Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés), pero añadió: “Nuestra preocupación es que la epidemia prenda en el exterior, como un incendio forestal que puede propagarse a partir de un solo árbol, sólo con las chispas”.
Monroe sabe que los tiempos han cambiado desde que la peste negra o bubónica (causada por la bacteria Yersinia pestis) se extendió por la Europa del siglo XIV. En aquellos tiempos una enfermedad contagiosa como esa se extendía a una velocidad de un kilómetro por día. De ahí que le tomara tres años moverse del sur del continente hasta los países escandinavos.
Hoy las cosas son a otro precio. Las enfermedades infecciosas viajan a la velocidad de un Boeing. Unos 34 países reciben vuelos directos desde los países africanos donde se han registrado casos de ébola. Aunque por ahora es un riesgo bajo, como señaló Monroe, todos han apostado por el endurecimiento de las medidas de control. La bolsa de dinero para cerrarle el paso al ébola ronda ya los US$100 millones.
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