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Son las dos de la mañana y la luz de la sirena de los paramédicos ilumina la cuadra. Titilantes luces azules y rojas se proyectan en los muros de uno de los accesos laterales de Hauptbahnhof, la estación central de trenes de Fráncfort donde me encuentro. Afuera el área está acordonada con una cinta negra y amarilla mientras un grupo de paramédicos intentan hacer algunas maniobras de reanimación a un adicto a la heroína que por sobredosis, se encuentra inconsciente en la mitad de la vía. Por los gestos de impotencia que veo en uno de los enfermeros parece que el masaje cardiaco no está funcionando, deciden pasarlo a una camilla a la cuenta de tres y luego a la ambulancia que parte en silencio de la zona.
Una escena que se repite con cierta frecuencia en el distrito de Bahnhofsviertel donde se ubica la estación que sirve como puerta de entrada a la capital financiera de Alemania. Una pequeña ciudadela de la perdición donde las drogas se ensañan con quienes buscan en la calle el refugio que no encuentran en otro lugar.
Una ciudad de contrastes
Capital del estado federado de Hesse y ubicada a orillas del río Meno (Main), Fráncfort es una ciudad donde se confrontan distintas realidades. Sede del Banco Central Europeo, el Deutsche Bank y más de un centenar de bancos nacionales e internacionales, es fácil deslumbrarse con los rascacielos que dibujan su horizonte. Sin embargo, detrás de esta rica e imponente ciudad bancaria, de altos ejecutivos vestidos de finos trajes hay una herida abierta que se hace evidente una vez se llega a la ciudad; decenas de adictos al crack y la heroína habitan un espacio donde la venta y consumo de drogas a plena luz del día es habitual.
Excursión a la zona prohibida (lado B)
Me sumerjo en las calles comprendidas entre Gallusanlage, que limita con el distrito financiero y Hauptbahnhof, entre Meizner Landstrasse y la Kaiserstrasse, un lugar de edificaciones de estilo art nouveau que me recuerdan París pero convertidas en un mundo de miseria, oscuridad y adictos del primer mundo.
Escucho la sirena de una patrulla de policía, al llegar a la esquina mientras cruzo la calle observo un grupo de hombres contra la pared mientras son requisados. Burdeles y bares de mala muerte pululan en la zona, almacenes de mercadería turcos, supermercados, venta de repuestos de celulares y baratijas, comida rápida y casinos. Cuadras enteras de toxicómanos, putas, dealers y borrachos, habitan este espacio de consumo libre que tras el final de la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en un distrito de vida nocturna y prostitución debido principalmente a la presencia de soldados estadounidenses, que encontraron en este espacio su lugar de diversión. Desde entonces y sobre todo a partir de la década del 70, Fráncfort se volvió una de las primeras ciudades alemanas con un gran ambiente de heroína, droga cuya presencia se había consolidado hasta hace unos años cuando era común observar decenas de yonquis botados en el suelo transitando aparentes estados de placer que anulaban cualquier tipo de reacción.
Sin embargo, a pesar de los residuos de drogas y jeringuillas que se observan en el piso me doy cuenta que actualmente el crack es la droga dominante y con el aumento de su consumo, el ambiente es otro.
Epidemia de crack
A pesar que en la calle hay presencia permanente de policía y numerosos carteles que advierten sobre la prohibición del porte de armas corto punzantes y pistolas, se respira un ambiente tenso y hostil.
El crack es una droga intensa y muy agresiva que causa gran euforia con tan solo unos minutos de duración. El deseo por la siguiente fumada empieza de inmediato razón por la que sus consumidores hacen lo que sea necesario con tal de obtener una nueva dosis manteniéndose cerca del lugar donde lo consiguen. La mayoría de traficantes son migrantes africanos que venden el gramo a 20 euros, pero también pequeñas cantidades aprovechando la necesidad de su consumo para ganar dinero rápidamente.
Entro al súper por un café, me paro en la entrada para observar a un adicto que está apoyado en el muro desgastado de la parte exterior, tembloroso y agazapado como un roedor mientras prepara su dosis. Tiene la ropa vieja, manchada y aspecto de extranjero. Abre un papel del que saca unos cristales amarillentos que deposita en el aluminio que recubre una pipa hecha con una tapa de gaseosa. Prende el encendedor y escucho el crujido del fármaco con cada bocanada que aspira rápidamente en medio de la calle.
A los pocos segundos está desesperado, vulnerable y parece que se revienta de angustia como consecuencia del efecto inmediato del narcótico. Prende un cigarrillo le da unas fumadas, lo apaga y guarda la colilla en uno de los bolsillos de su chaqueta. Se mueve con rapidez y cruza la calle hasta que lo pierdo de vista. Es solo el comienzo de una intensa jornada que se prolongará durante toda la noche.
En la siguiente cuadra frente a un local de comida rápida varios consumidores preparan sus dosis ante la mirada impotente del tendero del lugar. Un problema que afecta no solo a los dueños de negocios que enfrentan la disminución de sus ventas sino a los vecinos de la zona, quienes se quejan por la inseguridad, el ruido y la basura que los adictos, en malas condiciones no solo físicas sino también mentales, producen.
He visto a Lucy
Al día siguiente paso nuevamente por el lugar. Son las nueve de la mañana y hace bastante frío, entro al súper por un café pero no hay, así que compro una bebida energizante, me paro en la puerta a observar a un grupo de consumidores que justo al lado se agrupa para inyectarse. Entre la multitud de hombres una chica sobresale. Siente que alguien la observa y conecta con mi mirada, de inmediato miro con disimulo a otro lugar y repentinamente viene hacia donde estoy. Entra al local como buscando algo que ni ella misma sabe qué es. Es alemana, rubia, delgada, 1. 73, blanca como la leche, 35 años aproximadamente, de finas facciones y mirada azul intensa. Tiene jeans, zapatillas deportivas, un buzo oscuro con capota y se pinta el contorno de sus ojos de negro. Y aunque tiene el pelo mojado como si recién hubiera tomado un baño, veo sus manos sucias, manchadas y con marcas del consumo.
Mira a mis pupilas y sonrío con timidez, tomo un sorbo y aprovecho el instante para ofrecerle mi bebida que recibe con un gesto de agrado.
¿Cómo te llamas? Lucy, responde. Sonríe sutilmente y me deja ver en su rostro una expresión amable pero triste, mira el cielo con desesperanza mientras vuelve al grupo de adictos que se inyectan. Compro otra bebida y me voy de ahí pensando en ella: en su contradicción y su belleza rota y extraviada en ese infierno del primer mundo.
Zonas seguras para consumidores
Ante tal situación las autoridades han adoptado medidas frente al consumo, no solo de opioides sino también de crack en las calles del centro de la ciudad, por medio de salas supervisadas donde los adictos reciben jeringas y todo el material esterilizado para consumir la sustancia, reduciendo daños y facilitando la atención oportuna en caso de sobredosis. “En estos espacios vitales los usuarios tienen la facilidad para acceder a programas de rehabilitación y pueden recibir atención social para mejorar sus condiciones de vida, darse una ducha y tomar bebidas calientes para reconfortarse” asegura Gabi Becker, miembro de Integrative Drogenhilfe, un centro con salas de consumo. A pesar de lo anterior, con el crack es más difícil porque el estado de ansiedad del adicto lo ahuyenta de los sitios cerrados prefiriendo la calle, cerca de donde lo pueda conseguir.
La oscuridad del nuevo día
Temprano en la mañana paso por la zona ubicada a medio camino entre mi hospedaje y el centro. Llego a la esquina de Meizner Landstrasse donde comienza este mundo salvaje de perdición humana.
Encuentro aquí un grupo de farmacodependientes inyectándose. Paso junto a ellos y observo como uno le hace el torniquete a otro, la vena se brota quedando perfecta para inyectar y de inmediato viene el pinchazo. Por su aspecto traen a cuestas el viaje de la noche anterior. Repentinamente la vuelvo a ver; es ella, Lucy sentada en el suelo. Tiene las mangas del buzo remangadas dejando ver sus muñecas con pinchazos. Lleva puesta la misma ropa de hace un par de días y el maquillaje alrededor de sus ojos corrido y desdibujado. Está con el cabello revuelto y luce temblorosa, como si sufriera una especie de fiebre tropical pero en esta selva de cemento. Me sitúo a cierta distancia para observar toda la acción. Se levanta desorientada, mira para un lado y para el otro, se rasca la cabeza y vuelve a su lugar.
Una imagen que me permite dimensionar, a través de su desamparo, el deterioro de la sociedad. Lucy encarna la versión más reciente de Cristina F la célebre protagonista del libro Los Niños de la estación del zoo (Wir Kínder vom bahnhof zoo) convertida posteriormente en una obra cinematográfica de culto y que puso sobre la mesa la discusión sobre el abuso de las drogas; una historia real sobre el viaje de una adolescente por el infierno de la heroína y la prostitución en la Berlín de la década de los 70.
Tal y como sucedió con Cristina F, puedo ver a Lucy en su profunda desesperación intentando sobrevivir en este mundo de ilusiones rotas, donde la heroína se convirtió en la tabla de salvación, no solo de ella, sino de todos sus consumidores. Un elixir que les permite escaparse de la realidad para apostarle a una nueva existencia que los devora y les carcome el alma a pasos agigantados. Permanecen aquí, en las calles de esta ciudad industrial y uno de los centros económicos más importantes de Europa, totalmente excluidos y fuera del sistema, viviendo un mundo marginal al que pertenecen sin saber cómo tomar un camino de regreso.
Lado A
Es sábado, son las 12 del día y estoy frente a la estación de Konstablerwache en pleno centro de Fráncfort, donde hay un espacio ideal para alimentar el alma. Como es costumbre cada ocho días se instala el Wochenmarkt; un mercado popular donde se encuentran gran variedad de productos frescos del campo y preparaciones típicas. Venta de frutas y verduras regionales, todo tipo de lácteos, productos cárnicos, embutidos y también panadería alemana reconocida mundialmente por su excelente calidad.
Estar en este lugar es la mejor manera para ausentarme de la otra realidad que había observado durante días: calles de olor a crack que por momentos sentí como devoraban mi alma. Aquí se respira un nuevo aire y se siente el gusto por la existencia. Un cambio de escenografía y de atmósfera necesario para comprender aún más esta ciudad.
En las carpas de comidas suenan los brindis, las risas y animadas conversaciones. Veo grupos de amigos, parejas y familias festejando la vida. Una alegría contagiosa que invita a hacer parte de la celebración. En una pizarra y escrito con tiza se lee copa de suavignon blanc, riesling, gluhwein (vino caliente) o apfelwein (tradicional vino de manzana) a 3 euros, salchichas alemanas bratwurst, rinswurst y currywurst a 3.50. Pido una bratwurst con papás a la francesa y una copa de suavignon blanc, me tomo un sorbo de este elixir de vida y soy feliz.
Calles de moda
Camino por la Zeil una calle peatonal donde se encuentran famosas tiendas de ropa y grandes centros comerciales, restaurantes y cafés. Es la vía comercial más transitada del centro urbano donde la migración es visible; es una ciudad cosmopólita que ha acogido un número considerable de migrantes: población afro y turca quienes en muchos casos se han integrado a la sociedad, hablan el idioma y tienen descendencia alemana. En medio de la gente observo diferentes artistas urbanos; músicos, malabaristas y pintores entre otros, que muestran sus habilidades bajo la mirada curiosa de los transeúntes.
Mientras avanzo entre la multitud, el sonido melodioso y suave de un piano magistralmente interpretado armoniza el ambiente. Suena Children de Robert Miles, que en el año 96 se convirtió en uno de los temas más emblemáticos de la música electrónica. Me apoyo en un muro a escasos metros del músico y me detengo a escuchar esta profunda melodía cuyo video en blanco y negro es protagonizado por un niño que observa, desde la ventanilla de un automóvil, un mundo gris y lluvioso. Por primera vez, desde que llegué a Fráncfort y vi aquellos seres ahogándose en un pantano de ilusiones muertas, permití que todo ese maremágnum de emociones saliera de mí y pude dejar que las lágrimas fluyeran con tranquilidad.
La energía sonora me lleva un poco más adelante al Museo de Música Electrónica Moderna (MOMEM), el primer y único espacio dedicado a este género musical en el mundo y que tiene aquí en Fráncfort su escenario. Ubicado en una planta baja que forma una plazoleta, el museo está dedicado a un movimiento cultural que nació en Alemania y ha inspirado a miles de personas alrededor del mundo. En sus parlantes ubicados estratégicamente en la parte de afuera se escuchan los beats que invitan a entrar en este universo musical que refleja el espíritu íntimo de esta ciudad.
Del casco antiguo a los rascacielos modernos
Fráncfort es una ciudad plana y densa ideal para explorar a pie y descubrir sus diferentes facetas. Me encuentro en Altstadt, la ciudad vieja, una zona donde los edificios de la Edad Media y el Renacimiento dan vida a un escenario histórico reconstruido y replicado que desde el 2018 revitalizó un área destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
Aquí en la plaza Römerberg, corazón del casco antiguo e importante punto de encuentro, se realizan los grandes festejos de esta urbe. Durante la Navidad se instala su tradicional mercado navideño y se celebran los títulos de su equipo local, el Eintrach Frankfurt. Está rodeada por construcciones típicas alemanas, con entramados de madera y aspecto medieval entre las que están la iglesia de San Nicolás (Alte Nikolaikirche) y el Ayuntamiento (Römer). En los edificios alrededor de la plaza hay tiendas de suvenires, cafés y museos. Entro a uno de los negocios por algún recuerdo; pocillos, imanes para la nevera, camisetas, banderas y entre los muchos objetos que hay, elijo una bufanda del Eintrach con el escudo de un águila bordado y franjas negras y rojas, una de mis combinaciones cromáticas favoritas. La compro y agradezco a la ciudad por hacer visible para mí este hermoso regalo.
Mainhattan
De la zona antigua a la parte moderna hay tan solo algunas cuadras. De su horizonte diseñado para ser visto a la distancia, emergen edificios que se alzan con su innegable presencia dibujando un skyline que es apreciado por ser su más representativo símbolo de prosperidad. El panorama urbano de Fráncfort es tan imponente que sus habitantes le llaman Mainhattan, producto de la combinación del nombre de su río Main con Manhattan, un perfil que recuerda a Nueva York y que representa la única ciudad alemana con rascacielos cuya altura promedio supera los 150 metros de altura. Una metrópolis de acero y cristal donde se concentran sinnúmero de entidades bancarias, empresas internacionales y elegantes plantas de oficinas.
Una pareja me pide que le tome una foto. Se paran frente a mí mientras encuadro la silueta de los edificios y sus estructuras más vistosas: la Commerzbank Tower de Norman Foster que con 259 metros de altura es la torre más alta de la ciudad, la Messeturm, la Main Tower y la Westend Tower, entre otras. La chica se acomoda el cabello y los lentes de sol, junto a su pareja posan sonrientes y clic.
Frankfurt night life
Me gusta conocer la vida nocturna de las ciudades porque es un buen termómetro para ver lo que no es evidente. Su ambiente underground, donde está la vanguardia, los sonidos que marcan el ritmo de la ciudad, la moda y sus protagonistas.
Camino una zona industrial cercana al río Main y descubro Tanzhaus West, uno de los clubes de música electrónica más representativos de esta urbe. En la parte de afuera un afiche a full color del colectivo Dora Brilliant anuncia un cartel de DJS mujeres, quienes darán el tono a la noche de hoy.
Una vez paso el filtro me sumerjo en su interior. Hay tres ambientes: un pequeño lounge donde suenan suaves beats de música electrónica, decorado con muebles de terciopelo color lila y en su techo una inmensa esfera de discoteca que dibuja en las paredes sus destellos, el ambiente house de estructura industrial donde se escuchan exquisitas y melodiosas armonías del deep y su salón principal, de techos altos y concreto a la vista, donde luces roboscópicas verdes, azules y rojas vienen y van al ritmo del techno. En este club los estimulantes son otros: música, luces y color, al igual que las drogas también son otras: LSD y éxtasis principalmente. A pesar de que la publicidad anuncia una fiesta a todo color, el ambiente es oscuro como el infierno pero resplandeciente como el neón. Entro en la sala principal y camino entre una multitud sumergida en un profundo viaje mental. Siento como mi corazón late al ritmo del techno pum, pum, pum y me dejo ir en las profundidades de la música perdiéndome entre sus beats. Aunque en este lugar la miseria humana no es evidente, puedo ver y sentir la esencia de una ciudad salvaje.
Pensamientos al atardecer
Al caer la tarde, salgo al río Main y recorro su ribera con los rascacielos como telón de fondo de lo que parece una estampa neoyorkina. Bicis que vienen y van, grupos de amigos, parejas, gente solitaria y algunos deportistas transitan la zona. Es el lugar perfecto para dar un paseo, tomar aire y despejar la mente.
Me detengo en las barandas del Eiserner Steg, un puente peatonal de hierro sobre el río para observar el naranja vivo del atardecer. El lugar está muy concurrido por quienes vienen a ver la puesta del sol y tomar fotos. Cierro los ojos por un momento y escucho sus voces, los abro y la imagen que observo parece la de un inmenso horizonte que arde en llamas. Estoy aquí y ahora, en una ciudad tolerante que invita a pensar lo urbano desde los márgenes, donde cada quien dibuja su cielo o su infierno con la pintura que quiera a su antojo.
*Periodista - @tomalaruta.75
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