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San Agustín, Huila: historia, parque y qué hacer en el municipio arqueológico de Colombia

En el corazón arqueológico del Huila, un pueblo intenta equilibrar la sombra de una historia inmensa con el brillo frágil de su presente: un tejido de oficios, sabores y música que lucha por no quedar eclipsado por las estatuas que lo hicieron famoso.

Mariana Álvarez Barrero

27 de noviembre de 2025 - 04:00 p. m.
Lo que se sabe se adivina en la piedra: dientes que significan sabiduría, ojos que revelan plantas sagradas, serpientes que los chamanes sostienen para llamar al agua.
Foto: Mariana Álvarez Barrero
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A San Agustín se entra como quien atraviesa un recuerdo que aún no le pertenece. El aire trae ritmo de chirimía antes de que los músicos aparezcan, y el olor a café tostado sube desde las casas que se asoman entre las montañas.

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Con el sombrero de pindó bien ajustado y el viento intentando llevárselo, se entiende rápido que este lugar no se visita, se absorbe. Aquí los días se viven entre dos pulsos: el antiguo, que retumba bajo tierra, y el presente, que ríe en la plaza.

El pueblo descansa justo donde dos cordilleras se encuentran para dar origen al Magdalena. Sin embargo, nadie parece sobredimensionar ese privilegio geográfico. Lo dicen con una naturalidad que desconcierta: “por ahí arriba nace el río”, como si señalaran una quebrada cualquiera.

Pero al caminar por sus mesetas se siente la vibración del agua recién nacida, como si la montaña respirara profundo antes de dejarla correr. Quizá esa mezcla de grandeza y humildad es lo que define a San Agustín: todo es extraordinario y, al mismo tiempo, cotidiano.

La plaza de mercado es el primer escenario donde el presente se hace dueño del día. La mañana empieza entre frutas abiertas, cuchillos brillantes y un coro de voces que se saludan por nombre. Dora, que lleva un collar de Miyuki con colores que parecen sacados del amanecer, regala granadillas sin pensarlo dos veces. “Para endulzar el camino”, dice. No lo hace como un gesto especial, sino como parte del orden natural del mundo: se ofrece lo que se tiene, se comparte lo que se cultiva.

A unos metros, la chirimía irrumpe con un ritmo que podría levantar hasta a los santos de la iglesia. Es uno de los dos grupos que quedan en el pueblo, pero no se percibe nostalgia en su música. Se toca con alegría, con terquedad, con la energía de las tradiciones que se niegan a desaparecer. Aquí la memoria no se archiva, se toca, se canta y se baila.

La vida continúa entre puestos de yuca, hierbas medicinales y artesanías colgadas en hileras. En la iglesia, acogedora y solemne, las figuras católicas conviven con rostros tallados que estaban mucho antes de cualquier cruz. Los visitantes se sorprenden, mientras los habitantes lo ven como lo más lógico del mundo. En este territorio cabe todo, lo que trajeron los misioneros y lo que surgió de la montaña antes de que existieran fronteras.

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El eco de lo antiguo

Más arriba, lejos del bullicio, la voz del pasado se escucha de otro modo. En el Parque Arqueológico, las estatuas aparecen entre árboles como guardianes silenciosos que llevan siglos ahí, observando el paso del tiempo sin inmutarse.

No hay carteles que lo expliquen todo ni certezas firmes sobre quiénes las tallaron. Lo que se sabe es lo que cuentan su gente y quienes estudian sin descanso: dientes que hablan de sabiduría, ojos que revelan plantas sagradas, serpientes que los chamanes alzaban para pedir agua. Algunas figuras parecen a punto de deshacerse, como si la piedra quisiera regresar a su estado original, otras conservan su gesto intacto. Entre todas se intuye que este no era un territorio aislado, sino un centro vivo donde distintos pueblos compartían más que objetos, compartían formas de entender el mundo.

La vida continúa

Mientras el visitante se asombra ante esas figuras, la vida actual recuerda que San Agustín no se quedó detenido en el pasado. A un costado del parque arqueológico, en el Alto de Lavapiés, abuelo, padre e hijo, sirven asado huilense con la coordinación de quienes han hecho de la cocina una herencia.

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El aroma de las brasas sube mezclado con el viento, y por un instante da la impresión de que la comida podría haber existido igual hace cien años o hace veinte minutos.

En los talleres del pueblo, la piedra renace en manos como las de don Julián Rojas, que talla lavamanos, estatuillas y piezas que viajan a hoteles y casas de toda la región. Trabaja con la misma herramienta de su adolescencia y con una serenidad que se confunde con devoción.

Y en esta misma tierra donde la piedra habla, también lo hace la fibra. Las tejedoras convierten hojas de plátano en tejidos resistentes, teñidos con colores nacidos de la naturaleza: rojo de achiote, verde de plantas recién cortadas, amarillo de raíces que guardan un sol antiguo y el marrón profundo del café recién molido, ese tono que parece llevar consigo el aroma de todo el pueblo.

El territorio también se descubre con los pies. En una finca cercana, el ritual “a pie limpio” invita a caminar sobre arena del Magdalena, piedra húmeda, barro espeso y un chorro helado que despierta a cualquiera. No es un acto turístico para fotos, es una manera de volver a sentir el cuerpo en contacto con la tierra, de escuchar cómo cada textura dice algo distinto. Al final, una jarra de jugo de caña espera como recompensa, dulce y ligera, como si guardara la serenidad de su gente.

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En La Chaquira, el Magdalena cae con fuerza mientras las piedras talladas observan un horizonte que ha cambiado mil veces. Las montañas alrededor parecen abrirse para dejar pasar la luz. Y más adelante, en el Estrecho, el río se reduce hasta convertirse en un hilo profundo que corta la roca con determinación. El sonido retumba, y permite entender por qué las antiguas comunidades pedían señales al agua, pues aquí, el río responde.

Cuando llega la noche, San Agustín baja su volumen sin perder su calidez. En una mesa común se sirve sopa de achira, espesa y tibia, mientras los empresarios locales conversan sobre el futuro del pueblo. Hablan de turismo responsable, de proteger las tradiciones, de mostrar que hay mucho más que estatuas. Lo dicen con un brillo que no es ambición, sino orgullo.

Porque, al final, lo que conmueve de San Agustín no es solo la historia enterrada, sino la que sigue viva, la que se respira en una taza de café ofrecida sin pedir nada a cambio, en el sonido de una chirimía que se niega a callar, en las manos que tallan, cocinan, siembran e invitan. La historia que no necesita museos porque camina por las calles.

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Y cuando llega el momento de partir, el pueblo no parece despedirse. Se queda quieto, como si supiera que sus visitantes regresarán. Porque San Agustín no termina cuando se deja atrás: sigue sonando, sigue oliendo, sigue latiendo. Sigue respirando. Y uno, inevitablemente, quiere volver a respirar con él.

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Por Mariana Álvarez Barrero

Periodista de la Universidad del Rosario. Apasionada por la agenda global, la literatura y la economía. Además, presentadora de Moneygamia, formato audiovisual de finanzas fáciles de El Espectador.malvarez@elespectador.com

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