Detrás de una versión reggae de Campanas de Belén, el tradicional villancico que interpreta un hombre de largas rastas al ritmo de un cajón peruano, suena el timbre. El dedo delgado de Daniel Benavides*, con señales que evidencian años de labores de cultivo, espera a que este suene unos segundos. Del portón café que encierra la casona blanca aparece Brayan Espinosa, fundador de Casa Orquídea. Detrás de él, Ramón, un bulldog inglés. Es 23 de diciembre y en este lugar, ubicado entre árboles en la calle 61 con carrera 11, están a punto de suceder una serie de encuentros en vísperas de Navidad.
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Nada aquí se parece a las cuadras atestadas de San Victorino ni a las compras de última hora. Tampoco a la tradicional novena de aguinaldos que reúne familias alrededor del pesebre, las oraciones y los gozos. Entre los pasillos de madera del nuevo club cannábico, los asistentes escriben otro capítulo en la historia de las tradiciones navideñas: se trata del mismo ritual, pero alrededor de una planta psicotrópica y otra comunidad.
—Aquí queremos salir de la clandestinidad—, dice Espinosa.
Las “ovejas verdes”
Son las 4:20 p.m., la hora simbólica en la que empiezan a llegar los asistentes. Aunque Casa Orquídea funciona bajo el modelo de club, con ingreso limitado y procesos de membresía, este 23 de diciembre la casa abrió sus puertas al público con entrada libre a partir de dicha hora. “No es solo venir a fumar, es venir a entender lo que se consume”, explica Brayan, quien define el lugar como una “casa de vida, un espacio de encuentro, trabajo, pedagogía y cultura”.
Él mismo se reconoce como un “Sanacura 420″. “Somos una fundación dedicada a la expansión de aulas vivas. Lo que buscamos es generar conciencia educativa en torno al uso responsable del cannabis de carácter adulto, tanto medicinal como recreativo. En mi visión, lo recreativo también es medicinal y es necesario”, dice mientras camina al lado de Ramón.
Daniel, el cultivador que acaba de llegar, cruza pasillos de madera adornados con luces decembrinas, pasa al lado de las escaleras que guían a los espacios de coworking de la casa, y llega a una sala con un tocadiscos antiguo para finalmente salir al patio central, dispuesto para la ocasión: frascos de vidrio, lupas, microscopios, flores recién curadas, instrumentos para los villancicos reggae. Aquí la novena existe, pero las reglas cambian. “El que no canta, no fuma”, repiten.
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Aunque hay buñuelo y natilla, aquí no se amasan ni se fríen. En su lugar, se arman cigarrillos verdes y se comparten saberes. Es la primera novena de este tipo abierta al público, aunque varios asistentes recuerdan celebraciones similares en años anteriores, realizadas de forma privada, casi secreta, incluso mientras algunos colectivos se vinculaban a campañas de reducción de riesgos.
Casa Orquídea es uno de los (al menos) 17 espacios creados, según estimado de la Federación de Clubes Cannábicos, que hoy funcionan en Bogotá con aspiraciones de convertirse en clubes cannábicos formales. Todos operan en una zona gris de la normativa: se puede sembrar, pero no vender; portar, pero no consumir en cualquier lugar. Un vacío legal que ha llevado a estos espacios a organizarse mientras esperan regulación.
No es casual que todo comience a las 4:20 p. m. Para los consumidores, esta hora se asocia desde hace décadas al ritual de fumar. La historia popular ubica el origen del término en los años setenta, cuando un grupo de adolescentes de California, conocidos como “Los Waldos”, se reunía a esa hora para buscar un cultivo abandonado. Con el tiempo, el número se convirtió en símbolo global de la cultura cannábica. Precisamente, la congregación en torno al cultivo, es lo que caracteriza la novena de hoy.
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“La novena fumable nace porque los cannábicos también tenemos derecho a disfrutar la Navidad. Somos las ovejas verdes de la familia y también tenemos derecho al encuentro, al gozo y a la dicha”, dice Brayan Espinosa. “Este espacio fue para convocarnos, para festejar desde lo que somos”.
Durante la novena se cantaron villancicos tradicionales, pero con letras modificadas, referencias a la planta y guiños a la cultura cannábica. Entre canción y canción, se compartieron experiencias de cultivo, consumo responsable y usos medicinales, ampliando conexiones entre cultivadores con visiones distintas, pero una misma idea: coexistir sin esconderse o ser estigmatizados.
Flores al centro del ritual
El reggae antiguo se cuela entre nubes de humo. Ritmos roots acompañan la escena mientras suena I Love Jah (Mungo’s Hi Fi, Ranking Joe). Las flores, el producto que ansía convertirse en un personaje principal del negocio del cannabis, son eje central, no solo por ser la parte de la planta que se fuma o se aprovecha para convertir en aceites y extractos medicinales sin efectos psicoactivos, sino también por ser casi sagrada entre los cultivadores. La visión artesanal del crecimiento de la planta ha reforzado, entre otras, la idea de hacerle el quite el mercado ilegal.
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Por ejemplo, Brayan cuenta que ha ganado copas de cultivo en las que la máxima calidad es la principal medida, espacios que también reivindican la calidad de las flores que esperan ganar terreno en Bogotá. Daniel, por su parte, no cree en las copas y presume, de mano en mano, sus frascos con diversas cepas de color morado, verde y naranja. “Yo no cultivo para competir en copas ni para ganarme medallas. Cultivo de forma artesanal, con tiempo y cuidado, porque la planta se siente. Esto no es una vitrina, es un oficio y una relación que se construye con respeto”.
Se comparan aromas, se observan tricomas (pelos o filamentos de las flores) al microscopio y se discuten técnicas de cultivo.
Desde octubre de este año, las flores de cannabis cobraron mayor relevancia cuando el Gobierno nacional, a través del Decreto 1138 de 2025, autorizó su uso dentro del marco del cannabis medicinal, permitiendo su comercialización bajo prescripción médica. Aunque el anuncio fue celebrado por activistas y cultivadores, también abrió nuevas discusiones sobre acceso real, regulación, evidencia científica y mercado.
Daniel saca de su maleta otros derivados de sus plantas cultivadas en la Sabana de Bogotá. “Son 100 % rolas”. Dice que sueña con que algún día a los cultivadores de cannabis se les vea como hoy se ve a los de papa o café. Sobre su recorrido, añade que todo empezó mirando las plantas que un vecino exhibía en el balcón. “Un viejo cultivador me enseñó todo lo que tenía que saber”, dice. Para él, el camino no espera al Congreso: “Esto toca legalizarlo uno mismo, con conocimiento y cuidado”.
A la novena también asistió Manuel Sandoval, presidente de la Federación Nacional de Clubes Cannábicos y fundador de Pharmacy Cannabis, la primera droguería cannábica avalada por la Secretaría de Salud en Bogotá. Su acercamiento al cannabis está ligado a su hija, diagnosticada con epilepsia refractaria, una experiencia que convirtió el debate en una cuestión cotidiana y no solo política.
El interés económico alrededor de la flor cannabis crece, incluso cuando recientes estudios han cuestionado la solidez de la evidencia científica que respalda muchos de los beneficios atribuidos a la planta. Daniel responde sin dudar: “Los pacientes hablan por sí solos. Ellos saben cuándo una flor es cuidada artesanalmente”.
Según datos de SaluData, solo en 2025 Bogotá ya supera los 10.000 casos notificados de consumo de sustancias psicoactivas, con una concentración mayoritaria en población adulta y joven. La mayoría de los consumos ocurre en viviendas, no en el espacio público, un dato que suele quedar fuera del debate político.
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La novena termina sin pesebre, pero con conversación. No hay Niño Dios, pero sí flores. En esta casa de Chapinero, la Navidad se celebró desde otro ritual, uno que no pide permiso para existir.
*El nombre de este personaje pidió ser cambiado para proteger la identidad del entrevistado.
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