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Opinión: Bogotá desde el mirador de la Torre Colpatria

Me propuse hacer, desde las alturas, un paneo de Bogotá, reconociendo las características urbanísticas de cada zona y sus habitantes.

Alberto López de Mesa
08 de julio de 2022 - 04:27 p. m.
Opinión Alberto López de Mesa : Bogotá desde el mirador de la Torre Colpatria.
Opinión Alberto López de Mesa : Bogotá desde el mirador de la Torre Colpatria.
Foto: Cortesía

Parientes de turismo en Bogotá me invitaron a subir al mirador del icónico edificio Colpatria. Aconsejados por el botones del hotel, subiríamos en el turno de sábado a las 11.

Llegamos media hora antes y en lobby del edificio ya había gente haciendo cola en dos taquillas para alcanzar boletas para ese turno. Cada dos horas sube un grupo de máximo 50 personas, de suerte alcanzamos a subir en ese turno.

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Los guías ofrecen y explican las dos rutas de ascenso hasta el mirador en el piso 48. Para jóvenes, deportistas o cualquiera sin afecciones cardíacas o respiratorias, pueden trepar a pie los 1750 peldaños de la escalera; para la gente mayor o quienes prefieran subir sin esfuerzo, el edificio tiene trece ascensores con servicio hasta el piso 46. Por supuesto, yo opté por tomar un ascensor.

Diré que no logro asumir el rol de turista. En cualquier lugar del mundo se atavían y se comportan de igual modo, como si fueran una misma especie. Obviamente, la subida al mirador es una excursión turística con guías que, además, son salvavidas y paramédicos, pues -según advierten- una torre tan alta está expuesta a contingencias atmosféricas, telúricas, incluso a ataques terroristas. Además, la altura nos afecta a cada cual de una u otra manera.

Los ascensores llegan hasta el piso 46 y desde ahí subimos dos pisos tras los guías que proponen rutinas aeróbicas para mantenernos reunidos mientras llegan los que suben por las escaleras. No soporto esas dinámicas, tampoco iba a esperar a que me dijeran cómo apreciar la panorámica con la ‘carreta’ de la corporación de turismo. Disimuladamente y con el pretexto de tomarme un café en el Juan Valdés, me separé del redil turismero y me gocé a mi modo la panorámica de Bogotá a 196 metros de altura.

Me propuse hacer un paneo de 360 grados recorriendo la baranda del mirador, en el sentido de las manecillas del reloj, empezando la observación en el cerro de Monserrate; por cierto, vi como las universidades cuyos predios estaban en el pie de monte se han ido trepando en la ladera. De ese lado, se aprecia La Candelaria, en la zona histórica y en los barrios iniciales, la retícula de callejuelas trazadas al modo damero por los colonos urbanistas españoles, y los techumbres en tejas de arcilla roja hablan por si solos de la arquitectura y de los habitantes originales.

El centro, desde arriba se ve tan caótico como a ras de piso, no llega el bullicio de motores y pregoneros con altoparlantes, ni se distinguen los colorinches de avisos y vitrinas del comercio, pero si se ve el vaho de la polución, la maraña de redes eléctricas, el enredijo de pelos entre postes y alcanzo a escuchar el acezar de las gentes en trajín de rebusque.

De ese lado la carrera Séptima quedó hasta donde hizo historia, hacia el sur la ciudad va con la carrera 10, la Avenida Caracas y más abajo con la carrera 30. Se vuelve intrincada la geometría de las calles y las manzanas, como loteo a la ropa tolondra en espontáneo urbanismo de migrantes foráneos. Desde lo alto, admiré más la intrépida arquitectura de los barrios de invasión, cuyas casas construidas en pendientes vertiginosas, casi acantilados, son un reto para constructores e ingenieros de academia.

Bogotá al costado sur acoge gentes de todas las regiones del país. Aún con visión panóptica desde lo alto creo reconocer, por los colores de las casas o por el paraje que eligieron, cual barrio es de migrantes del Pacífico, cual de costeños del Atlántico, cual de antioqueños cafeteros, cual de indígenas, cuales son de santandereanos y llaneros.

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Le oí decir al escritor Mario Mendoza que en el Distrito Capital desde la Avenida Jiménez hacia el sur no hay ni una sola librería. Yo agrego que las veces que he recorrido barrios de las localidades Rafael Uribe Uribe, Ciudad Bolívar y Usme conocí gente con mucha plata, comerciantes, empresarios, gente honrada, pero con alma de pueblo, “ricos pobres”.

Cuando apunté la mirada al occidente, dejé de poner mi atención en la ciudad, porque en el horizonte el sol de mediodía despejaba el cielo y surgieron, como criaturas espectrales, los tres nevados: Ruíz, Tolima y Huila.

– ¡Maravilla en pleno día! –, exclamé y una chica guía llamó al grupo hacia ese lado. Enseguida apuntaron cámaras, celulares y acribillaron a fotazos las tres cumbres nevadas.

Seguí oteando la ciudad ahora hacia el norte. Las localidades de Chapinero, Usaquén y Suba. Otro cuento, de ese lado, brillos de modernidad lucen la urbe. La carrera Séptima hacia el norte tiene en sus laderas tramos ostentosos, los urbanizadores cada vez muerden más los cerros orientales.

Por tradición, las familias de clase alta, al mismo ritmo del desarrollo, se alejaban del tumulto, ubicando sus mansiones en tranquilos y bellos parajes al norte: primero en haciendas de Chapinero, luego el Chicó, Santa Bárbara, los Rosales, a otros ricachos les atrajo las lomas de Suba, y entre unos y otros los urbanizadores satisficieron la demanda de vivienda de la clase media que logró notorio ascenso social.

Desde la torre lo veo, caserones entre bosques frondosos y cerca a edificio de algún lujo y conjuntos residenciales, emulando privilegios de los verdaderamente ricos. Pero también el costado norte es diverso. La ciudad es un organismo vivo y por lo mismo en su desarrollo son más los imprevistos que lo planeado. Diré que en mis recorridos por los barrios norteños conocí pobretones calando de ricos a costa de endeudarse hasta los tuétanos.

Me gustó cómo se ve Bogotá desde el mirador del Colpatria. La próxima vez subiré de noche.

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