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Los ya legendarios acuerdos de Kioto, de Río de Janeiro y de París, en el que las naciones industrializadas del primer mundo, a regañadientes, se comprometían al menos a reducir la emisión de gases de efecto invernadero, no así a remplazar con urgencia el uso de combustibles fósiles por energías limpias, en realidad ha sido una demagogia diplomática, porque el negocio de la gasolina y el diesel sigue en primer orden como combustibles para la movilidad mundial; lo mismo la calefacción con gas en todos los países del hemisferio con inviernos severos. En realidad los vehículos eléctricos aún no complacen la demanda principal en el mercado del automóvil y, por ejemplo, aquí en Bogotá Distrito Capital, la movilidad pública en el POT está concebida a varias décadas para que sea en Transmilenio, es decir con base en el diesel.
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Sumémosle a eso, la producción de tantos productos de uso básico o de uso suntuario, fabricados con sintéticos derivados del petróleo, eso para no hablar del contaminante plástico de un solo uso que pese a las drásticas sanciones sigue existiendo y malogrado la fauna de mares y bosques.
La Sociedad de Consumo no disimula su indolencia con el planeta, y esto se ve en todos las vertientes del mercado: los constructores exigen la destrucción de cerros explotando sin agüero canteras de arena, de cemento, de cal, de arcilla y así mismo la extracción de grandes cantidades de hierro, de cobre y de aluminio. El progreso de las ciudades siempre implica la muerte de varias montañas.
Es triste ver como se han ido apropiando de las selvas, los ganaderos, se toman los rastrojos que dejan los espontáneos incendios forestales o quién saben si ellos mismos los provocan. Con la misma saña llegan las multinacionales de la minería aurífera, cuyos métodos non santos terminan por afectar no sólo los bosques, sino las aguas. Junto a esto, para mayor tragedia de las selvas, están los traficantes de pieles y de fauna silvestre, los codiciosos desaforados del narcotráfico, talando el bosque nativo para sembrar sus “hierbas del mal”.
Montañas de desechos no biodegradables llegan a las cuencas de los ríos, a las playas y al fondo del mar. Para ello las leyes que obliguen el reciclaje son escasas, tampoco existe una educación para que el manejo de la basura sea racional, que al menos constituya una ética o una corresponsabilidad con los que nos brinda la naturaleza.
Si, ya se que estoy repitiendo la realidad apocalíptica que padecemos, el asunto es que las alternativas favorables que ni siquiera son soluciones rotundas sino meras mitigaciones, están quedando en manos de decisiones políticas, esto es efusivas en campañas y lerdas en la gobernabilidad.
Al lado del ambientalismo proselitista están las propuestas místicas de los veganos: “que si la humanidad deja de consumir carne se reducirían en un 80% los males planetarios”. Otros dicen que Albert Einstein lo había advertido: “la humanidad volverá a la prehistoria” y proponen una vida rupestre, habitar y vivir como organismos integrados a los ecosistemas, como si fuera posible que la humanidad actual pudiera prescindir del confort, de la velocidad, de los lujos y la vida exquisita.
Desde siempre las comunidades indígenas son las oficiantes del amor y el cuidado de su naturaleza oriunda, ellos con una conciencia atávica de las relaciones holísticas entre los seres naturales alertan en vano sobre la depredación consciente e inconsciente de la presencia de las hordas mestizas y/o foráneas en sus territorios ancestrales. Digo que son vanas las advertencias indígenas porque su criterio nunca es prioritario para la ampulosa ambición de los negociantes.
Lo cierto es que el desarrollo desde la concepción del capitalismo, donde la regulación ambiental la determina el mercado y no una cultura ecológica, debe ajustarse en pro de detener la fatalidad climática.
Desafortunadamente está en manos de las grandes industrias el moderar el desarrollo depredador. Al respecto de la protección del planeta, la voz de los ambientalistas siempre se oirá como un ideal romántico, son las naciones industrializadas las que tienen la última palabra ante el clamor de la vida en el planeta Tierra.
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