Silenciosos, concentrados, con la vista al frente y casi sin parpadear: así, como robots, suelen ver los usuarios de Transmilenio a los conductores de los 1.929 articulados y biarticulados que circulan por las troncales de la ciudad. Pero cada uno de ellos guarda en la memoria más que una ruta: es la historia de Bogotá, su desarrollo, su evolución y las fisuras cada vez más visibles de la cultura ciudadana.
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Roberto Mora es uno de esos conductores. Y no uno cualquiera. Es uno de los más antiguos. De sus 52 años de vida, 22 los ha pasado al frente del volante. Llegó en agosto de 2001, cuando los buses rojos todavía olían a nuevo y la capital empezaba a intuir que este sistema recién nacido iba a cambiarle el ritmo a la ciudad
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Lo convocaron a un proceso de selección, abierto para quienes manejaran vehículos grandes y él, que venía de una familia donde el volante era casi herencia, no lo dudó. Su primo manejaba tractomula y, desde joven, él había aprendido a mover carros que imponían respeto. Aunque un articulado no lo intimidaba, sabía que era otra categoría de responsabilidad.
El primer día vivió una mezcla de sensaciones: el orgullo de tomar el volante de un vehículo que, para la época, era lo más moderno del transporte público en Bogotá, y miedo de conducir un bus de casi 20 metros, lleno de gente. Desde entonces entendió que la responsabilidad que asumía no tenía comparación. “Ese tacto con las puertas, ese cuidado para no golpear a los usuarios… eso era otra cosa”, recuerda.
Todo era novedoso. El tamaño del bus, la tecnología, la forma de manejarlo. “Esta responsabilidad sí imponía respeto”, cuenta. Lo primero que lo deslumbró fueron las puertas automáticas, que debía abrir y cerrar con precisión. Luego, ser consciente de que no solo transportaba personas, sino que ayudaba a mover a una ciudad entera.
Del grupo de conductores con el que ingresó, hoy solo tiene rastro de uno persona que aún sigue en el sistema, por lo que podría decirse que es uno de los conductores más antiguos. El resto pasaron a otras empresas, otros se volvieron independientes y algunos simplemente se diluyeron entre los cambios, y en la pandemia, que borró a muchos del mapa laboral. Él se quedó, como quien reconoce una ruta que terminó siendo más suya que de nadie.
Los cambios del sistema vistos desde el volante
Cuando Roberto piensa en estos 22 años, lo primero que le llega a la cabeza es la transformación del sistema. Cuando empezó, no había cámaras, ni unidad lógica, esa pantalla que hoy le muestra al conductor cada parada, los tiempos de llegada y cualquier novedad de la ruta. Los operadores cargaban papelitos doblados con la lista de paradas y confiaban más en la memoria y en el pulso del recorrido, que en la tecnología.
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La cabina se convirtió poco a poco en un pequeño centro de control. Llegaron los mensajes del centro de operaciones; la unidad lógica que marca tiempos y paradas, y las nuevas flotas: primero de dos vagones, luego de tres, más largas y exigentes. Después llegaron las cámaras.
Hoy tiene al menos tres apuntándole: una frente a la cabina, otra desde arriba, otra hacia el pasillo. Cualquier gesto o distracción queda registrado. El celular está prácticamente prohibido: si lo ven, hay sanción. Si excede los 30 km/h en zonas de control, el sistema lo detecta y la novedad llega a la empresa. Incluso, el sueño está vigilado: la cámara detecta parpadeos lentos o cabeceos.
“Antes era más sencillo en unas cosas, pero más complejo en otras —dice—. Tocaba estar más despierto, más atento a todo… y hoy, las cámaras pueden salvarlo o hundirlo a uno. Esa vigilancia tiene un lado bueno (seguridad, evidencias), pero también suma presión a un trabajo donde ya carga uno sobre el hombro la vida de 200 o 300 personas.
La forma de comunicarse también cambió
Con el tiempo, entre los operadores nació un lenguaje propio: gestos rápidos entre cabinas para decirse cosas simples: “¿a qué horas terminas?”, “¿vas para patio?”, “¿tinto después?”, mientras los buses coinciden en un semáforo. Desde afuera puede parecer extraño, pero para ellos es una forma de hacerse compañía en un oficio en el que, a veces, se sienten muy solos.
Entre 2004 y 2006, por ejemplo, el canal de comunicación era un radio interno. En fechas como Navidad o Año Nuevo, cuando les tocaba trabajar el 24 o el 31, y estaban lejos de sus familias, podían desearse “feliz año” entre buses, mientras seguían operando. Eran turnos tristes, admite, porque mientras la ciudad celebraba, ellos estaban en patio o manejando. Al menos podían hablarse entre compañeros. Hoy ya ni eso.
Aun así, se adaptó: “Uno no nace aprendido, dice—Todo toca venir acá a aprenderlo”. Para Roberto no solo cambió la tecnología, también la ciudad. Recuerda la Bogotá de comienzos de los 2000 como un lugar donde la gente respetaba el sistema. No había colados, no había vendedores en los buses, no había música a todo volumen. “La gente era más prudente”, cuenta.
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La inseguridad, dice, también dejó marca: antes trabajaba más tranquilo, incluso se bajaba a sacar colados, algo impensable ahora. Hoy va siempre alerta. Y no es solo eso: la policía perdió autoridad en las estaciones, los parlantes a todo volumen, las discusiones, los insultos y los vendedores dentro del bus afectan la operación y, sobre todo, la concentración. La gente anda acelerada, tensionada, presionándolo con un “muévalo, muévalo”, sin saber que él debe respetar límites de velocidad y normas internas.
“Uno les pide que bajen el volumen, porque no se oye la unidad lógica y se enojan. Entonces toca aguantar”. Por eso, para él, la palabra clave es concentración: manejar un articulado es llevar un edificio rodante donde cualquier descuido se multiplica. Un peatón que se atraviesa, un ciclista que aparece de la nada, un bus que se cierra, un pasajero que pierde el equilibrio… todo ocurre en segundos y todo queda grabado.
Si se pasa una estación, hay llamado de atención; si abre donde no debe, hay sanción; si frena brusco, hay quejas; si no frena, puede haber tragedia. “Es preferible un raspón adentro que una muerte afuera”, así resume la ética del oficio. Y aún en medio de todo ese panorama, sigue firme en el volante: “Cada quien maneja su estrés. Yo ya aprendí a dejar pasar las discusiones. Uno no se puede desgastar con cada cosa”. Don Roberto no romantiza el pasado, pero sí reconoce que la ciudad y el sistema cambiaron, y que fue testigo directo de esas transformaciones, año tras año, turno tras turno.
El cansancio también se maneja
Detrás de cada recorrido hay mucho más: pruebas, licencias especiales, semanas de capacitación, madrugadas y turnos que cambian según el día. Nadie sabe si el operador ya comió, si llegó enfermo, si está cansado o si su ánimo pesa más que el volante. Todos ven el bus, pero no lo que hay detrás.
Antes de casarse, Don Roberto salía muchas veces sin desayunar: un tinto y ya. Hoy carga, sobre todo, lo que nadie ve: las madrugadas a las 1:30; la esposa que se levanta con él para prepararle el desayuno; los hijos que lo miran con orgullo; la vida que intenta sostener fuera del articulado. Hubo épocas en las que casi no veía a su familia, pues los turnos se cruzaban y pasaban una semana entera hablándose solo por celular. Por eso ahora defiende el turno de la mañana: le permite llegar temprano, descansar, estar en casa, no sentirse absorbido por el sistema.
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Y es que, al final del día, transportan personas, pero también sueños ajenos en una ciudad que casi nunca mira al conductor. Don Roberto ha vivido épocas en las que las horas extra lo agotaban al límite y otras, como ahora, en las que el sistema no lo deja excederse y él mismo aprendió a cuidarse: dormir mejor, comer un poco más ordenado, hacer ejercicio. Es su manera de mantenerse en la vía sin que el cansancio se convierta en riesgo.
Dos décadas después, dice que se quedó por gusto. Desde niño le fascina manejar y este trabajo, dice, le ha dado un sueldo estable y unas condiciones laborales claras: un oficio que le permitió sostener a su familia sin convertirse en un sacrificio.
En el camino ha vivido historias que no se borran: recuerda con emoción, por ejemplo, la noche en que una mujer dio a luz en la silla detrás de él y el articulado se volvió una sala de parto improvisada, o el día en que, enfermo y agotado, arrancó en un semáforo dormido con los ojos abiertos y terminó empujando, durante un par de minutos, un carro sin entender cómo había llegado a ese punto.
Son momentos que le enseñaron que la verdadera escuela siempre ha estado en la vía. Escenas que, más que asustarlo, le recuerdan la fragilidad del oficio y el peso de la responsabilidad que carga cada vez que enciende el bus. Dice, en términos generales, que ha vivido más cosas buenas que malas. “Me ha ido muy bien. He podido servir a la gente, operar bien los vehículos, dejar en alto la imagen de la empresa”.
Y de las escenas de hoy, las que más lo marcan, no son extraordinarias, sino las del día a día: discusiones breves, imprudencias, tensiones que aparecen y se desvanecen en minutos. “Son escenas que pasan todos los días. Ya uno sabe manejarlas”.
Lo que queda después
Cuando piensa en el futuro se imagina un Transmilenio más moderno: buses eléctricos, que ya empiezan a rodar poco a poco, nuevas troncales y más tecnología. Dice que, si pudiera elegir, terminaría su vida laboral manejando articulado. Siente que para eso está preparado. Su gasolina diaria, asegura, es su familia, y con eso le basta. Resume sus 20 años en una sola palabra y es contundente: gratitud. Por la oportunidad, por la estabilidad, por el oficio. Por haber visto a Bogotá transformarse desde el parabrisas de un articulado que, con él, al volante, recorrió una ciudad distinta cada día.
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