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Ya no hace falta una ráfaga de fusil para saber que la guerra llegó. Basta con escuchar un zumbido agudo, insistente, mecánico. Es el sonido del dron. Y en Colombia, ese sonido ya es sinónimo de miedo.
Un buen aparato se consigue por menos de cinco millones de pesos. La venta es libre para civiles, y cualquier intento de prohibición probablemente solo engrosaría otro mercado ilegal —de esos que ya tenemos demasiados. Los drones son vehículos aéreos no tripulados que pueden volar de forma autónoma gracias a software, sensores y sistemas de navegación. Pequeñas máquinas que no sólo vuelan sino que filman, miden, toman fotografías y recientemente arrojan bombas. No exponen al victimario y generan una buena cantidad de daño a bienes y civiles.
En el mundo están siendo usados para importantes avances y también para causar un gran daño, operando en una zona gris para los Estados en materia de seguridad, pero también con dificultades para su clasificación según el Derecho Internacional Humanitario. Y yo creo que debemos estar auténticamente preocupados.
En los últimos años, actores armados ilegales han incorporado drones y tecnologías comerciales como herramientas bélicas en conflictos irregulares. En particular, en Colombia desde 2020 se ha documentado el uso de drones por parte de disidencias de las FARC, el ELN y grupos del crimen organizado como el Clan del Golfo, tanto para propósitos ofensivos —ataques con explosivos— como para vigilancia estratégica.
Su acceso, al igual que su uso, es global. Se ha pasado de labores de reconocimiento a ataques directos. En varias regiones se habla incluso de “droneros”, un nuevo rol táctico en auge dentro de la guerra irregular. Estos dispositivos permiten causar daño desde el anonimato, con bajo riesgo y alto impacto, en una guerra cada vez más fragmentada, trasnacional y asimétrica.
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El potencial destructivo es tan amplio como accesible. En Michoacán, México, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) empleó drones para lanzar explosivos con químicos tóxicos que causaron afectaciones respiratorias a la población.
En Medio Oriente, ISIS ya había convertido drones civiles en armas letales desde 2016, como se evidenció en la batalla de Mosul. Hezbolá hizo lo mismo en Líbano, combinando drones armados con misiles guiados. No se trata de ciencia militar sofisticada, sino de creatividad bélica con dispositivos disponibles en tiendas. Y en Colombia, también están aprendiendo.
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En la siguiente tabla se resumen los principales casos documentados (2020–2025) por prensa, reportes de inteligencia y observación directa:
En Colombia, los ataques documentados no son aislados. Solo entre mediados de 2023 y 2024, las Fuerzas Militares registraron cerca de 80 ataques con drones ejecutados por el ELN y disidencias de las FARC.
En Tibú, uno de esos artefactos dejó un soldado muerto y seis heridos. En El Tarra, los explosivos lanzados desde el aire mataron animales, destruyeron viviendas y aterrorizaron comunidades enteras. En Cajibío se lanzaron quince granadas en una sola noche. Es una guerra que llega desde el cielo, que no da aviso, y que está reconfigurando el equilibrio de poder en zonas rurales y periféricas.
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La respuesta del Estado colombiano ha sido tardía y fragmentada. Se han adquirido sistemas antidrones, recibido donaciones tecnológicas y entrenado personal militar, pero vastas regiones siguen sin protección. Los grupos armados se adaptan, cambian frecuencias, programan vuelos autónomos. Derribar un dron no basta cuando hay diez más listos para despegar.
Mientras tanto, las autoridades oscilan entre minimizar el problema —como lo hizo el propio presidente Petro— y sobredimensionarlo políticamente para justificar el aumento del pie de fuerza. En ambos casos, se pierde el foco: el problema no es solo el dron. Es el rezago del Estado frente a una innovación violenta que ya está aquí.
Y está aquí sin un marco legal claro. El Derecho Internacional Humanitario exige a los actores armados respetar los principios de distinción y proporcionalidad. Pero en la práctica, los drones improvisados lanzan metralla con precisión imprecisa. Pueden herir civiles, destruir casas, infundir terror.
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En Colombia se han denunciado ataques nocturnos, camuflaje con símbolos de rendición, e incluso el uso de sustancias químicas. Todo ello podría constituir crímenes de guerra, pero no hay aún una vía judicial clara para juzgar estas nuevas formas de agresión. La guerra con drones va más rápido que el derecho. Y la historia nos ha enseñado que, cuando eso ocurre, los que más pierden no están en el aire. Están en el suelo.
*Este artículo analítico se elaboró con información de las siguientes fuentes periodísticas, complementadas con información en terreno a partir de la presencia de enlaces y coordinaciones de la fundación PARES a quienes siempre agradezco su trabajo y el riesgo que corren al hacerlo: Prensa nacional e internacional, informes de seguridad y testimonios oficiales, incluyendo Infobae, Revista Poder, El Colombiano, Noticias RCN, Reuters, AP News, entre otros.
