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En Buenaventura, cada esquina tiene una historia que contar, y muchas de ellas son de silencio. Silencio impuesto por el miedo, por las fronteras invisibles, por una guerra que no es nueva pero que muta con el tiempo. Hoy, dos nombres encarnan ese control que se ejerce desde lejos: Mapaya y Diego Optra, cabecillas de Los Espartanos y Los Shottas, respectivamente. Dos figuras que no necesitan estar presentes para seguir mandando.
En el puerto la gente habla. El Espacio de Diálogo sociojurídico tiene voceros, pero no están los que mandan y se lucraron con la violencia. Alias Mapaya, prófugo, con orden de captura, vive fuera del país. No se sabe exactamente dónde está, pero se sabe que sigue.
Dicen los rumores que estuvo en Miami, que pudo pasar por Costa Rica. Hoy, nadie sabe dónde está, pero se sabe que dirige, que toma decisiones. Fue capturado en 2017, le dieron casa por cárcel y se fugó en 2021. Desde entonces, ha sido una sombra que gobierna a través de otros.
Alias Diego Optra, por su parte, está en España. Fue liberado en 2022 por vencimiento de términos. Allá vive sin orden de captura y, según información pública, sigue en lo suyo: dirigiendo desde el exterior. Nuestra justicia es tan débil que todo el esfuerzo que precedió a su captura se diluyó en un sospechoso vencimiento de términos.
Y aquí está el punto clave: No es que se hayan evaporado. Es que su poder no se construyó sólo con fusiles, sino con redes, con alianzas, con vacíos institucionales. Con complicidades. Las organizaciones que comandan no nacieron ayer.
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Shottas y Espartanos son hijos de La Local, una banda que se fracturó en 2020. Desde entonces, dividieron Buenaventura como quien traza un mapa. Los Espartanos se quedaron con las comunas insulares. Los Shottas con la zona continental. Y ambos convirtieron sus zonas en laboratorios de control social y económico, con microtráfico, extorsión, sicariato y justicia paralela.
En 2022 hubo tregua. Por presión de la comunidad. Por la posibilidad de abrir una ventana con la Paz Total. Duró un tiempo. Fue real. Hubo 92 días sin homicidios. Pero la tregua no desarmó estructuras, sólo pausó gatillos. En 2025, el conflicto regresó. En enero, 17 homicidios. Combates armados en barrios como Pampalinda, La Bocana, la Comuna 12. Niños escondidos bajo las camas. Mujeres desplazadas. Nuevamente, el miedo como ley. Eso es lo doloroso. Que se tuvo la esperanza en la mano y se esfumó.
Lo grave no es solo que sigan operando desde fuera. Es que mientras la gente en las mesas confía en que éstas puedan taner un final, personas como ellos internacionalizan su influencia. En febrero, en Chile, la Policía de Investigaciones desarticuló una célula de Los Espartanos en Santiago. Catorce capturados. Drogas incautadas. En Costa Rica, los nombres de narcos bonaverenses aparecen una y otra vez. En España, Diego Optra vive, se accidenta en la vía pública, y nada pasa. No es un asunto local. Es una red que se extiende y se adapta.
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Lo que tenemos es una versión moderna del crimen organizado: cabecillas que no necesitan fusil ni presencia física. Se comunican, controlan, deciden desde el exilio. Y no hablamos de gente improvisada. Hablamos de estructuras que entienden el territorio, que saben cómo sostener el control, que tienen respaldo social en algunos casos y que se benefician del desgobierno, de la falta de eficacia del Estado.
Si mañana desmovilizáramos a todos los jóvenes vinculados a la guerra – mayoritariamente jóvenes con grandes vulnerabilidades – pasado mañana estas estructuras tendrían lista la contratación para el relevo. El control territorial es la economía criminal a la que menos atención le ponemos.
La pregunta es incómoda pero necesaria: ¿por qué siguen operando con tamaña tranquilidad? La justicia tiene herramientas. Pero también tiene demoras. También tiene ceguera selectiva. La extradición de un narcotraficante pobre ocurre en meses. La de un capo con redes y abogados, toma años o no pasa.
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La paz verdadera no se logra solo con pactos ni con palabras. Se logra con justicia. Con inversión real (de la que sí se ejecuta). Con presencia estatal sostenida. Y, sobre todo, con decisiones valientes que entiendan que el control del territorio no se negocia. Se recupera. Se garantiza.
Porque mientras Mapaya y Optra sigan mandando desde la sombra, Buenaventura seguirá viviendo en ella.
*Laura Bonilla es la subdirectora de la Fundación Paz y Reconciliación.
