Los paramilitares del Frente Frontera, que hacía parte del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia estaban advertidos: tenían que actuar rápido para borrar cualquier rastro de las personas que habían asesinado.
Eran comienzos del año 2001. Fuentes de la Fiscalía le habían filtrado a Jaime Sánchez Salgado, conocido como Veneco, que las autoridades iban a llevar a cabo una serie de allanamientos para dar con las fosas en las que eran arrojados los cuerpos de sus víctimas. Según le reveló el jefe paramilitar Jorge Iván Laverde Zapata, conocido como El Iguano, al periodista e investigador Javier Osuna, era tal la cantidad de homicidios ejecutados que se realizó una reunión para idear un plan.
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En dicho encuentro, según recoge el informe ‘El estallido de un trueno ajeno: memorias de sobrevivientes al Bloque Catatumbo’ que publicó esta semana el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), surgió la idea de incinerar los cuerpos en un viejo y abandonado trapiche que quedaba en el corregimiento de Juan Frío, muy cerca de la frontera con Venezuela. Así, como lo habían ejecutado los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Hernán Mejía, entonces comandante paramilitar en Villa del Rosario, alertó a los altos mandos del operativo. Para esa fecha ya habrían asesinado a 28 personas (aunque otros testimonios dan cuenta de 70) y no querían que ni la prensa ni la Fiscalía registraran la existencia de la fosa donde se encontraban.
La ejecución del plan se aceleró por orden del jefe paramilitar Salvatore Mancuso, actualmente en una cárcel de Estados Unidos, nombrado gestor de paz. Este viernes precisamente, Mancuso fue aceptado en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), una ventana de verdad para las familias de las personas desaparecidas.
Esa jurisdicción consideró que sus aportes son novedosos, concretos y suficientes para ganarse un cupo como “bisagra” o punto de conexión entre las Autodefensas Unidas de Colombia y miembros de la Fuerza Pública. Mancuso, dice la JEP, habría sido eslabón clave entre el grupo criminal de los hermanos Castaño con importantes mandos militares en algunos departamentos de Colombia.
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Los hornos, el comienzo de una de las más horribles prácticas del conflicto en Colombia
El informe del CNMH también señala que los hornos fueron una estrategia más para generar escarmiento entre la comunidad y exhibir su control y poder en la región, que para esa época estaba bajo el dominio de las guerrillas del ELN y las FARC.
En Sardinata, por ejemplo, la “bienvenida” al pueblo por la vía que conduce a Ocaña eran los cuerpos abandonados que dejaban a los pies de la imagen de La Virgen. La gente en un principio pensaba que estaba relacionado con un tema religioso, sin embargo, como confesó El Iguano, se trataba de una declaración: esa zona les pertenecía.
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Esta práctica de establecer puntos de ejecución o de abandono de cadáveres se dio no solo en Sardinata, sino en casi todos los municipios donde hizo presencia el Frente Frontera. Estos campos de exterminio, según Juan Ramón de las Aguas Ospino, más conocido como Rumichaca, comandante del Grupo Especial de Sicarios, estaban ubicados en Cúcuta (5), Villa del Rosario (2) y San Cayetano (1).
Aunque todavía no es claro en qué momento o quién ideó el uso de los hornos, El Iguano relató que la propuesta de usar los hornos para este objetivo fue de un sicario conocido como El Diablo, un exguerrillero que en las filas de las AUC también se encargó de ejecutar intimidaciones a las comunidades y torturas a sus víctimas. El nombre de un hombre conocido como ‘Misael’ también se sortea dentro de los precursores de este plan.
Según el testimonio de Laverde Zapata, los paramilitares asesinaban entre 12 y 40 personas por día, por lo que en esa primera “tanda” fueron incinerados los cuerpos de 50 víctimas que habían sido asesinadas entre 1999 y 2001. Más adelante, Mejía Guerra, quien había llegado del Urabá, dio la orden de incinerar 30 cuerpos más.
Ese fue el comienzo de una de las más horribles prácticas del conflicto armado en Colombia, que se dio en gran medida porque en la región no había ríos caudalosos a los que podían arrojar los cuerpos, tal como sucedió en la zona de influencia del Magdalena y el Cauca. Así que una opción también fue llevar los restos a territorio venezolano para que no pudieran encontrarlos.
Tal como registró este diario con base en el testimonio de Laverde, también había connivencia con las autoridades: “Era la fuerza pública era la que nos decía: desaparézcanlos, no me dejen todos esos muertos, para que a ellos no les quedara en la hoja de vida”.
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Mancuso también declaró que por presiones de las Fuerzas Militares se agilizaron los procesos para desaparecer a las personas que asesinaban en esta zona que disputaban desde con las guerrillas, no solo en una “lucha antisubversiva”, sino para apropiarse de las rentas del narcotráfico. Sobre todo porque en esa fecha repercutió en todo el país el hallazgo de una fosa con 36 cuerpos en Villavicencio. No querían que les pasara lo mismo.
“Nosotros no podemos seguir dejando todos los cuerpos tirados en cualquier parte porque eso aumenta la estadística de muertos y la estadística de desaparecidos”, indicó el exefe paramilitar sobre la orden que le impartió a sus hombres.
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“Quien iba para Juan Frío, no volvía”
Un número significativo de personas que resultaron ajusticiados en Juan Frío eran personas que extorsionaban a los comerciantes de Cúcuta, como fue el caso del Centro Comercial Alejandría. Laverde relató que quienes eran atrapados por robar o extorsionar en nombre de las FARC o el ELN eran secuestrados, llevados a los sótanos del edificio y luego enviados al corregimiento.
Esta no era la primera vez que intentaban usar las llamas para desaparecer los cadáveres. Los ‘paras’ ya habían probado la desaparición de algunos cadáveres al aire libre en la curva de El Diablo, sobre la vía a Juan Frío. El diario local ‘La Opinión’ registró que con leña y llantas alcanzaron a incinerar 15 cadáveres, poniéndolos uno encima de otro. Los cuerpos no se quemaron del todo.
Ante este intento fallido, los hombres del Frente Frontera llegaron a la finca conocida como Aguasucia, en inmediaciones del río Táchira y cuyos dueños habían sido asesinados, para cavar un hoyo y probar de nuevo su práctica del horror. Así fue como llegaron después al trapiche.
19 años después de la desmovilización del Bloque Catatumbo todavía no es clara la cantidad de personas que fueron desaparecidas en los que hoy se conocen como los hornos de la infamia de Juan Frío. La Fiscalía dice que sería al menos 200, mientras que la investigación de Osuna señala que la cifra subiría a 560.
Pero este no fue el único lugar donde se llevó a cabo esta práctica. En Banco de Arena, corregimiento de la zona rural de Cúcuta y donde quedaba la finca Pacolandia donde El Iguano tenía su puesto de control también se incineraron 19 cuerpos más.
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“Cuando escuchábamos el tema de los hornos no imaginábamos, ni siquiera sabíamos que existían hornos de cremación, los normales que hay en las funerarias, y cuando escuchábamos el tema de los hornos, suponíamos que era la chimenea por donde ingresaba “Papá Noel”, esa era la imagen y el recurso técnico que nosotros teníamos cuando escuchábamos el tema de los hornos”, contó una persona al CNMH al explicar que pasó un tiempo para entender que las desapariciones de estas personas en hornos no eran simples leyendas de terror, sino que era una realidad.
La gente ya lo sabía, quien iba para Juan Frío no volvía. “Con solo decirle a usted “vamos pa’ Juan Frío”, usted ya sabía que lo iban a matar y que iba pa’ los hornos”, le dijo una persona al Centro Memoria. En este lugar, como también denuncian las víctimas, se realizaron actos de tortura.