¿Cómo es hoy (y cómo será después) la violencia en Colombia?

El conflicto armado colombiano actual es, prácticamente, entre “disidencias”: casi todos los grupos armados existentes son el resultado ya sea de procesos de desmovilización incompletos o de fracturas.

Reynell Badillo Sarmiento y Luis Fernando Trejos
25 de abril de 2025 - 02:54 p. m.
El Gobierno busca concretar los acuerdos en las mesas con los grupos armados.
El Gobierno busca concretar los acuerdos en las mesas con los grupos armados.
Foto: Viviana Velásquez
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Ante la escalada de violencia que viven varias regiones del país, son frecuentes los titulares que dicen que volvimos a los 2000 o que estamos regresando a la “época oscura del paramilitarismo”. Estas analogías buscan darle sentido a una nueva cara del conflicto armado que no resuena con lo observado durante la década de 2010-2020. Sin embargo, asimilar la violencia contemporánea en Colombia con la guerra de inicios de la década de 2000 es un error y tiene a confundir más que aclarar los nuevos patrones.

La violencia actual presenta cuatro características que permanecerán en el futuro cercano: 1) la fragmentación del ecosistema de violencia; 2) la desideologización y politización paralelas de la guerra; 3) la localización de las interacciones entre actores violentos, y 4) grupos armados creando sus alter ego para generar negación plausible.

Estas características no son exclusivas de la guerra actual. De hecho, varias han estado presentes en otros momentos de nuestra guerra. Aun así, pueden ayudar a situar la discusión en términos mucho más rigurosos que un simple regreso al pasado. Como la guerra cambió, los esquemas para analizarla deben cambiar con ella.

Un ecosistema de violencia armada fragmentado

A principios de los 2000, el conflicto colombiano podía entenderse a grandes rasgos a partir de la presencia de tres grupos armados: las Farc-EP, el ELN y las AUC. Los dos primeros entrañaban la insurgencia armada, mientras que las AUC agrupaban a múltiples proyectos paramilitares que buscaban derrotar a esa insurgencia. Dos décadas después, el escenario es más complejo: al menos una docena de grupos armados con identidades políticas difusas y capacidades militares variadas. A esto se lo denomina la fragmentación del ecosistema de violencia armada.

Esa fragmentación puede rastrearse hasta la desmovilización de las AUC entre 2004 y 2006. Estas eran una suerte de federación de estructuras paramilitares en la que múltiples grupos de autodefensas locales se unieron bajo esa sombrilla. No es sorprendente que su desmovilización hizo que varios de estos grupos locales permanecieran en armas o se crearan nuevas estructuras para continuar delinquiendo local y regionalmente.

El Gobierno colombiano denominó todos estos nuevos grupos pos AUC como “bandas criminales” (Bacrim). En 2013 se estimaba que en el país había más de 30 Bacrim que podían estar agrupando entre 4.000 y 10.000 hombres. Muchos de estos grupos fueron desapareciendo por acción del Estado o porque grupos más grandes les ganaron el pulso. Los más fuertes sobrevivieron y absorbieron a varios de ellos en una especie de darwinismo criminal. En 2025, el más prominente es el Ejército Gaitanista de Colombia (EGC), que en 2018 tuvo una disidencia, el frente Virgilio Peralta Arenas, conocido también como los Caparros, hoy prácticamente extinto.

Hoy se observa un proceso similar, pero desde el otro espectro: los grupos insurgentes. Luego de la desmovilización de las Farc-EP, en 2016, varias estructuras pos FARC aparecieron, incluyendo grupos disidentes del proceso, agrupados luego en el Estado Mayor Central (EMC), y otros que se rearmaron después, agrupados en la Segunda Marquetalia. Pero en 2024 aparecieron “disidencias de esas disidencias”: de la Segunda Marquetalia emergió la Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano (CNEB), mientras que del EMC se desprendió el Estado Mayor de los Bloques y Frentes (EMBF). Incluso el ELN, que no se ha desmovilizado, tuvo una disidencia en Nariño: el frente Comuneros del Sur.

Los procesos de fragmentación son complejos porque, en principio, producen mayor conflictividad armada. La ruptura de estas organizaciones no es amistosa o concertada, sino que implica que los antiguos aliados compitan por las mismas comunidades, territorios y recursos que compartieron en algún momento. El sur de Córdoba es un ejemplo: durante los años de competencia entre grupos pos AUC y cuando los Caparros y disidencias de las Farc-EP compitieron contra el EGC, hubo un incremento significativo de homicidios en la subregión.

El conflicto armado colombiano actual es, prácticamente, entre “disidencias”: casi todos los grupos armados existentes son el resultado ya sea de procesos de desmovilización incompletos o de fracturas internas de otros grupos armados. Esa fragmentación ya no es una excepción en la guerra, sino su esencia. Y esto implica que los grupos armados son más difíciles de distinguir entre sí con respecto a sus modalidades de violencia, sus propuestas políticas y sus formas de gobernanza armada. Empezar a entender este nuevo escenario sin tratar de asimilarlos a sus organizaciones madre debería ser la primera tarea para definir mejor nuestra guerra.

Los grupos armados: desideologizados mas no despolitizados

Durante décadas, la narrativa de los documentos y discursos de los actores armados tradicionales estuvo permeada por referencias a ideologías de alcance global y, eventualmente, regional: marxismo, leninismo, maoísmo, castrismo, anticomunismo, bolivarianismo, etc… De hecho, en no pocas ocasiones las insurgencias se enfrentaron militarmente por contradicciones y diferencias ideológicas.

En el caso de las organizaciones guerrilleras, la ideología era la brújula que guiaba el esfuerzo “revolucionario” y de ella derivaba la visión de sociedad y Estado que cada organización guerrillera buscaba establecer nacionalmente. Además, se convertía en una especie de “frontera ética” que limitaba el comportamiento del grupo armado con sus enemigos, con otras organizaciones insurgentes y con las comunidades que habitaban los territorios bajo su control o en disputa. En otras palabras, la ideología era determinante en las dinámicas de cooperación o conflicto de esos grupos. Incluso las AUC, que no eran una organización insurgente, se guiaba de alguna forma ideológicamente: por medio del discurso contrainsurgente.

Desde mediados de la década anterior, la ideología empezó a dar paso a una visión mucho más pragmática del país y la guerra. Este proceso de desideologización del conflicto armado se vio reflejado en una serie de alianzas o procesos de cooperación regional entre grupos que se suponían antagónicos en términos político-ideológicos: en el sur de Córdoba y el Urabá antioqueño (Parque Natural Paramillo), el bloque Iván Ríos de las antiguas Farc-EP y el EGC fueron aliados. Más recientemente, según la Defensoría del Pueblo en el sur del Chocó unidades del EGC y una disidencia de las antiguas Farc-EP (ala Mordisco) combaten conjuntamente al ELN.

Estas situaciones ilustran como, en la actualidad, la decisión de cooperar o confrontar militarmente a otro grupo armado no está mediada tan fuertemente por aspectos “ideológicos” sino por otras variables como los recursos humanos y materiales de una organización; su trayectoria histórica en el territorio o las alianzas existentes con diferentes actores legales e ilegales. Esto hace cualquier lectura más compleja: ya no solo hay insurgentes y paramilitares, sino un montón de relaciones localizadas y más difíciles de observar desde lejos. Por eso es importante reconocer este cambio.

Esta “desideologización” no implica de manera alguna que el conflicto se haya convertido estrictamente en una guerra “criminal”. De hecho, los grupos denominados como “criminales” se han politizado notoriamente, solo que no mediante la defensa o promoción de metarrelatos político-ideológicos. En la actualidad es más útil leer la “política” en la guerra desde tres niveles.

El primero tiene que ver con las formas y las narrativas. Los grupos armados siguen utilizando y exhibiendo públicamente símbolos como himnos, banderas, escudos y estatutos. Esto, más que una apuesta estrictamente discursiva, se traduce en la adopción y puesta en escena del respeto al derecho internacional humanitario (DIH), lo que los lleva, por ejemplo, a entregar a comisiones humanitarias secuestrados y menores de edad capturados en combate. Entonces, el discurso tiene algún efecto en la práctica, que no debería ignorarse.

El segundo elemento político son las gobernanzas armadas en los territorios bajo control de los grupos armados. Estos ofertan bienes y servicios públicos a las comunidades, como la seguridad, la administración de justicia, el recaudo de tributos, la construcción de infraestructuras y la regulación de economías legales e ilegales. En otras palabras, en distintas regiones y subregiones del país la gobernanza armada regula las interacciones entre gobernantes (grupos armados) y gobernados (comunidades). Esto los hace, inherentemente, políticos en su actuación. Un aspecto interesante por explorar es entonces qué tanto se relaciona esa politización discursiva con esa gobernanza armada.

El tercer elemento es la intervención en procesos electorales. La intervención político-electoral de los actores armados no es homogénea ni sigue un libreto único, sino que depende de factores como la capacidad de control del territorio, la aceptación o legitimidad del grupo en las comunidades y el tipo de relaciones que establezcan con las élites locales, que pueden ser de conflicto o cooperación activa o pasiva. Los grupos armados pueden tutelar elecciones, decidiendo quién puede competir y quién no. Pueden también capturar esas elecciones y apoyar a ciertos candidatos. O sabotear esa elección, impidiendo que se realice o haciendo difícil la votación para los ciudadanos.

Dado todo esto, es un error tremendo centrarse en la “falta de ideología política” como un criterio diferenciador de la guerra. Actualmente los grupos son tan políticos como hace un par de décadas y es nuestro entendimiento de lo político lo que debe modificarse radicalmente.

Una(s) guerra(s) más local(es)

Los grupos armados no necesariamente interactúan entre sí de forma violenta. En realidad, se alían para desarrollar ciertas actividades, deciden no agredirse, se dividen el territorio o se van a la guerra. Siempre ha sido así. Sin embargo, por los procesos descritos en el primer y segundo punto, hoy nos enfrentamos a un conflicto muy territorializado y a una guerra mucho más local de lo que era hace un par de décadas. Dicho de forma más clara: mientras antes estas interacciones podían estar atravesadas por una dinámica nacional que las unía, actualmente el comportamiento parece estar mucho más influenciado por las dinámicas subregionales.

Por ejemplo, si todavía asumimos que la dinámica nacional determina las dinámicas locales, sería muy difícil explicar por qué el ELN y el EGC hicieron un pacto de no agresión en el sur de Bolívar mientras las tensiones entre ellos crecían en el Chocó. Sería difícil explicar asimismo por qué recientemente el ELN se alió con ciertos grupos de disidencias para combatir al EGC en el sur de Bolívar y el nordeste antioqueño, pero los enfrenta a muerte en subregiones como Arauca o el Catatumbo. Lo que se observa es que, aun cuando siempre habrá elementos nacionales en la guerra, hoy por hoy resulta demasiado simple leer al país como un todo y hace falta un conocimiento mucho más localizado para sacar conclusiones más robustas.

Esto implica, por supuesto, que hay muchas más restricciones para entender integralmente al país y su violencia; no obstante, con conocimiento local suficientemente robusto es posible comparar tendencias y sacar conclusiones que superan las subregiones. Muchos de estos territorios se parecen: el sur de Córdoba y el Urabá son zonas hegemónicas donde el EGC ha construido una gobernanza armada muy sólida, así que no es descabellado pensar en esas conexiones. Arauca y el Catatumbo son dos subregiones en las que el ELN ha consolidado una gobernanza rebelde de largo aliento y en donde se han enfrentado con las disidencias para protegerlas. Explotar esas similitudes nos parece mucho más efectivo que pretender leer al ELN como una única organización nacional, como muchos analistas han venido haciendo.

Los alter ego y la negación plausible

Finalmente, es interesante que la politización de los grupos criminales ha venido con el autoestablecimiento de algunas restricciones para ejercer violencia contra los civiles. Si estos grupos quieren ser reconocidos como proyectos político-militares y no solo como criminales, algunos de sus delitos son bastante difíciles de defender, como el narcotráfico, la extorsión y las mal llamadas “limpiezas sociales”. La respuesta, paradójicamente, no ha sido la restricción sin más, sino la creación de lo que podríamos llamar alter egos criminales: grupos criminales de dudosa procedencia y con ninguna pretensión política que sorpresivamente aparecen en comunidades en donde grupos politizados son hegemónicos.

En Santa Marta, un grupo criminal llamado la Muerte publicó videos y comunicados prometiendo una “limpieza social”. Las ACSN, hegemónicas en la zona y en proceso de negociación con el gobierno colombiano, se desligaron del grupo armado, pero este cometió algunos homicidios. En Valle del Cauca, un grupo que se denomina Nueva Generación de los Rastrojos ha amenazado a la alcaldesa de Río Frío. La Inmaculada, en proceso de negociación con el gobierno, ha sido señalada como la fuente de esas amenazas. Algo similar viene ocurriendo en Nariño: según informes de prensa que recogen voces locales las Autodefensas Unidas de Nariño serían una extensión del Comuneros del Sur, grupo disidente del ELN y que tiene más avances en su proceso de fin de conflicto en el marco de la paz total del gobierno del presidente Gustavo Petro.

Esta es una dinámica que debe considerarse seriamente porque los grupos armados podrían estar jugando a dos bandas: por un lado, en un escenario de politización en el que se refrenan de algunas actividades criminales, y por otro en este escenario criminalizado en el que pueden mantener sus rentas ilegales y tercerizar los homicidios. Los alter ego son útiles porque les proveen con una negación plausible: si son acusados de esto, siempre pueden decir que no fueron ellos sino sus alter ego, reduciendo responsabilidades penales y potenciales sanciones políticas durante la negociación. Al tiempo, puede permitirles tener alguna suerte de respaldo en caso de que la negociación sea exitosa, pero el Estado incumpla con acuerdos. Volver a las armas sería, entonces, más sencillo.

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Este artículo hace parte del proyecto “Transiciones posibles de la guerra y la paz en Colombia a casi una década del acuerdo de paz”, auspiciado por la Friedrich Ebert Stiftung en Colombia (Fescol), en alianza con El Espectador

Por Reynell Badillo Sarmiento

Por Luis Fernando Trejos

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JUAN GARCÍA(i5w8f)27 de mayo de 2025 - 03:19 p. m.
Muy buen análisis. Un insumo importante para la comprensión y la acción.
Viviana Martínez(7302)26 de abril de 2025 - 02:58 a. m.
Excelente contenido! Un análisis que nos ayuda a entender mejor el país y la violencia. Una mejor comprensión es necesaria para tener mejores respuestas. Me deja la inquietud de cuáles son ahora las demandas y las razones de ser de estos grupos???
Atenas (06773)25 de abril de 2025 - 05:46 p. m.
Eso, sigan perdiendo tiempo, espacio y plata con estos desaguisados. El caso en concreto espacio q’ en Colombia la violencia sigue imperando, llámense como se llamen las diversas y aterradoras bandas criminales q’ nos asolan. Q’ antes se los llamara bandoleros, luego movimientos revolucionarios, subversión, guerrillos, disidencias…..da lo mismo. El punto es q’ hoy más q’ nunca antes tienen desolado al país. Atenas.
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