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Declararse insolvente puede parecer una salida rápida para quienes ya no encuentran cómo responder a sus deudas. La Ley 2445 de 2025 y los artículos 545 y 546 del Código General del Proceso establecen que, una vez admitido el trámite, se suspenden embargos, procesos ejecutivos y cobros coactivos, y se abre un espacio de conciliación con los acreedores.
Sin embargo, este alivio tiene un costo: afecta la vida crediticia, expone públicamente la situación del deudor y puede implicar la pérdida de control sobre el patrimonio.
Martín Emilio Ramírez, socio en Galo Estudio Legal advierte que no es una solución sin efectos negativos: “La mayor desventaja está en el historial crediticio. La insolvencia se reporta en las centrales de riesgo, lo que reduce el puntaje y dificulta acceder a nuevos productos financieros en el futuro”.
¿Qué significa declararse insolvente?
La insolvencia de persona natural no comerciante aplica para ciudadanos con deudas que superan su capacidad de pago y que no logran negociar directamente con los bancos o acreedores. Pueden acogerse quienes no tengan calidad de comerciantes o quienes, siéndolo, tengan un patrimonio inferior a mil salarios mínimos mensuales vigentes.
El proceso tiene como finalidad reorganizar las obligaciones del deudor o, en su defecto, liquidar su patrimonio bajo un esquema controlado, buscando siempre que los acreedores reciban un pago conforme al orden de prelación legal.
“Lo primero que ocurre es que se suspenden los procesos de cobro y los acreedores deben sentarse a negociar con el deudor bajo reglas de transparencia”, explicó Mauricio Orjuela, docente de la Escuela de Derecho y Gobierno del Politécnico Grancolombiano.
Según Orjuela, este mecanismo abre la puerta a reducciones en intereses y plazos más flexibles, lo que da un respiro temporal al deudor y “evita que se cobren acreencias en desorden o por fuera de la prelación que fija la ley civil”.
Ramírez coincide en que el proceso les da aire a las finanzas del deudor: “Al suspenderse los procesos, la persona gana liquidez inmediata y puede atender sus gastos esenciales mientras se renegocian las deudas”.
Las consecuencias inmediatas
Una vez admitido el trámite de insolvencia, la ley ordena detener todas las acciones de cobro en curso. Esto incluye procesos judiciales, embargos, cobros coactivos y medidas cautelares. También cesan los descuentos automáticos de nómina o de productos financieros como libranzas, salvo cuando se trate de obligaciones alimentarias.
Otro aspecto clave es que no se pueden suspender los servicios públicos domiciliarios de la persona en insolvencia, lo que garantiza la continuidad de prestaciones esenciales en su vivienda o lugar de trabajo.
El artículo 546 del Código General del Proceso fija un plazo inicial de 60 días, prorrogables por 30 más, durante los cuales el deudor y sus acreedores deben buscar un acuerdo conciliado.
“Este mecanismo obliga a sentarse a conversar, y genera un ámbito de transparencia en el que se respetan las reglas de prelación de pagos que establece la ley civil”, subrayó Orjuela.
Riesgos a largo plazo
Aunque la insolvencia ofrece un alivio inmediato frente a embargos y cobros judiciales, sus efectos más profundos se sienten en el futuro.
El primero es el impacto en la reputación financiera. “El artículo 542 exige inscribir al deudor en el Registro Nacional de Insolvencia, información pública que revisan los bancos y calificadoras de riesgo. Eso limita la posibilidad de acceder a un crédito, arrendar un inmueble o emprender nuevos negocios”, explicó Ramírez.
Otro riesgo es la pérdida de autonomía sobre el patrimonio. En caso de liquidación, es el liquidador designado —y no el deudor— quien toma control de los bienes y decide sobre su venta para pagar las deudas.
Además, la insolvencia no borra todas las obligaciones: “Las deudas alimentarias, las sanciones judiciales y las acreencias que no se incluyan oportunamente en el trámite siguen vigentes”, recordó Orjuela. Estas últimas se convierten en obligaciones naturales: no se pueden cobrar judicialmente, pero siguen pesando en la vida financiera del deudor.
Finalmente, están los costos y tiempos. Según Ramírez, “el trámite no siempre es rápido ni económico; puede tardar más de lo esperado por congestión judicial y generar gastos en notarías o centros de conciliación que agravan la crisis del deudor”.
Por todo esto, los especialistas insisten en que debe asumirse como una medida de último recurso. Antes de acudir a este mecanismo, es clave explorar alternativas como la renegociación directa con los bancos, la consolidación de deudas o la compra de cartera. Y, sobre todo, contar con asesoría legal y financiera que permita tomar la decisión con plena conciencia de sus alcances y consecuencias.
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