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Estimado ministro.
Tiene una tarea inmensa entre manos. No lo envidio. Yo llevo pensando en el tema de educación desde hace ya dos décadas, y sé la complejidad del reto. Mi objetivo desde la academia –como usted bien sabe, soy profesor en una universidad de Estados Unidos– es poder dar ideas que ayuden en la búsqueda de soluciones. Y por eso esta carta, un poco larga, pero cargada de buenas intenciones.
Comienzo con algo obvio. Las columnas de opinión de los últimos 20 años tienen un consenso claro: la calidad de la educación en Colombia es baja y desigual por ingreso y por regiones. Casi una verdad de Perogrullo. Ese consenso contrasta con la pobreza de las soluciones al problema. La solución favorita de varios expertos y políticos es proponer aumentar el gasto en educación.
Acá bastaría mostrar dos datos. Primero, al inicio de los ochenta, el gasto en educación como porcentaje del PIB estaba por debajo del 2 %. El gasto aumentó en forma radical en las cuatro décadas, y se ubica aproximadamente en 4.5 %. El promedio de los países de ingresos medianos es 4 %.
Segundo, todas las medidas que se tienen de aprendizaje –que es una aproximación a “calidad” de educación– muestran, en el mejor de los casos, estancamiento en un nivel bajo. Otra vez, un simple dato es diciente: el promedio de Colombia en las pruebas PISA de 2018 –el mejor termómetro de la educación– es alrededor de 375 puntos, mientras que el promedio de los otros países de la OECD es cercano a 500 puntos. El 25 % de los mejores estudiantes del país tiene un promedio cercano a 450 puntos, muy similar al promedio de los 25 % peores estudiantes de la OECD. Los datos de Saber 11 muestran lo mismo: estancamiento en un nivel bajo de aprendizaje.
En resumen, el gasto en educación aumentó de forma sustancial en los últimos treinta años, con un nivel “adecuado” actualmente. Sin embargo, los resultados del gran esfuerzo en gasto no conllevaron ganancias en calidad. La idea que aumentar el gasto va a mejorar la calidad no tiene sustento en los datos. De pronto en el colectivo de la gente y en el discurso simplista de los políticos. Pero no en la realidad.
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Un diagnóstico un poco más profundo de la realidad en educación es que estamos en un equilibrio estable negativo. Por un lado, existe una gran dispersión en la calidad del sistema. Personas de bajos ingresos atendiendo colegios de baja calidad, en una gran proporción colegios públicos, y personas de altos ingresos atendiendo colegios privados de buena calidad. La segregación del sistema—la inequidad en la distribución de recursos—es el otro lado de la moneda de baja calidad. Esto implica que los recursos (suficientes) no están llegando donde se necesita, no están llegando para las cosas que se necesita, y están llegando a puntos donde existe una alta ineficiencia.
95 % de los recursos del sistema general de participación (SGP) va a pago de maestros y el resto al algo llamado inversión en calidad, que es básicamente inversión en mantenimiento de infraestructura. Los municipios invierten recursos propios en capacitación docente con el objetivo de aumentar calidad. Acá, estimado ministro, voy a decir dos cosas fuertes. La calidad de un sistema educativo pasa por la calidad de los profesores. Solo existe una conclusión necesaria ante la realidad de baja calidad del sistema colombiano. Como diría Juan Gabriel, “lo que se ve no se pregunta”. Lo segundo obvio es que el problema radica en dos puntos: las personas que se lanzan a ser profesores no son los mejores de la tierrita; y, más problemático aun, reciben una formación precaria. Los profesores en Colombia tienen una profesión muy difícil, bajo condiciones muy difíciles. Pero en vez de recibir instrumentos de contenido y de pedagogía cuando están cursando la carrera docente, el típico maestro sale con mucho contenido de “filosofía de la educación”, y sobre la importancia de la educación. Mucho Freire y poca pedagogía. Mucho Piaget y poco contenido.
Y acá va otro problema, querido ministro. Por un lado, sería clave proponer un sistema de entrada exigente a la profesión docente, con exámenes exigentes de entrada y salida en las pedagógicas. Con una capacitación de alta calidad en pedagogía y contenido. Y con mecanismos de observación del maestro en clase para seleccionar a los mejores y ayudar en mejor pedagogía cuando es posible, y salir de los que no son buenos maestros. Por el otro, una vez realizada esta reforma fundamental, remunerar y reconocer a los maestros de forma consistente con un buen sistema educativo. Lo complicado es que Fecode, el sindicato de maestros, no está interesado en la calidad del sistema, y sí esta muy interesado en el pago. Sí: sería importante pagarles bien a los maestros. Pero a los buenos maestros. Y al sindicato de maestros, Fecode, lo único que le interesa es aumentar la remuneración, y no discute el problema de la calidad de maestros.
Y acá uno con la idea de arriba: las propuestas de aumentos en el presupuesto de educación implícitamente implican pagarles más a maestros que no tienen cómo producir buena calidad de educación. Termino esta parte con una idea no muy popular (ah, afortunadamente yo nunca voy a ser ministro): la responsabilidad de Fecode en la crítica situación del sistema es inmensa. La responsabilidad es de Fecode, no de los maestros. El sistema les está fallando a los maestros. Y Fecode le está fallando al país (pero eso sí, funciona muy bien para su interés). Y una aclaración: en cualquier país serio, los sindicatos son instituciones indispensables. Pero en países serios, los sindicatos son serios: el sindicato de maestros de EE. UU. o de Finlandia trabaja el tema de calidad de forma importante.
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Así mismo, es complicado decir que la capacitación docente, tal como existe actualmente, puede subir la calidad del sistema. Muchos municipios invierten dinero en capacitación de corto plazo –tres, cinco días– por fuera del colegio, con los maestros reunidos en centros de convenciones u hoteles. Toda la evidencia que se tiene (y es mucha) es que este tipo de capacitación es altamente inefectiva. En términos simples: el problema de la falta de técnica pedagógica y de contenido no se soluciona con cursos descontextualizados de unos pocos días. El desarrollo profesional que sirve implica periodos largos de capacitación y programas intensivos de pares en el colegio donde un profesor sazonado y bueno está emparejado en el salón de clase con un profesor joven con alto potencial. Eso no está sucediendo en nuestro sistema.
Ante esta triste situación, ¿qué hacer? Ministro, acá quiero dar tres ideas gruesas. (Mi amigo Carlos Caballero repite una idea clave: un ministro se debería concentrar en máximo tres cosas. Los malos ministros son los que intentan hacer “todo”, haciendo un poquito de nada).
En primer lugar, ministro, es fundamental aumentar la inversión para educación temprana (0-5 años). Si salen nuevos recursos, por favor, métaselos todos ahí. Esto le ayuda al sistema de una forma fundamental: los menores que llegan a grado 1 ya traen consigo una dispersión inmensa en preparación, en habilidades, en intereses, en vocabulario, en función ejecutiva. Si uno puede emparejar la cancha ahí, antes de entrar al sistema, es posible que los maestros de primaria puedan hacer un mejor trabajo. Invertir en educación temprana ayuda a emparejar las oportunidades de los más necesitados. La propuesta es meterle una proporción importante de cualquier nuevo recurso a centros de atención infantil de buena calidad y a la capacitación de largo plazo docente en este nivel.
Segundo, y siguiendo con la misma idea, es posible hacer un salto importante en educación primaria: concentrarse en mejorar la educación fundacional de lectura y aritmética. Mejorar el “cimiento” de la educación. Volver a lo básico. La gente aprende a leer en primeros grados porque después lee para aprender en grados más altos. Que los niños aprendan a leer y escribir. Y acá la idea es simple: hacer currículos mucho menos complejos, y darles a los profesores guiones simples y con pasos muy concretos.
Adicionalmente, tener programas masivos de tutores que permitan enseñar al nivel de los estudiantes. La experiencia de Carvaja y de Luker a este respecto es tremendamente valiosa. La idea es simple: en un curso de primero de primaria, existe mucha dispersión en, por ejemplo, la habilidad de leer. Algunos estudiantes no pueden decodificar letras, otros están leyendo y entendiendo párrafos. El tutor puede concentrarse en los más atrasados, y hacer que peguen el brinco para empatar con los otros. Si solucionamos el problema de la lectura –por medio de guías súper concretas para profesores de grados 1 a 5– podríamos comenzar a solucionar el problema de secundaria debido a que el sistema tendría estudiantes mejor preparados.
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La tercera idea es más temeraria y no es para los débiles de corazón. Vuelvo al problema de la segregación del sistema. Personas de hogares de bajos ingresos atendiendo colegios de baja calidad; personas de hogares de altos ingresos atendiendo colegios de alta calidad. ¿Como romper este equilibrio estable y totalmente pernicioso de segregación del sistema? Un camino extremo: decir que una proporción de cupos de los “buenos” colegios tiene que ir a las personas de bajos ingresos. Esto requiere que los colegios NO escojan a las personas de bajos ingresos que ingresarían al colegio, sino que existiera un sistema central que asigne los cupos. El Gobierno pagaría (total o parcialmente) la matrícula de estos alumnos.
Otro camino, mucho más simple pero también controversial, es la construcción de colegios públicos en sitios de fácil acceso para personas de diversos ingresos, otorgados en concesión a colegios/instituciones privadas de alta calidad. Serian colegios públicos de altísima calidad, donde cualquier persona, independientemente del ingreso, podría acceder a educación gratuita. Otra vez, con un sistema centralizado de asignación de cupos, y el Gobierno asignando una proporción de cupos a personas de bajos, medianos y altos ingresos en el mismo colegio. Adicionalmente, tener un sistema de colegios hermanos/as entre estos colegios y colegios públicos cercanos, donde se intercambien conocimiento de pedagogía y de contenido.
Así pues, estas tres ideas simples –inversión en educación temprana (0-5 años); simplificación de currículos, guías altamente prescriptivas y educación fundacional de lectura y aritmética (grados 1-5); y (esta si, un poco más difícil), inversión en colegios de concesión de alta calidad (grados 1-11)– pueden hacer el primer cambio para que el sistema comience a salir del equilibrio pernicioso en el que se encuentra.
Querido ministro: le deseo todo el éxito del mundo. Al fin y al cabo, en sus manos está el futuro de Colombia: nuestros menores.
Como siempre, con admiración,
Felipe Barrera-Osorio.
* Profesor asociado de Educación, Política y Economía, Universidad de Vanderbilt
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