Manuel Espinosa, un profe guerrero

En el Día del Maestro, esta historia de uno de ellos, Manuel Espinosa, que sirve para homenajear a los docentes rurales que educan contra la guerra y contra la desigualdad.

Farouk Caballero / especial para El Espectador
15 de mayo de 2020 - 01:48 p. m.
Manuel Espinosa, un domingo de descanso de la Universidad de Los Andes. / Archivo particular
Manuel Espinosa, un domingo de descanso de la Universidad de Los Andes. / Archivo particular

Rechazado por el Ejército, dizque por guerrillero, y desplazado por la guerrilla por campesino. Así fue la juventud de Manuel Espinosa Niño, un profesor colombiano que le respondió a la guerra armado con el fusil más letal contra los violentos, la educación. Hoy 15 de mayo, día del maestro, va este homenaje escrito a un educador que representa la valentía de miles.  

En la Colombia rural de los noventa, la única opción de los campesinos de Arauca era vincularse a un grupo armado. Bien al Ejército, bien a la guerrilla o bien a los paras. Manuel Espinosa, cuando terminó su sufrido y precario bachillerato a sus 23 años, decidió regalar su vida a la guerra desde las fuerzas oficiales.

Se presentó al Ejército como soldado raso. El militar encargado le revisó su lugar de nacimiento:  Saravena, Arauca. La sabiduría del oficial acabó la única oportunidad de Manuel Espinosa para ganar, al mes, medio salario mínimo de 1999. Las palabras del oficial encargado de la admisión fueron: “usted nació en tierra guerrillera, entonces usted es guerrillero y en el Ejército no aceptamos bandoleros. Váyase”.

Lo que el genio de camuflado no sabía es que justamente la familia de Manuel Espinosa debió abandonar, en 1985, sus animales, su casa y sus vidas campesinas por culpa de las armas de las Farc. La imagen aún estremece al profe Manuel: “nosotros estábamos en la casa y llegaron como 10 o 12 hombres armados con fusiles y pistolas. Le apuntaron a mi mamá y cada uno de mis hermanos nos aferramos a ella. Yo agarré fuerte su pierna y vi cómo la encañonaron. Ese ruido es más que feroz. Pensé que me la mataban”.

Manuel tenía ocho años y su pasatiempo predilecto era cazar luciérnagas y cocuyos para presumirle a su hermano mayor que él sí tenía juguetes con vida y que brillaban con luz propia. El terror de la guerra llegó a su casa y les revolvió la vida. Los guerrilleros no dieron razón, simplemente dijeron que tenían 48 horas para abandonar el pueblo. Manuel hoy cree que la razón obedecía a que su papá era muy buen agricultor y les había hecho unos trabajos a los guerrilleros y ellos se negaron a pagarle.

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Manuel llegó a este mundo el 26 de marzo de 1976. Fue recibido por las manos de la partera de la vereda Alto San Joaquín, Saravena. Es el tercero de cinco hermanos que nacieron en la familia santandereana liderada por Belisario Espinosa y María Azucena Niño, sus padres. El padre estaba ligado a la palabra oral, no sabía leer ni escribir, y la madre había cursado hasta tercero de primaria. Manuel aclara: “Mi papá y mi mamá son de Guaca, Santander, y llegaron a Arauca porque un tío les dijo que había posibilidad de ocupar terrenos baldíos en 1975”.

En la casa de los Espinosa Niño, en Arauca, el único libro por aquellos tiempos era La Biblia. La literatura católica fue combinada pronto con la literatura Colombia, pues el profe Manuel sostiene: “fíjese que mi casa quedaba a 200 metros de lo que José Eustasio Rivera menciona en La vorágine como la pica ganadera, que era donde se negociaba el ganado. Las letras colombianas me recuerdan la añoranza del nacimiento y las letras bíblicas la ferviente creencia de mi padre por aprender a leer y escribir con los salmos”.      

Manuel y sus hermanos rápidamente se transformaron en excelentes pescadores, bien con anzuelo o bien con atarraya. Pescaban la comida de la semana y ayudaban en la siembra, pero la madre sabía que debían estudiar: “mi mamá siempre nos motivó a estudiar. Primero intentamos en Saravena, pero las armas de las Farc nos mandaron lejos de nuestra tierra. Llegamos desplazados al Tolima. Allí entramos con mis hermanos a la Concentración Manuel Tiberio Gallego, en Venadillo, a cursar primero de primaria”.

Era 1986 y el Manuel de 10 años pudo ver, en algún televisor del pueblo, el triunfo del dios zurdo, Diego Armando Maradona, en el Estadio Azteca. Ahí se hizo amante del fútbol. Tiempo después, demostró que no había aprendido muy bien esa lección e inexplicablemente se hizo hincha de Millonarios. Los estudios, una vez más, tuvo que suspenderlos, porque su familia decidió regresar a Arauca, ya que las armas se habían silenciado en algunas poblaciones. La familia retornó, pero ahora a la vereda Campo Hermoso. Los cuatro hermanos se matricularon en la Escuela Nueva Campo Hermoso. Allí Manuel terminó su primaria en 1990, tenía 14 años.

“Como yo ya tengo diploma de bachiller”

Por si fuese poco el dolor del desplazamiento y nacer con el trato rastrero que el Estado les ha otorgado hace dos siglos y monedas a las familias campesinas, Manuel cursó toda su primaria en un mismo salón. Allí, un único profesor daba todas las materias para todos los grados desde primero hasta quinto, todos metidos en la misma aula. ¿Y ahora vienen a decir que la brecha educativa en Colombia es por la pandemia y el internet? ¿Cuántas posibilidades tiene un estudiante como Manuel de pelear mano a mano por un cupo, una beca o un ingreso al bachillerato? Ni hablar de estudios universitarios.

Pero Manuel no se dejó amilanar: “mis procesos siempre han tenido intervalos de 3 o 4 años entre uno y otro. Por ejemplo, me gradué de primaria a los 14 y me fui de jornalero mientras llegaba el bachillerato al pueblo. A mis 18 pude ingresar a sexto bachillerato. Cursamos los seis grados con tres de mis hermanos. Nos graduamos juntos de bachilleres en el recién fundado Colegio Municipal Agropecuario Villamaga. Fue una alegría enorme para mi familia, los primeros cuatro bachilleres. Debo decir que mi mamá fue la que nos empujó a seguir el camino de la educación, ella sabía que eso podía dar frutos más adelante. Ahí el futuro en el pueblo era: o el campo o algún grupo armado. Me regalé al ejército, pero no me recibieron, dizque por guerrillero. Nacer en Arauca, según el batallón 53, era nacer guerrillero, como si los bebés nacieran con fusil insurgente. Y ser campesino sin libreta es otro padecimiento más en mi tierra”.

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El bachiller Manuel buscó varios oficios: “yo trabajaba de jornalero, me ganaba muy poquito, y me reventaba las manos todos los días de 7:00 am a 5:00 pm. También sembré yuca, plátano y algunos cultivos más, pero no me salió nada. Trabajé de obrero raso y nada. Hoy veo eso y pienso en lo que dice Borges: ‘yo que tantos hombres he sido’ ”.

Manuel afirma que en la pobreza del campo siempre, el que quiere, intenta mil formas para obtener un mejor futuro. Para él, el camino decisivo fue el de la educación superior: “empaqué en una caja provisiones para un mes. Queso, pescado, carne, aguacate y llegué a Bogotá donde un familiar. Me presenté dos veces a la Universidad Distrital Francisco José de Caldas y no pasé. No pasé porque concursé por Bogotá, pues los puntajes los medían distinto, si yo me hubiese presentado como araucano, entraba fijo”.

La batalla de Manuel se trasladó a Bucaramanga, donde una tía lo hospedó y le habló de la Universidad Industrial de Santander. El puntaje del Icfes de Manuel era de 289.  Eso sólo le permitía estudiar Matemáticas y Trabajo Social. Entró a Matemáticas, pero en el primer semestre se dio cuenta de que su preparación era ínfima con relación a la de sus compañeros: “en mi colegio era el mejor, pero en la UIS era de los menos formados. Cuando vi algebra lineal, para mí el profesor hablaba en mandarín”. Se esforzó como siempre, pero no lograba buenas notas, pasaba raspando.

La cosa no pintaba bien, pero en esas materias de humanidades que deben ver todos los estudiantes, Manuel conoció a los profesores Bernardo Mayorga y Álvaro Aponte. Ellos le alumbraron el camino: “me dijeron que volviera a presentar el Icfes, el del nuevo formato. Lo hice y tuve la oportunidad de pasar a 14 carreras. Me cambié a Licenciatura en Español y Literatura, pues las lecturas de Pombo, Hemingway, García Márquez, Sábato y demás, las sentía muy cercanas”.

Manuel vivía a hora y media a pie de la UIS. Como no tenía dinero, día a día andaba y desandaba ese trayecto. Ya tenía callos viejos, pues así le había tocado estudiar en los pueblos de Arauca y Tolima. Ahora estaba en Bucaramanga y sus notas subieron. Su promedio le permitió acceder a residencias universitarias y vivir dentro de la UIS. También, sus mismas calificaciones le aseguraron los tres golpes diarios de lunes a sábado en los comedores universitarios. Allí, Manuel tomó el camino de las letras para cumplirles el sueño a sus padres de tener un hijo profesional.

El universitario Manuel recibió su diploma como regalo en su cumpleaños 34. El 26 de marzo de 2010, su familia llegó a Bucaramanga, desde Arauca, a festejar al profe de bríos. Manuel contó su historia, micrófono en mano, e hizo que las lágrimas llegaran como un ingrediente más a la cena de grado que habían preparado sus compañeros de residencias. Lo que sería el techo para cualquiera, después de tanta lucha, fue sólo un paso más para el profe Manuel Espinosa: “yo siempre he sido consciente de que he vivido con una formación deficiente respecto a los demás, pero también he tenido la convicción de que podía hacerlo, aunque me implicara mayor sacrificio, muchísimo más tiempo de estudio y empezar de nuevo cada tanto para seguir el ritmo educativo de los mejores. La perseverancia ha sido fundamental para mí y no me iba a quedar sólo con el pregrado”.

El maestro

El profe Manuel no tenía refugio ni trabajo en Bucaramanga. Con su título volvió a Arauca, pero no tuvo fortuna durante el 2010. Otra vez fue caleta en construcción y agricultor, pero se cansó. Si Bucaramanga lo había tratado bien, ese era el camino. En 2011 se presentó con su ropa planchada y sus 195 centímetros a la Secretaría de Educación de Santander. Tuvo suerte. A los 45 días estaba trabajando en Mogotes, Santander, en el Centro Educativo Cauchos. Los extraordinarios pedagogos del Estado ahora llamaban “posprimaria” al trabajo que hacía Manuel. Que es básicamente lo mismo que la escuela nueva, todos los grados juntos, todos en un mismo salón y sólo un profesor para todas las áreas. La única diferencia está en que son grados de bachillerato. La misma precariedad educativa, pero con otro nombre. Así bajan la tasa de analfabetismo y suben la cifra de bachilleres en el país, pero la calidad es imposible de garantizar.

Manuel cumplía. Cada vez que podía viajaba a Bogotá y compraba libros de segunda para regalarles a sus estudiantes. Visitaba a los libreros del centro, a uno en especial: “en mis trabajos en colegios me escapo los festivos a Bogotá y voy a Árbol de Tinta, la muy buena librería de Alejandro Torres. Ahí hago mercado de libros y llevo para los muchachos, porque en los pueblos no hay; y si hay, no son ediciones de fiar. De verdad, nos mandan lo peor”. En uno de esos viajes, Manuel recordó las enseñanzas de sus profesores de literatura en la UIS: “tuve muy buenos docentes, pero hubo dos de literatura que siempre me motivaron. No sólo por sus clases y lo que enseñaban, sino por sus consejos para que siguiera estudiando. Ellos son Hernando Motato y Jhon Fredy Zapata. Ambos me dijeron que buscara beca para una Maestría en la Universidad de los Andes. Ahí me presenté tres veces, perdí dos y en la tercera, como manda la tradición, me gané la beca”.

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Una vez más Manuel llenó su caja de alimentos. En 2013 llegó a Bogotá y cursó, sin pagar un solo peso, su Maestría en Literatura en la Universidad de los Andes. Además, fue profesor de esa universidad durante su tiempo como estudiante de maestría. Ahí los consejos de los profes David Solodkow y Mario Barrero lo llevaron a terminar, graduarse y pensar en un doctorado. Manuel se tomó su tiempo. Primero se enamoró de la doctora en Historia Juliana Vasco Acosta, quien culminaba por esa época sus estudios doctorales en Uniandes. Luego, se ganó por concurso nacional un puesto como profesor en Arauca. Ocupó el segundo lugar entre todos los aspirantes. Manuel fue profeta en su tierra. Trabajó cuatro años en la Institución Educativa Alejandro von Humboldt de Fortul, Arauca, como profesor de humanidades y lengua castellana.

Ahí estuvo entre 2015 y 2019. Varios días madrugaba en su moto al colegio, pero encontraba un carro atravesado e incendiado. El Eln estaba en la vía. Era prueba irrefutable de paro armado y las clases se suspendían hasta que los guerrilleros quisieran. Manuel se devolvía a casa a leer, porque según él: “mientras mejor formado esté uno, más puede aportar desde la educación, que para mí es lo único que puede cambiar este país que tiene la desigualdad enquistada”. Manuel buscó una beca para estudios doctorales. Estuvo cerca de la Universidad Católica de Chile, pero la perdió porque el día de la entrevista virtual no hubo conexión a internet en todo Saravena. No se amilanó, siguió buscando y en 2019 el Colegio de la Frontera Norte, en Tijuana, México, lo becó como estudiante del Doctorado en Estudios Culturales.

Hoy el profe Manuel Espinosa tiene 44 años. Es el segundo estudiante más veterano de su curso. Vive becado y arrendado junto a su esposa, la doctora Juliana Vasco, en la delegación Playas de Tijuana. Se sigue preparando y espera consolidar su formación doctoral para volver a trabajar, desde el tablero, por su país. Manuel adelanta investigaciones sobre la ascendencia poética del contrapunteo llanero. Él es un ejemplo de esa bravura de los llaneros que en otro tiempo fue necesaria para tomar las armas al lado de Guadalupe Salcedo, pero que ahora combate con la artillería de los libros.

La historia de Manuel sirve para homenajear a los docentes rurales que educan contra la guerra y contra la desigualdad. Ellos son héroes cotidianos y anónimos que se entregan en cada jornal escolar. Manuel lo logró e inspira, pero también nos hace cuestionarnos porque después de dos siglos de “independencia”, el campo colombiano sigue en el olvido y debe nadar, a brazo limpio y a contracorriente, para no ahogarse en la realidad horrenda que el estado le da. Manuel es una excepción, no una regla. El profe me pide que termine la tarea con sus siguientes palabras: “si yo pudiese escoger cinco libros que debiera leer todo bachiller en Colombia, los motivaría a leer La vorágine, María, Tránsito, La tejedora de coronas y Cien años de soledad. Y justamente una frase de García Márquez resume lo bueno y lo malo que he hecho en mi vida. Hoy, como lo dijo en su discurso La soledad de América Latina: ‘este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra señalada por la suerte’”.                             

@faroukcaballero

Por Farouk Caballero / especial para El Espectador

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