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Albert Camus, en busca de su padre (Obras inconclusas II)

En “El primer hombre”, la novela que estaba escribiendo cuando murió, el 4 de enero de 1960, Albert Camus, bajo el nombre de Jacques Cormery, fue a visitar la tumba de su padre, muerto en la Primera Guerra Mundial, y tomó la decisión de investigar sobre aquel hombre que todos parecían haber olvidado.

Fernando Araújo Vélez

14 de octubre de 2025 - 12:50 p. m.
Albert_Camus
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Por los días de finales de los años 50, cuando Albert Camus comenzó a escribir “El primer hombre”, la imagen y la vida de su padre se le aparecían a menudo, muy a pesar de que hubiera fallecido en la Primera Guerra Mundial, el 17 de octubre de 1914, luego de haber sido herido en la batalla del Marne, en el mes de septiembre. Lucien Camus había llegado a Argel desde Alsacia, luego de otra guerra, la franco prusiana, y se dedicó a trabajar en una finca cercana a Mondovi, bajo las órdenes de un comerciante de vinos de Argel. Era uno más de los miles de colonos franceses que en el fondo y la superficie sufrían el desprecio de los argelinos y de los franceses también, y que se casó con Catalina Elena Sintes, una mujer de familia española que trabajaba en casa ajenas, y que tuvo dos hijos con él.

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Lucien Camus y Catalina Sintes compartieron el pan, el hambre, los esporádicos besos, la angustia, el miedo, la soledad, y juntos, aprendieron a apretar las mandíbulas y a mirar hacia otro lado cada vez que un argelino de vieja estirpe los insultaba. Con la muerte del soldado Camus, su mujer y sus dos hijos, Lucien y Albert, se fueron a vivir con ella a la casa de su abuela, una comadrona que creía en el castigo, en un lejano e ilusorio cielo y en un diario infierno que había aprendido a soportar. A mediados de los años 50, cuando las guerrillas del Frente de Liberación Nacional argelinas guerreaban contra el ejército francés por la independencia de su país, dejaban bombas que explotaban por doquier, incluso en los tranvías. Camus dijo entonces:“Si la justicia es eso, elijo a mi madre”.

La señora Sintes lo había criado más como podía que como hubiera querido y había acariciado cada tarde los libros de su hijo cuando regresaba de la escuela, convencida de que allí dentro, en ese mundo que ella no podía conocer, estaba su futuro. Pasados muchos años, los enemigos de Camus, que eran enemigos por sus ideas más que por él, lo condenaron y tergiversaron su frase. Dijeron y afirmaron y juraron que había dicho “Entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre”. Sin embargo, en “La noche de la verdad”, un libro en el que se publicaron algunas de sus columnas en la revista “Combat”, fundada por él para colaborar con sus palabras y las de varios de los intelectuales que luchaban contra la ocupación nazi de 1940, apareció la frase original y de algún modo se esfumó la polémica.

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En las primeras páginas de “El primer hombre”, Camus, que se llamó en aquella novela Jacques Cormery, relató la mañana en la que fue a visitar la tumba de su padre, Henri Cormery.

“El viajero preguntó por el sector de los muertos de la guerra de 1914.

-Sí-dijo el guardián-. Se llama el sector del Souvenir Français. ¿Què nombre busca?

-Henri Cormery- respondió el viajero.

El guardián abrió un gran libro forrado con papel de embalaje y siguió con su dedo terroso una lista de nombres. El dedo se detuvo.

-Cormery, Henri, ‘herido mortalmente en la batalla del Marne, muerto en Saint-Brieuc el 11 de octubre de 1914’.

-Eso es- dijo el viajero.

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El guardián cerró el libro.

-Venga- dijo.

Y lo precedió en el camino hacia las primeras filas de tumbas, unas modestas, otras pretenciosas y feas, todas cubiertas de ese batiborrillo de mármol y abalorios que deshonraría cualquier lugar del mundo.

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-¿Es un pariente? -preguntó el guardián con aire distraído.

-Era mi padre.

-Lo siento.

-No, no, yo aún no tenía un año cuando murió. Así que, usted comprenderá.

-Sí- dijo el guardián -, pero da igual. Fueron demasiados muertos.

Jacques Cormery no contestó nada. Seguramente habían sido demasiados muertos, pero en lo que respetaba a su padre, no podía inventarse una compasión que no sentía”.

Muy a pesar de aquella compasión que no sintió en aquel instante, y del tiempo que había pasado, cuando Cormery-Camus vio la lápida de la tumba de su padre quedó pasmado. Leyó las fechas, 1885-1914, hizo cálculos, y “de pronto le saltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. El tenía cuarenta. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él”. Unas líneas más adelante, Albert Camus escribió que “algo había ahí que escapaba al orden natural y, a decir verdad, ni siquiera tal orden existía, sino sólo locura y caos en el momento en que el hijo era más viejo que el padre”. Luego vio las otras lápidas y comprendió que aquel “suelo estaba sembrado de niños que habían sido los padres de hombres encanecidos que creían estar vivos en ese momento”.

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Ante la tumba de su padre, Camus repasó a ráfagas su vida “loca, valerosa, cobarde, obstinada y siempre orientada hacia ese objetivo del que ignoraba todo”, y cayó en cuenta de que pocas veces, o tal vez jamás, había tratado de imaginar “lo que podía haber sido un hombre que justamente le había dado esa vida para ir a morir poco después a una tierra desconocida, al otro lado de los mares”. Su padre había vivido, pero él jamás lo había pensado así, vivo. Se parecía a él, solía decir su madre, “y había muerto en el campo de honor”. No obstante, nadie en su familia hablaba de él. Su madre era la única que lo conocía y lo había olvidado casi por completo, atareada con la casa, el trabajo, los hijos, sus dolencias. Para los demás, era poco menos que una sombra. Solo él, Albert Camus, pensaba en Lucien Camus.

Por lo tanto, sólo él podría buscar y preguntar. En “El primer hombre”, y luego de su visita al cementerio, Camus se encontró con un hombre al que llamó Víctor Malan, que en realidad era su profesor de infancia y adolescencia en Argel. Hablaron del pasado, de las enfermedades, de la búsqueda del padre de Camus y del orgullo. En un aparte, y luego de conversar sobre la comida y el cuidado, Malan-Louis Germain le comentó que era “muy duro oficio el de agradar”, ante el rechazo de Cormery-Camus cuando le ofreció una tajada de queso. Después, el antiguo alumno le confesó: “Querido amigo -dijo-, usted siempre ha pensado que soy orgulloso. Lo soy. Pero no siempre ni con todos. Con usted, por ejemplo, soy incapaz de orgullo”. Malan le preguntó por qué. Cormery le dijo que le tenía afecto.

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Unos segundos más adelante, admitió que le tenía afecto y profundizó: “Cuando yo era muy joven, muy necio y estaba muy solo (¿recuerda, en Argel), usted se acercó a mí y sin mostrarlo me abrió las puertas de todo lo que yo amo en este mundo”.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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