“En la clase del señor Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo”, escribió Albert Camus en “El primer hombre”, y alternó en aquel borrador de borradores el nombre original de su profesor con el de Bernard. Incluso, en unos apartes en los que le confesó su admiración y respeto, lo llamó Malan. Germain, Bernard o Malan se salía de los estereotipos de los profesores. Iba más allá de la típica enseñanza de rigor. De los manuales. De lo establecido. Hablaba de la vida y de la guerra y les leía libros que trataban sobre la vida y la guerra, y por supuesto, sobre la muerte, aunque Camus en aquellos tiempos no relacionara aquella tragedia con la de su padre, muerto en la batalla del Marne.
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“Al final de cada trimestre, antes de despedirlos para las vacaciones y de vez en cuando, si el calendario lo permitía, tenía la costumbre de leerla largos pasajes de ‘Les Croix de bois’, de Dorgèles. A Jacques esas lecturas le abrían todavía más las puertas del exotismo, pero de un exotismo en el que rondaban el miedo y la desgracia, aunque nunca hubiera hecho un paralelo, salvo teórico, con el padre a quien jamás había conocido”. “Les croix de bois” había sido escrito por Roland Dorgèles, un periodista, dramaturgo, artista y demás que había estado en la guerra, y que escribió en 1919 sus experiencias como voluntario allí. Fue el primer libro de Camus, encarnado en su novela en Jacques Cormery, y su primer acercamiento a la literatura y a aquel mundo de letras del que ni siquiera tenía conciencia.
“Y el día, al final del año, en que habiendo llegado al término del libro, el señor Bernard leyó con voz más sorda la muerte de D., cuando cerró el libro en silencio, confrontado con su emoción y sus recuerdos para alzar después los ojos hacia la clase sumida en el estupor y el silencio, vio a Jacques en la primera fila que lo miraba fijo, la cara bañada en lágrimas, sacudido por sollozos interminables, que parecían no cesar nunca”. Pasados unos segundos de aquel silencio amargo, melancólico, casi que imperturbable, el maestro le dijo a sus alumnos, “Vamos, vamos, pequeños”, se levantó ayudándose con las manos, les dio la espalda y guardó la novela. Unas líneas adelante, Camus contó que el profesor Bernard le había regalado el libro, y que él meneaba la cabeza de un lado hacia el otro.
“Es demasiado bello”, dijo entonces Jacques, entre avergonzado y feliz. “El último día lloraste, ¿te acuerdas?. Desde ese día, el libro es tuyo”, fueron las palabras del profesor, que le dio la espalda al niño para que no se diera cuenta de que tenía los ojos rojos y que apretaba los músculos de su cara para que no se le saltaran unas cuantas lágrimas. En un segundo, le cambió de tema y le habló del “pirulí”, una vieja y manchada regla con la que solía castigar a sus alumnos. Jacques Cormery no se salvaba de los reglazos. Pasados muchos años, Camus recordaría una de aquellas temidas sesiones, que se había iniciado luego de que el profesor Louis Germain lo felicitara por una buena respuesta, y uno de sus compañeros, de apellido Muñoz, le hubiera gritado “enchufado”.
Germain lo estrechó contra su cuerpo. Hizo un largo silencio, miró a sus alumnos y con voz muy grave, dijo: “Sí, tengo preferencia por Cormery como por todos los que entre vosotros perdieron a sus padres en la guerra. Yo hice la guerra con sus padres y estoy vivo. Aquí trato de reemplazar por lo menos a mis camaradas muertos. ¡Y Ahora, si alguien quiere decir ‘enchufado’, que lo diga!” Nadie habló. Nadie hizo el mínimo ruido. Al final de la jornada, Jacques buscó a quien le había gritado “enchufado”. Un muchacho medio rubio, alto y desteñido, en palabras de Camus, respondió “yo”. Entre los códigos de la escuela, ante semejante insulto había que reaccionar. Él lo hizo. Reaccionó según los códigos de la escuela, del barrio y de la vida. Buscó a Muñoz y le dijo que su madre era una puta, igual que todos sus muertos.
Muñoz lo citó al “campo verde”, “una especie de terreno baldío cubierto con parches de hierba enfermiza y atestado de viejos aros, latas de conserva y barriles podridos. Allí tenían lugar las ‘agarradas’. Eran éstas simplemente duelos en los que los puños reemplazaban la espada, pero que obedecían a un ceremonial idéntico, por lo menos en espíritu”. Cuando los dos contrincantes se encontraron para el combate, Jacques tomó la iniciativa y se abalanzó contra su rival, más para entrar en calor y olvidar esa sensación a repugnancia consigo mismo que lo hacía casi que vomitar cada vez que debía pelear con alguien o ser violento, que para ganar. Su intrepidez y velocidad tomaron a Muñoz desencajado, que subió sus puños al rostro para defenderse y dio uno, dos y tres pasos hacia atrás.
Los golpes iban y volvían, ante los “dale”, “vamos”, “con todo”, de los amigos y segundos del uno y del otro. Camus escribió entonces que Jacques Cormery “Abalanzándose sobre Muñoz, le asestó una lluvia de puñetazos, lo desarmó y tuvo la suerte de colocarle un gancho rabioso en el ojo derecho del desdichado, que, en pleno desequilibrio, cayó…”. Luego aclaró que aquel golpe, un “golpe supremo y muy anhelado, porque era una consagración de varios días”, no sólo era visible, un sello de la victoria que sería evidente y comentado y vitoreado por unos tres días, o tal vez, por una semana y algo más, hizo que todos los espectadores de la contienda estallaran en gritos de júbilo y aplausos. Cormery se marchó, en medio de una algarabía de triunfo. De repente, era una leyenda del colegio.
Al salir, vio a Muñoz, derrotado, triste. “Y supo así que la guerra no es buena, porque vencer a un hombre es tan amargo como ser vencido por él”.