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De prisiones a escenarios culturales: la metamorfosis del encierro en América Latina

Mientras algunos países rescatan antiguos presidios como espacios de memoria histórica, otros, como El Salvador, refuerzan modelos de encarcelamiento masivo que plantean serias preguntas sobre los derechos humanos.

Paula Andrea Baracaldo Barón

12 de septiembre de 2025 - 07:00 a. m.
Del Panóptico de Bogotá (iniciado entre 1874 y 1878), el de Ibagué (construido alrededor de 1889), el Palacio de Lecumberri en México (1900) y el Presidio Modelo en Cuba (1925) —hoy reconvertidos en museos y espacios culturales— al Centro de Confinamiento del Terrorismo en El Salvador (2022).
Foto: Jonathan Bejarano
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Bogotá convirtió su cárcel panóptica en el Museo Nacional; Ibagué la transformó en un espacio cultural; México resignificó el Palacio de Lecumberri como Archivo General de la Nación; Cuba le dio un nuevo aire a El Presidio Modelo. Por su parte, El Salvador devolvió la prisión a su papel central en la política del castigo.

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Presentamos cuatro casos de América Latina en donde los panópticos han sido transformados en espacios culturales y de memoria en torno a los derechos humanos. Y reflexionamos, en paralelo, sobre el modelo de Bukele y la “cura” para acabar con la criminalidad.

El panóptico de la ciudad musical

Construido en 1889 bajo el modelo panóptico ideado por el filósofo Jeremy Bentham —una estructura cruciforme que permitía vigilancia total desde un punto central—, el edificio fue durante 98 años una cárcel de máxima seguridad. En su momento de mayor hacinamiento, albergó más de 4.000 reclusos con un solo guardia como vigilante principal de todo el complejo. Pero las rejas de los 16.000 metros cuadrados no pudieron ser eternas. Desde 2003, cuando los últimos internos fueron trasladados a la cárcel de Picaleña, comenzó un proceso de resignificación de este espacio, que hoy se erige como una joya arquitectónica al servicio de la vida artística de los tolimenses.

De las 186 celdas originales, 72 fueron restauradas y convertidas en salas para exposiciones al público. En el centro del panóptico conservan incluso una mesa en la que los presidiarios diseñaron, de forma desconocida hasta el día de hoy, un tablero para jugar parqués; en una de las alas, un mural con el rostro del Che Guevara; las escaleras que conectaban con el segundo piso, aunque en desuso, evocan el gris y el frío de la vigilancia que se ejercía.

Algunos rincones del panóptico fueron conservados como testimonio del dolor. Una de las celdas, por ejemplo, fue adecuada —sin alterar la disposición original— para que los visitantes pudieran experimentar lo que para entonces funcionaba como un hogar de hierro: revistas con fotografías de mujeres en traje de baño pegadas en las paredes, un vaso de plástico con un cepillo de dientes, una estatuilla de la Virgen y un altillo con espacio para una “cama” extra.

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En el primer piso, cada celda fue adecuada para mostrar una historia distinta: hablan de pinturas, de botánica, del Palacio de Justicia en Bogotá, de los pijaos, de las voces del territorio tolimense. En el segundo piso funcionan las salas de ensayo insonorizadas que acogen a estudiantes de la Escuela de Formación Artística y Cultural (EFAC) y del colegio Amina Melendro de Pulecio.

El Panóptico de Ibagué es hoy uno de los pocos edificios de su tipo que han sido rescatados para la cultura en América Latina. Junto con el Museo Nacional de Colombia en Bogotá, forma parte de un legado arquitectónico que alguna vez representó control absoluto.

Una cárcel convertida en museo

El edificio en el que hoy funciona el Museo Nacional de Colombia fue originalmente uno de los principales centros penitenciarios del país: el Panóptico de Bogotá. Su construcción fue iniciada en 1874 e inaugurada en 1878. Según la investigación histórica titulada “En busca de la prisión moderna: construcción del Panóptico de Bogotá 1849-1878”, de María Catalina Garzón, este edificio fue producto de un largo proceso de reformas penales e intentos fallidos por construir una cárcel “moderna” en la capital que, durante la Colonia, contaba con cárceles rudimentarias y en condición de hacinamiento. Los menores de edad convivían con “criminales experimentados”, sin distinción alguna. Este sistema penitenciario —heredado, por supuesto, de España— se centraba en el castigo físico y el encierro, sin intención de rehabilitación.

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La transformación comenzó con las reformas liberales impulsadas por los gobiernos de Tomás Cipriano de Mosquera y José Hilario López. En 1863 se abolió la pena de muerte y se establecieron políticas para crear cárceles que garantizaran tanto la seguridad como la resocialización del preso.

El diseño del Panóptico fue elaborado en 1849 por el arquitecto danés Thomas Reed, pero pasaron casi tres décadas antes de que las obras se iniciaran. Bajo la dirección del arquitecto Francisco Olaya, la construcción siguió el modelo panóptico: una estructura radial que permitía vigilancia constante desde un punto central. Este edificio dejó de funcionar como cárcel a mediados del siglo XX y, desde 1948, sigue recibiendo visitas. Pero, esta vez, los reclusos son las obras de arte, las colecciones, las curadurías, los letreros que indican que luego de respirar tan cerca de la muerte, hay una gota de vida.

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Lecumberri, el palacio de los castigos

Cuando se abrieron por primera vez las puertas del Palacio de Lecumberri en 1900, el país aún caminaba al ritmo ordenado y rígido del Porfiriato. México trataba de seguir los modelos europeos: en los trenes, en las leyes, en la arquitectura… y también en sus cárceles. Había que modernizar el castigo. Al menos, en el papel.

Diseñado bajo el principio panóptico, Lecumberri fue concebido como una maquinaria de disciplina. Su torre central, de 35 metros, permitía a los guardias observar todo sin ser vistos; algo como “el ojo de Dios”, pues nadie sabía cuándo estaba siendo observado, aunque fuera imposible negar que todos cargaban el peso de la vigilancia en la espalda.

A lo largo de sus más de 70 años de funcionamiento, Lecumberri fue el escenario donde se escribió otra parte de la historia del país: la del encierro político y la censura. Por allí pasaron artistas, pensadores y figuras que después ocuparían páginas de libros y murales en algunos museos. Hasta el cantante Juan Gabriel, que fue encerrado por un delito que no cometió.

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Pero esa “promesa” de corrección moral pronto se fue resquebrajando. La población carcelaria superó con rapidez su capacidad original y terminó albergando a más de 3.500 internos. El hacinamiento convirtió la penitenciaría en un hervidero de enfermedades y abusos. La regeneración que se predicaba se volvió imposible en la práctica. La cárcel, que alguna vez fue proyectada como un paso hacia la rehabilitación, terminó siendo conocida como el “Palacio Negro”: el espejo de un sistema que castigaba, que ofrecía pocas salidas para recuperar la vida con normalidad. Un lugar insostenible.

En 1976, Lecumberri cerró como prisión y, en 1977, se convirtió oficialmente en la sede del Archivo General de la Nación. Hoy, los que caminan por su estructura todavía pueden ver los barrotes, las celdas y la torre, pero también encuentran miles de cajas con los papeles que cuentan el pasado de México.

El panóptico en donde se gestó la Revolución

A pocos kilómetros de Nueva Gerona, en el corazón de la Isla de la Juventud, se levanta un conjunto arquitectónico entre la maleza caribeña: El Presidio Modelo. Construido entre 1925 y 1932, bajo el gobierno de Gerardo Machado, este complejo carcelario fue concebido como una muestra de modernidad represiva. Inspirado en la prisión de Joliet, en Illinois, y bajo diseño del arquitecto César E. Guerra, fue edificado con esa misma lógica panóptica de las cárceles en nuestro país y en México.

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Pero en lugar de convertirse en un “laboratorio de rehabilitación”, como proclamaban, el Presidio Modelo resultó convertido —para sorpresa de nadie— en un infierno estructurado. La represión superó cualquier intento de reforma. Sirvió más como maquinaria de castigo que como herramienta de reintegración. Como en los casos anteriores, hubo hambre, tortura, hacinamiento, muerte.

Primero, fue cárcel para presos comunes. Luego, albergó a prisioneros políticos y extranjeros internados durante la Segunda Guerra Mundial. Pero fue en la década de 1950 cuando se convirtió en la prisión de muchas de las mentes revolucionarias.

Tras el fallido asalto al Cuartel Moncada, un grupo de jóvenes liderado por Fidel Castro fue encerrado en el mismo recinto. Desde sus celdas nació lo que sería la Revolución Cubana:; en ese tiempo de encierro, los reclusos estudiaron, debatieron, y lo convirtieron en territorio político.

La prisión fue finalmente cerrada en 1967 y, años más tarde, en 1973, parte del complejo fue convertido en museo. El antiguo centro del encierro alberga hoy al Palacio de Pioneros “15 de Mayo”, nombrado así en honor a la fecha de excarcelación de los combatientes revolucionarios.

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El Presidio Modelo fue declarado Monumento Nacional en 1978. Su modelo panóptico —único en América Latina en esta escala— sigue en pie como testimonio de una época en que el encierro fue una herramienta política, pero también como un espacio donde, paradójicamente, la libertad se pensó con mayor claridad que en ningún otro lugar.

Bukele y la nueva narrativa del castigo

En un país que ahora parece respirar orden y control, el presidente Nayib Bukele ha construido su propio “monumento al orden”: una prisión aterradora. Con casi 116 hectáreas, de las cuales 23 son ocupadas para la función carcelaria, y una capacidad para 40.000 personas, el llamado “Centro de Confinamiento del Terrorismo” fue inaugurado con cámaras, luces y lo que parecía un guion perfectamente ejecutado. Fue un evento pensado para ser visto, compartido y celebrado. Un espectáculo cuyo objetivo es convertir a los reclusos en “obras de arte” que podamos admirar desde falsas vitrinas.

Los primeros 20.000 internos —miembros de “pandillas” capturados bajo el “régimen de excepción”— fueron trasladados como piezas de un desfile: alineados, semidesnudos, rapados, tatuajes a la vista, esposados. Bukele ha convertido la cárcel en un ícono, un mensaje que va del interior y al exterior del país: en El Salvador manda la fuerza. Y manda él. Es el orgullo de Estado.

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La gran prisión se convierte en una pieza central de su mandato. No importa que los derechos humanos estén en duda, que el debido proceso se diluya o que la comunidad internacional exprese preocupación. En el fondo, la prisión de Tecoluca encierra también la idea de que el castigo masivo puede (y “debe”) ser una forma efectiva de gobernar.

Mientras en otras construcciones de América Latina se ha dado un salto hacia la resignificación de los espacios carcelarios, entendiendo que desde siempre debieron funcionar como centro para la resocialización y la no repetición, y que el arte puede calar incluso en los barrotes, El Salvador apuesta por la cultura del espanto sin vuelta de hoja.

Por Paula Andrea Baracaldo Barón

Comunicadora social y periodista de último semestre de la Universidad Externado de Colombia.@conbdebaracaldopbaracaldo@elespectador.com
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