Eran estudiantes y profesores, escritores, filósofos y pintores y músicos y políticos en ciernes y sociólogos e historiadores que cargaban con la culpa de sus privilegios. Iban hacia el pueblo ruso, hacia los campesinos y los siervos a los que sus antepasados habían ignorado, y en ocasiones, pisoteado, o de eso estaban convencidos. Se llamaron a sí mismos populistas, “narodniki” en ruso, “sirvientes del pueblo”. Renunciaron a sus vidas en Moscú, en San Petersburgo y demás, y hasta abjuraron de sus familias, herencias, trabajos, fiestas y amistades, cada vez más seguros de que sus amigos no eran aquellos personajes que habían conocido entre las altas clases y con quienes habían jugado y se emborrachaban los fines de semana, si no los que comulgaban con sus ideas de “salvar al pueblo”.
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Iban, desfilaban por las tierras de Rusia, como en una peregrinación. Llevaban libros, cuadernos y libretas, diccionarios, estampas, láminas de pinturas y dibujos y manuales de lectura para enseñarles a sus nuevos pares a leer y a conocer la historia que los había confinado al último rincón de la sociedad. Pretendían fundar una nueva Rusia. Como escribió Orlando Figes en “El baile de Natacha, una historia cultural rusa”, “se lanzaban a los caminos con un espíritu de arrepentimiento, para establecer una ‘nueva Rusia’ en la que el noble y el campesino se reunieran en el renacimiento espiritual de la nación”. Unidos al pueblo, y con el pueblo sencillo, honesto, ingenuo, sabio, puro y trabajador del campo, se fusionarían y compartirían las cargas y los saberes, los trabajos y las cruces.
Se repetían a sí mismos y eran conscientes “de que nuestra percepción de la verdad universal sólo podría haberse alcanzado perpetrando un antiguo sufrimiento del pueblo. Somos deudores del pueblo, y esa deuda pesa sobre nuestra conciencia”, como lo plasmó el sociólogo Nikolái Mijailovski en las páginas del periódico “Anales de la patria”. Algunos de aquellos “populistas” terminaron por vivir en comunidades de pequeñas aldeas en las que todos trabajaban para todos y con todos. Compartían el pan, la tierra, el hambre, el futuro, las enseñanzas y los aprendizajes, el pasado y todo lo por venir, y hasta el amor de los amantes, como lo demandaba Nikolái Chernyshevsky en su novela “¿Qué hacer?”, un manual casi sagrado de los revolucionarios socialistas rusos del siglo XIX.
En medio de aquellos sucesos y de la infinidad de opiniones que dividieron a los rusos entre adoradores de los campesinos y cultores del occidentalismo que había inculcado y defendido Pedro el Grande, Fédor Dostoievski escribió: “La cuestión del pueblo y de cómo lo vemos (…) es nuestra cuestión más importante, una cuestión sobre la que descansa todo nuestro futuro (…). Pero el pueblo sigue siendo una teoría para nosotros, y se nos presenta como una incógnita. Nosotros, los amantes del pueblo, lo consideramos parte de una teoría, y parecería que en realidad no lo amamos como es en realidad, sino como nos lo imaginamos. Y si resultara que el pueblo ruso no es como lo imaginamos, entonces, a pesar del amor que le profesamos, renunciaríamos a él sin remordimiento alguno”.
En el fondo, sus palabras iban dirigidas a una conciliación entre los partidarios de Pedro el grande y los campesinos, Occidente y el pueblo. La unión haría que el alma rusa emergiera y se convirtiera en el futuro de la humanidad, como Dostoievski pretendía plantearlo en su última novela, “Vida de un gran pecador”. “El populismo era el producto cultural de esa síntesis y, como tal, se convirtió en una suerte de credo nacional. El interés romántico por la cultura popular que arrasó Europa en el siglo XIX en ningún sitio tuvo tanta fuerza como entre la ‘intelligentsia’ rusa”, escribió Figes, para luego retomar un texto que el poeta Alexander Blok publicó en 1908, casi cincuenta años después de la aparición y el auge del movimiento estudiantil, intelectual y político de los “narodniki”.
“… la ‘intelligentsia’ llena sus bibliotecas con antologías de canciones folclóricas, épicas, leyendas, sortilegios, cantos; investiga la mitología rusa, sus ritos matrimoniales y fúnebres, sufre por el pueblo; va hacia el pueblo; está llena de grandes esperanzas; cae en la desesperación; llega a dar la vida, a enfrentarse al pelotón de fusilamiento o a dejarse morir de hambre por la causa del pueblo”, decía Blok, quien luego de La Revolución de Octubre sería considerado como la conciencia de los intelectuales rusos, y que diría, entre tantas otras cosas “Hoy no recuerdo lo que ayer pasó… / la bruma nocturna / la noche, la droguería, la calle, el farol… / los poetas / Madrugada en Moscú / Oh, primavera inabordable y sin final… / Qué difícil es caminar entre la gente… / Se aproxima el sonido… / Somos los olvidados, solitarios sobre la tierra…”
Al final, años 70 y 80 de los años mil ochocientos, los campesinos rusos no se comportaron como sus “salvadores” lo habían previsto. Dostoievski había tenido algo de razón al dudar de ellos. Su razón había surgido de sus tiempos en el exilio de Omsk y de su conocimiento de la condición humana, y se había fortalecido en le medida en que había ido escribiendo sus últimas novelas, “Los hermanos Karamazov”, “Los idiotas” y “Crimen y castigo”. En todas ellas, de una manera más clara o más sutil, aparecían personajes del campo que recelaban de todo y de todos, simplemente porque cualquier ser humano que no fuera de su familia o de sus círculos más cercanos, era sospechoso, un extraño. Los populistas llegaron hasta ellos con intenciones bondadosas, pero no dejaban de ser extraños, seres venidos de otro mundo, un peligro.
En palabras de Orlando Figes, “La mayoría de los estudiantes fueron recibidos con cautela, sospecha u hostilidad por los campesinos, que escuchaban con actitud humilde sus sermones revolucionarios pero que en realidad no entendían nada de lo que decían. Los campesinos recelaban de la educación de los estudiantes y de sus modales urbanos, y en muchos lugares los denunciaron a las autoridades. Ekaterina Breshkovskaya, más tarde una de las principales socialistas rusas, fue a parar a la cárcel después de que la campesina en casa de la cual se alojaba en la región de Kiev ‘se asustó al ver todos mis libros y me denunció al agente de policía’”. Cuando los revolucionarios les hablaban del futuro y de que algún día todas las tierras serían de todos, sin explotaciones, ellos creían que tendrían lacayos y se darían la gran vida.
Y cuando les mencionaban que no habría zar, reaccionaban con violencia. Para ellos, el zar era un “dios humano” y no podrían vivir en este mundo sin los zares. Al final, los populistas, y por extensión, sus maestros y discípulos, terminaron huyendo de la policía, y en algunos casos, de los mismos campesinos. La “causa del pueblo” se había perdido, y de paso los había perdido a ellos. Los campesinos los habían expulsado de sus tierras, sus creencias y sus costumbres, no eran más que un lejano mito, una teoría, por utilizar alguna de las palabras de Dostoievski, que tomó notas y más notas sobre lo ocurrido, y que se convenció aún más que nunca de que la única y verdura salvación de Rusia, del pueblo y de los burgueses, de los aristócratas y los antiguos siervos, era Dios.