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El héroe invisible (Por capítulos)

Presentamos el capítulo inicial de El héroe invisible, una obra de la autoría de Luca Cognolato y Silvia del Francia publicada por Panamericana Editorial.  Una estremecedora novela sobre la figura pero, sobre todo, el ejemplo de vida que dejó Giorgio Perlasca: el hombre que salvó del exterminio a más de 5200 judíos en Hungría.

Silvia del Francia y Luca Cognolato
30 de septiembre de 2021 - 12:25 a. m.
"El héroe invisible" se recrea en la Budapest de finales de la Segunda guerra mundial.
"El héroe invisible" se recrea en la Budapest de finales de la Segunda guerra mundial.
Foto: Panamericana Editorial

A Davide, a Emma, a Giacomo, a Tommaso. Se dice que la ocasión hace al ladrón. En mi caso, ha hecho algo más. Giorgio Perlasca

Agua gélida

Inmóvil y descalza en la orilla del río, Helga mira fijamente los bloques de hielo cubiertos de nieve que son arrastrados por la corriente. Nubes de plomo cierran el cielo y lo cubren de un gris oscuro, mientras el viento le quema el rostro. Un temblor empieza a sacudirla, le hace doblar las rodillas, casi le impide respirar. Quisiera gritar, quisiera correr lejos, escapar y, sin embargo, permanece escuchando el corazón que martilla violento en sus oídos. Castañean sus dientes y espera. Con un alambre atan su mano a la del hombre que tiene al lado. Una orden seca, gritada. El golpe de pistola explota sobre sus hombros, muy cerca de su cabeza, y es extraño, porque no siente ningún dolor. Desde entonces queda aturdida, se precipita con los ojos muy abiertos en el agua gélida, donde todos los sonidos desaparecen, y el cuerpo al cual está atada simplemente la hunde hasta el fondo. Hay un silencio que da miedo. El agua le aplasta el pecho, le bloquea la respiración. Agita fuerte las piernas para regresar hacia la luz, hacia el aire, abre la boca y todo desaparece.

Helga se despertó, jadeando en busca de aire, con el sudor que la bañaba y las manos que forcejeaban. “Era solo un mal sueño”, se dijo. Una cosa así de horrible nunca habría podido suceder en la realidad.

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Carrera a la estación

Budapest, invierno de 1944. Una Buick negra, con dos hombres a bordo, apareció improvisamente procediendo a gran velocidad. Las ruedas salpicaban hielo contra los cúmulos de nieve a los lados de la vía, y en dos oportunidades el conductor se arriesgó a perder el control. En cada curva los dos banderines amarillos y rojos parecían estar a punto de ser arrancados por los guardabarros. El español en el asiento trasero observaba nerviosamente a través de la ventana e incitaba a acelerar, mientras el cielo prometía más nieve. El automóvil fue conducido dentro del recinto de la estación, casi hasta las vías, y allí, bajo control, terminó su carrera con un chillido de frenos. —Señor Jorge, llegamos demasiado tarde —dijo el hombre al volante. La puerta se abrió de par en par, como si una turbina de viento, que había permanecido atrapada dentro del habitáculo hasta ese momento, se liberase; un hombre alto y rubio, sobre los treinta años, salió del auto y, gritando en un húngaro atropellado, llegó hasta la multitud de personas que estaba lista para partir, dejando al conductor a la espera con el motor encendido. Al costado del largo convoy, los soldados estaban subiendo al vagón de carga a hombres, mujeres y niños que llegaban en fila: los empujaban golpeándolos con las culatas de los fusiles en la espalda, gritando e insultando. Los más lentos o los que se resbalaban eran golpeados en la cabeza con rabia. Jorge se atravesó entre ellos; apretando un paquete de papeles en la mano, empezó a escrutar los rostros de aquellos que avanzaban en fila a lo largo de la vía o ya se encontraban frente a los vagones, listos para subir. Los soldados alemanes que cargaban los prisioneros al tren lo observaron sorprendidos, sin saber qué hacer. Como si no fuera lo suficientemente alto, cada dos pasos se levantaba sobre las puntas de sus pies, tratando de identificar un rostro entre la multitud. Era difícil lograr mantener la mirada, reconocer un rostro. Permaneció inmóvil, de pie en las vías, con una expresión de desespero y desilusión. —Troppo tardi —se le escapó de los labios la expresión en italiano. Ninguno de los prisioneros congelados osaba hablar o protestar; algunos lloraban resignados. Los soldados contaban las cabezas de los que habían sido cargados; con ochenta en cada vagón, este se cerraba y se sellaba. No sabía qué más hacer. Mientras tanto las fauces del convoy, cubiertas de paja, continuaban abriéndose y tragando personas. En un momento, Jorge pareció despertarse: con un gesto fulminante, aferró los brazos de dos gemelos que estaban pasando en la fila frente a él. Eran dos jovencitos de cabello oscuro y rizado, absolutamente idénticos, que se tomaban de la mano con una expresión de terror en los ojos. Antes de que alguno de los alemanes tratara de detenerlo, los llevó hasta su carro, los empujó hacia dentro velozmente, cerró la puerta y se apoyó sobre ella.

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Cuando vio llegar al soldado que los había reconocido, se plantó frente al automóvil. —¡Hágalos descender inmediatamente! —El militar lo amenazó con el fusil. El español alzó la mano que sostenía los documentos y respondió en alemán: —Ellos dos están protegidos por el gobierno de España. Nadie puede tocarlos. Parecía que sus ojos azules lanzaran chispas. Era más alto que el hombre armado y seguramente más importante. Este, sin saber qué hacer, se detuvo y observó alrededor en busca de ayuda. Entonces llegó un oficial a grandes pasos, y al llegar llevó la mano hacia la cintura, muy cerca de la pistola. —¡Estos dos jóvenes están protegidos por el gobierno español! Soy Jorge Perlasca, un funcionario de la Embajada de España. —Parecía que el hombre armado ni siquiera lo había escuchado y trataba de alcanzar la manija para abrir la puerta. Los dos jóvenes, acurrucados en la silla, miraban atónitos toda la escena. —¡Este carro es como si fuera territorio español! Usted no puede abrir la puerta. Existe la extraterritorialidad. El oficial, exasperado, sacó la pistola y le apuntó. —¡Basta! ¡Abra inmediatamente! Es una orden. Parecía que quisiera dispararle en la cara, ahí frente a todos. Jorge tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba, hasta detenerse para siempre; miraba fijamente al oficial sin parpadear: el miedo a la muerte inminente no parecía perturbarlo, ni convencerlo de hacer aquello que le habían ordenado. Los jovencitos contuvieron la respiración.

Raúl Wallenberg, un diplomático sueco que había observado toda la escena, se acercó y se dirigió bruscamente al oficial.

—Usted no se da cuenta de lo que está haciendo: agredir a este hombre es como agredir a la misma España.

Es una cosa muy grave. Usted está atacando a un país neutral y, más aún, amigo de su gobierno. Deténgase, mientras está a tiempo.

A sus espaldas, todos los vagones ya estaban cerrados y sellados; todos excepto uno, a la espera de cargar los últimos dos prisioneros. Rostros pálidos espiaban a través de las rejas lo que estaba sucediendo; alguno se lamentaba a baja voz, sacando los dedos por las grietas de las ventanas.

El oficial, aún con la pistola en la mano, se sorprendió por un momento; no sabía si amenazar también a Wallenberg. Entonces, maldiciendo, le dijo al español:

—Usted está obstaculizando mi trabajo. Le repito: ¡devuélvame a esos dos jóvenes inmediatamente!

—¿Usted llama trabajo a esto?

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El diplomático español tenía la cara muy cerca a la del oficial; hubo un silencio cargado y eléctrico, de esos que preceden a los estallidos de furia.

Llegó, dando grandes zancadas, un coronel de las SS, con la mirada enojada de alguien a quien le están haciendo perder el tiempo y que quiere encontrar al responsable lo más pronto posible; tan pronto como vio al superior, el oficial guardó la pistola en la funda, hizo el saludo militar y explicó el porqué del retraso, tratando de usar el menor número posible de palabras.

Perlasca, sin que nadie se lo hubiera pedido, repitió que el automóvil era territorio español y que nadie podía entrar en él sin permiso; entonces el otro volvió a protestar, y habría continuado hablando si el coronel no le hubiera hecho un gesto para que se callara. Observó a los dos hombres de pie frente a la puerta del auto. —¿Quién está en el carro? —preguntó. —Dos protegidos del gobierno de España, capturados por error. Estaban a punto de ser cargados en ese tren, en contra de las disposiciones del Ministerio de Relaciones Exteriores húngaro —dijo Perlasca. —¿Y usted es? —Jorge Perlasca. Represento a la Embajada de España. —Váyanse, ya es tarde —el alto oficial ordenó a los militares. Luego, dirigiéndose de nuevo al español, le ordenó: —Quédese con esos dos; también llegará el momento para ellos —Y se fue, girándose de golpe. Gritaron algunas órdenes, se escuchó un silbido largo, el chirrido de las ruedas metálicas y, pocos minutos después, el tren había desaparecido, con todos los hombres, las mujeres y los niños que se había tragado. Perlasca permaneció inmóvil, mientras las vías volvían a quedar vacías y los soldados subían ordenadamente a los camiones. —Señor Perlasca, permítame felicitarlo —Raúl Wallenberg se acercó con la mano extendida, después de haberse quitado el guante—. Había escuchado rumores sobre sus tenaces maneras, pero esto supera cualquier expectativa. Felicitaciones. Perlasca se giró hacia el sueco y le apretó la mano, con el aire de desilusión de quien no ha logrado completamente lo que tenía pensado.

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—Le agradezco por el apoyo que me dio hace un momento… Infortunadamente llegué demasiado tarde para salvar a algunos de mis protegidos. Wallenberg sonrió brevemente antes de responder: —Pero salvó a estos dos jóvenes. Y, ¿sabe quién era ese coronel alemán? No; realmente imagino que no. Ese era Eichmann. O, más precisamente, Adolf Otto Eichmann, Obersturmbannführer de las Schutzstaffel. Las SS reúnen a los exponentes más fanáticos de los nazistas alemanes. Él es el organizador de la solución final: el hombre que, en pocos meses, ha enviado a casi a todos los judíos húngaros al campo de Auschwitz y ahora quiere terminar la obra aquí en Budapest —dijo Wallenberg, dándole un golpecito en el hombro—. Estaba seguro de que le habría disparado. Y después me habría disparado también a mí. Yo pagué para que me entregaran un grupo de prisioneros. Usted obtuvo dos vidas a cambio de su coraje. —Yo solo escuché mi conciencia. En todo caso, se trató de egoísmo: si no hubiera hecho nada hoy, el remordimiento me habría acompañado durante toda mi vida. Wallenberg sonrió y juntos recorrieron una parte de la plataforma de carga, mientras las manos de Perlasca aún temblaban imperceptiblemente.

Por Silvia del Francia

Por Luca Cognolato

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