Pocos días después del fallecimiento de Franz Kafka, su amigo y luego su editor, albacea, y para algunos, el traidor de sus últimos deseos, Max Brod, buscó y encontró decenas de decenas de las hojas en borrador y algunos de los dibujos que Kafka le había pedido que hallara y luego echara al fuego. Guardó todo aquello, se lo llevó a su casa, y allí, día tras día y escrito tras escrito, comenzó a clasificarlo. Después lo editó. Una de las últimas obras en las que trabajó fue “El proceso”. Tiempo antes, medio en broma, medio en serio, le había dicho a Kafka que si no finalizaba esa novela, él lo haría. Cumplió su promesa. Desechó frases, añadió otras, le dio un giro a la novela como si estuviera terminada, y mientras tanto, buscó editoriales.
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Entre ofertas, rechazos, negociaciones, promesas, anticipos e infinidad de discusiones, la editorial Schmiede decidió publicarla. Cuatro años antes, durante la primavera de 1920, Kafka le había entregado la novela a Brod para que la leyera. Cuando decidió revisarla, y según lo relató Guillermo Sánchez Trujillo en su libro “Los secretos de Kafka”, “los capítulos de la novela se encontraban separados en sobres sin numerar, sin que se supiera a ciencia cierta cuál era su lugar en la novela y, algunos de ellos, estaban sin terminar. Lo peor era que tres sobres contenían varios capítulos escritos en sucesión, sin que ese orden de escritura coincidiera con el de los capítulos en la novela”. Era poco menos que imposible determinar el orden que Kafka había establecido.
Sin embargo, Max Brod decidió por su cuenta eliminar los capítulos que no estuvieran finalizados, y el resto de la obra lo trabajó según su criterio, que de algún modo tenía algo que ver con lo que durante tantos días, meses y años había conversado con Kafka. La primera versión de “El proceso” fue publicada en 1925. Tenía 10 capítulos:
- Detención. Conversación con la señora Grubach. Luego la señorita Bürnster
- Primera investigación
- En la sala vacía. El estudiante. Las oficinas
- La amiga de B
- El flagelador
- El tío. Leni
- Abogado. Fabricante. Pintor
- Comerciante Block. Despido del abogado
- En la catedral
- Fin
El manuscrito de Kafka tenía 16 capítulos. Luego de darle vueltas y vueltas, Brod decidió publicar los seis que había eliminado en la edición inicial, pero a manera de apéndice. Eran, sucesivamente, “A casa de Elsa”, “Viaje a casa de la madre”, “Fiscal”, “La casa” y “Pelea con el subdirector”. “El proceso” siguió su curso luego de aquella segunda versión, sin mayores sucesos por parte de la crítica o de los lectores. Brod continuó trabajando en sus poemas y en las anotaciones de Kafka. En 1931, anunció que había editado las obras completas de su amigo, y dejó deslizar entre sus anuncios que en ellas se podría ver el lado santo de Kafka. “Los documentos personales del legado del autor muestran al hombre severo y ejemplar en su lucha, en toda la extensión de su conciencia religiosa”, dijo entonces.
Como escribió a fines de los 90 Reiner Stach, “fue él quien no sólo dispuso, en los años después de la muerte de Kafka, la rápida publicación de las tres novelas póstumas ‘El desaparecido’, ‘El proceso’ y ‘El castillo’, sino que también facilitó de paso, mediante epílogos tendenciosos, la llave maestra metafísica; y no hablemos ya de su estilización de Kafka como asceta de un mundo espiritual ‘indestructible’”. Brod convenció a Gide, Hermann Hesse y Thomas Mann, entre otros varios escritores, de que lo ayudaran a promover esa nueva faz de Kafka. Ellos le hicieron caso, luego de leer el trabajo que había hecho Brod con los manuscritos, y de dejarse llevar por sus ambiguos argumentos.
Para Stach, “La filología crea sus propios mitos y rituales. Uno de sus conjuros más potentes dice así: fidelidad al texto. Ya Max Brod, que desde luego consideraba sus ediciones de los textos de Kafka como algo provisional, y cuya intención en un principio era captar el mayor número posible de lectores, se vio expuesto hasta el final de sus días al reproche de que su edición de los textos de Kafka mostraba impurezas, de que los había desvirtuado mediante enmiendas arbitrarias, o incluso de que los había manipulado conscientemente. El tenor de estos ataques era siempre el mismo: sólo podemos entender bien a Kafka si disponemos de sus textos originales; porque sin este fundamento el tratamiento «científico» de Kafka es en el fondo mera ficción”.
Fuera de su mundo de borradores, manuscritos, poemas propios, ensayos y teorías místicas, todo iba cambiando en los años 30 del siglo XX, más que nada para los judíos. El 14 de marzo de 1939, Max Brod constató que los rumores sobre una invasión nazi de Checoslovaquia eran más que rumores, y salió a las carreras hacia Israel. Se llevó una maleta con lo que pudo empacar, y guardó la obra de Kafka. Diecisiete años después, en palabras de Sánchez Trujillo, “la crisis del canal de Suez, que amenazó con desatar una guerra en el Oriente Medio, hizo que Brod, conocedor por experiencia propia de los peligros que corrían los manuscritos en tiempos de guerra, los llevara a Suiza”. Allí los ubicó en una caja fuerte.
Mientras Brod luchaba por su vida y la de sus archivos, la obra de Kafka y su vida misma iban haciendo que aparecieran otros kafkólogos. Uno de ellos, Malcolm Pasley, había conocido a una de sus sobrinas, Marianne Steiner, hija de su segunda hermana, Valli, y quien se había ido a vivir a Londres por los tiempos de la segunda guerra mundial. Pasley estudiaba en Oxford, igual que uno de los hijos de la señora Steiner, Michael. Por él, y a través de él, tuvo acceso a la familia Kafka, y con el tiempo, se convirtió en uno de sus consejeros más recurrentes. Como lo reseñó Sánchez Trujillo, “Cuando Pasley se enteró de que Brod ya no tenía los manuscritos de Kafka en su apartamento de Tel Aviv, pidió autorización para su traslado a la biblioteca Bodleian de Oxford a las tres sobrinas de Kafka”.