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“El nuevo vallenato debe recuperar su voz crítica y poética”: Santander Durán Escalona

El compositor hará parte del XVI Festival de Literatura de Bogotá, que irá del 6 al 8 de noviembre.

María Paula Valdés

05 de noviembre de 2025 - 04:01 p. m.
Santander Durán Escalona ha sido ganador en cuatro oportunidades del concurso de la Canción Inédita del Festival de la Leyenda Vallenata. 1971, 1987, 2000. 2007.
Foto: Cortesía del artista
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En la decimocuarta edición del Festival de Literatura de Bogotá, que este año se celebra bajo el lema «Ma Bangaña»: Oralitura y Tradición Oral, la palabra se entiende como un acto de memoria y resistencia. El nombre, inspirado en el relato del maestro Rafael Cassiani, significa el calabazo —ese objeto que rescata cuerpos perdidos en el agua— en palenquero y representa la fuerza de la voz que devuelve a la superficie las historias que no deben olvidarse.

Este evento se llevará acabo entre este 6 y 8 de noviembre en el Auditorio Sonia Fajardo Forero de la Universidad Kónrad Lórenz (Cra. 9 bis No. 62 - 43, Ala Sur). El evento es organizado por la Fundación Farenheit 451 en colaboración con el Instituto Distrital de las Artes, es de entrada libre y tendrá 18 actividades, en las que se rendirá homenaje a la oralidad como guardiana de la identidad, reuniendo a artistas que exploran la palabra hablada desde expresiones ancestrales hasta manifestaciones contemporáneas.

En esa misma corriente se inscribe la obra de Santander Durán Escalona, compositor, poeta y heredero de una familia marcada por la narrativa (es sobrino del legendario Rafael Escalona) y la música del Caribe colombiano. Su nombre está ligado a una generación que transformó el vallenato en algo más que un género musical: una forma de contar, de pensar y de sentir el territorio.

En esta conversación, Durán, reciente ganador del Libro de oro de la literatura colombiana y ganador en múltiples oportunidades del concurso de la Canción Inédita del Festival de la Leyenda Vallenata, comparte los recuerdos de su infancia, la influencia de su entorno familiar y educativo, y su mirada sobre la función social del arte. Habla del amor, la memoria y la injusticia con la serenidad de quien ha vivido para escuchar y narrar. Sus palabras confirman que la oralitura no solo habita en los libros o los escenarios, sino también en la voz del juglar que convierte la vida cotidiana en relato.

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Usted proviene de una familia con gran herencia narrativa y musical. Sin embargo, su obra revela también una formación más introspectiva y literaria. ¿Qué experiencias educativas —formales o autodidactas— influyeron en su manera componer?

Es cierto: por ambos lados de mi familia hay una tradición de grandes narradores orales. Aunque el más reconocido fue Rafael Escalona, las dos ramas —de Aracataca y de Ciénaga, Magdalena— tienen esa raíz. Por circunstancias de la vida, mi padre terminó en Valledupar, donde se casó con mi madre, que era su prima en segundo grado. Así quedé cruzado en una mezcla de herencias y temperamentos que, de algún modo, canalicé en la música.

Al comienzo mis inclinaciones fueron hacia el dibujo, pero en mi entorno no había maestros ni pintores que me orientaran. Luego, al ingresar al bachillerato en el Colegio de la Universidad Libre de Barranquilla, tuve contacto con profesores muy formados intelectualmente. Era una escuela de pensamiento libre que enseñaba a analizar la información desde diferentes fuentes. Eso despertó en mí el interés por lo social y lo económico.

Viví en la casa del maestro Aquiles Escalante, exrector de la Universidad del Atlántico y uno de los primeros antropólogos en investigar el Palenque de San Basilio. Tenía una biblioteca pequeña pero muy bien seleccionada, y me permitió leer todo lo que quisiera. Esa libertad fue decisiva en mi formación.

Durante esa época, mis primeros amores coincidieron con la distancia del terruño. La nostalgia me llevó a escribir mi primera canción, Añoranzas del Cesar, que rompió con los moldes del vallenato tradicional. Era un tema romántico, influido por Gustavo Adolfo Bécquer y por poetas del Siglo de Oro español. Sin proponérmelo, la canción se difundió por toda la región gracias a un grupo de jóvenes que la promocionaron en un disco patrocinado por una empresa barranquillera. Fue mi primer encuentro con un micrófono, y sin saberlo, mi primera canción ya era un éxito en toda la zona. Así comenzó todo.

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¿Recuerda algún momento que lo haya marcado como creador antes de saber que se dedicaría a la composición?

En mi niñez tuve la fortuna de presenciar las parrandas que se hacían en casa de mi abuela, donde participaba mi tío Rafael Escalona, entonces muy joven, elegante y admirado. Aquellas reuniones eran verdaderos acontecimientos sociales. Lo observaba con fascinación, sin imaginar que yo también me acercaría algún día a la creación musical.

Vivíamos en una finca cercana a Valledupar. Mi padre era un hombre recto, masón, y me dijo una vez: “Con un solo Rafael Escalona en la familia basta y sobra”. Le hice caso y me dediqué a estudiar. Sin embargo, en la adolescencia, cuando los jóvenes regresábamos a Valledupar en vacaciones, comenzamos a reunirnos para tocar guitarra y cortejar a las muchachas. En esos encuentros aparecieron nuevas figuras, como Emiliano Zuleta y otros jóvenes que luego serían importantes en distintas artes: unos en la pintura, otros en la poesía o la música. Allí se fue gestando una nueva generación cultural.

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En sus canciones se siente tanto la voz del juglar que cuenta historias como la del poeta que piensa y siente. ¿Cómo logra unir esas dos maneras de expresarse?

Es un misterio que todavía no puedo explicarme del todo. A veces, a partir de una metáfora, surge una canción completa, y puede ser romántica o social. No hay una fórmula. Pero sí he comprobado que en muchas regiones del país existen juglares anónimos que componen sobre los problemas sociales. Lo he visto, por ejemplo, en la Oficina de Restitución de Tierras: campesinos que narran en versos su dolor y su esperanza. Allí hay un tesoro escondido, un patrimonio oral que aún no se ha recopilado y que forma parte esencial de la memoria nacional.

Al considerar el vallenato como una forma de literatura oral, ¿qué escritores, poetas o textos de la literatura colombiana o universal siente que dialogan con este género musical?

He leído de todo, pero el romanticismo marcó mi camino, especialmente Gustavo Adolfo Bécquer y García Lorca. En Valledupar, por entonces, surgía una generación de jóvenes bachilleres con inquietudes artísticas. Tuvimos la fortuna de contar con un sacerdote español, Fray Mariano, quien fundó el Club Nuevas Juventudes para integrar a los hijos de las dos corrientes sociales y económicas de la ciudad: los vallenatos ganaderos y los comerciantes llegados de otras regiones. Ese club se convirtió en un punto de encuentro cultural y social, incluso en el lugar donde se gestó la creación del departamento del Cesar. Allí nacieron nuevas amistades, matrimonios y proyectos, y también una conciencia más amplia sobre la realidad del país.

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En canciones como Las bananeras o Lamento arhuaco hay una mirada profunda hacia la historia, la injusticia y la identidad. ¿Cree que el compositor vallenato también debe ser un cronista de su tiempo?

Sí, lo creo firmemente. En mis años de estudiante leí un texto de un filósofo llamado Macedonio Fernández que decía que los artistas tienen un compromiso social con sus comunidades. Esa idea me marcó. Yo venía de la Universidad Libre de Barranquilla, donde nos enseñaban a entender cómo funcionan los países y a pensar con sentido crítico. Además, crecí en una finca donde convivíamos en igualdad con los hijos de nuestros trabajadores. Eso me dio una visión humana y solidaria.

De ahí nació mi preocupación por reflejar en las canciones las realidades sociales. Mi primera composición fue en 1960, cuando apenas comenzaba la Revolución Cubana. Poco después escribí Las bananeras, inspirada en mis visitas a la zona bananera del Magdalena. Allí conocí a ancianos que habían vivido la masacre y pude ver el contraste entre el auge algodonero de Valledupar y el abandono económico de esa región. Todo eso se tradujo en canciones que buscan dejar testimonio y memoria.

Si observa el panorama actual del vallenato, ¿qué temas cree que aún no se han dicho y que podrían inspirar al nuevo canto vallenato?

Somos muy pocos los compositores que hemos tratado los temas sociales dentro del vallenato. Algunos lo han hecho, como Hernando Marín o Julio Oñate Martínez, pero en general el género se ha enfocado en lo romántico y lo festivo. No critico eso, pero creo que el vallenato puede y debe profundizar más en los problemas ambientales, políticos y sociales que vivimos. Hay una tendencia reciente a canciones sin contenido literario ni fondo emocional, solo con estribillos repetitivos. No es culpa de los jóvenes compositores; tiene que ver con las circunstancias y la falta de conciencia sobre la realidad del país. El nuevo vallenato debe recuperar su voz crítica y poética.

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Si tuviera que definir su legado, ¿qué idea o sentimiento le gustaría que se mantuviera como esencia de su obra?

He procurado dejar en mi obra un sentimiento romántico, una voz de protesta y una mirada crítica sobre los problemas sociales. Lamentablemente, ese tipo de canciones no tienen mucha difusión comercial porque los medios están controlados por grandes intereses económicos a los que no les conviene promover obras que generen conciencia social. Sin embargo, confío en que esas canciones permanezcan en la memoria colectiva, transmitidas de boca en boca, como decía Escalona: “de oído a oído, como un bostezo”. En la música vallenata —y en otros ritmos del país— hay verdaderas joyas narrativas que, dentro de cien años, permitirán entender la historia social de nuestro tiempo.

Por María Paula Valdés

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