Los animales no humanos nunca habían formado parte de mi vida. Les temía a los perros y cuando agarraba un animal —un pájaro, un conejo— la sensación de los huesos me estremecía. Nunca había tenido el interés de imaginar un topo. Tampoco había querido enterarme de que existían las ratas de agua. Ni me había preguntado por la diferencia entre una nutria y un tejón.
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Entonces, muchos años después, tuve un gato.
Y luego una gata.
Y en sus ojos —amarillos y sumamente humanos— me di cuenta de una obviedad que yo no había conocido: que lo humano se debe a la naturaleza que lo abarca y lo precede, y que el apego o el temor o la añoranza —aquello que comenzaba a leer en esos ojos— han sido las pasiones de los que rugían mucho antes de que apareciera mi lenguaje.
Entonces, pocos meses después, obtuve un libro.
En él, acompañé —de ida y de regreso— la travesía de un grupo de animales en un bosque. Leí que un topo, un día, abandonaba su agujero y, por primera vez en su vida, veía un río. Leí que allí conocía a una rata de agua, que le daba de comer y le presentaba a un tejón, a una nutria y a un sapo. Leí que emprendían un viaje por el campo. Leí acerca de picnics, caminatas, choques, desencuentros y reencuentros, escapes, canciones, fiestas, peleas, reconciliaciones, arrestos y persecuciones. Leí las vidas de unos animales que hablaban y vi que en cada uno sobresalía un rasgo que hasta entonces yo consideraba humano: la osadía, la prudencia, la melancolía, la astucia. Leí que el tiempo pasaba y que al bosque llegaba un invierno que enseguida se convertía en primavera. Leí que algunos animales se marchaban y que otros se encerraban. Leí que unos se perdían y que otros regresaban, y que la travesía parecía ser el hogar permanente de unos cuantos.
Ninguno de los animales tenía nombre, salvo el común de todos aquellos de su especie. El topo se llamaba Topo; el sapo, Sapo; la nutria, Nutria; y el tejón, Tejón. Pensé en mis gatos, de los cuales ninguno parece ser consciente de que les he dado un nombre propio. Pensé, además, en mi experiencia, que a lo mejor sería otra si mi nombre fuera Hombre, que es el nombre de todos los que, siendo otros, también son como yo.
Seguí leyendo.
De repente, en la travesía, junto a Topo y Rata, me pregunté por su origen y reparé en la posibilidad de nuestro origen compartido:
Topo se sintió sobrecogido y una presión le paralizó los músculos. No era un ataque de pánico, sino un espanto que lo abatía y lo cautivaba. Sin poder verla, él sabía que se trataba de una presencia augusta que estaba muy muy cerca. Aunque quizá nunca se habría atrevido a levantar la mirada, los llamados todavía lo dominaban imperiosamente. No se negaría, así la Muerte expectante le propinara un golpe cuando sus ojos mortales vieran lo que hasta entonces había estado legítimamente oculto. Topo miró al Amigo y Protector a los ojos, en medio de la claridad absoluta del amanecer inminente. Vio el arco invertido de los cuernos curvos bajo la creciente luz del sol y vio la nariz adusta y aguileña entre los ojos bondadosos que lo veían desde arriba.
(...)
Cuando Topo y Rata volvieron a abrir los ojos, la visión se había esfumado. Observaban con perplejidad y con una tristeza inocente que se agudizó cuando se dieron cuenta de lo que habían visto y perdido. Con el toque ligero de la brisa llegó un olvido instantáneo, pues este es el mejor y último regalo que el semidiós dadivoso se esmera en otorgar a aquellos a quienes se les ha revelado y ha ayudado: el regalo del olvido.
El viento en los sauces, de Kenneth Grahame, es una novela infantil sobre animales parlanchines y, fiel a su tradición literaria, es a la vez un tratado sobre las correspondencias entre lo humano y lo vivo. Su lectura es, como la experiencia de Topo, una dádiva, que le muestra a uno el dios que habita en la mirada de todo animal.
Esta novela me dio, y ojalá se lo dé a sus nuevos lectores, el regalo del olvido. Verse en el espejo de Grahame —el espejo de animales que son como nosotros siendo otros— es una forma de imaginar el origen compartido, lo que a su vez es una forma de hacerse pequeño para apreciar la grandeza de otros más pequeños que nosotros. Quien lea a Grahame recordará que ser humano es vivir obliterado. Que su vida —al igual que la de Topo, Tejón, Sapo y los demás animales del Bosque Salvaje— es un esfuerzo que mengua, y que luego se repone, para luego ser de nuevo un esfuerzo que mengua y se repone.
Para poder ser vida, toda vida olvida el dolor de consumirse y olvida la desolación de que al día solo pueda sucederle la noche. Pero, entre dolor y olvido y dolor, también surge el éxtasis: el gozo de ser un animal vivo en el mundo. Ser fugazmente consciente de este gozo, parece decirnos Grahame, es como ver a un dios dadivoso, amigo y protector, de cuernos curvos y nariz adusta, que, aun olvidado, nos recuerda de cuántas formas lo estamos siempre vislumbrando.
En las patas de un tejón.
En el hocico de un topo.
O en los ojos amarillos de una gata.