Nueve días antes del golpe de Estado en Chile, Isabel Allende compartía un almuerzo en La Moneda con su primo Salvador Allende, presidente de la República. Fidel Castro le había enviado desde Cuba un helado de coco y, según recordó la escritora, Salvador lo defendía con entusiasmo infantil, entre risas y pequeñas disputas familiares por arrebatarle una cucharada.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
La ligereza del momento se quebró cuando la conversación derivó hacia la campaña de desprestigio del Diario El Mercurio y los rumores de renuncia del mandatario. Entonces, con voz grave, el presidente dejó clara su decisión: no saldría del palacio salvo muerto o cuando terminara su mandato, no traicionaría al pueblo. El silencio que siguió fue tan inesperado como definitivo: solo él parecía comprender la magnitud de lo que se avecinaba. Para Isabel, esa mezcla de juego y presagio sería el último recuerdo vivo de su primo.
El día que todo cambió
La mañana del 11 de septiembre de 1973, Isabel, que entonces tenía 31 años, salió rumbo a su trabajo en una revista. Las calles estaban desiertas, los camiones militares ocupaban las esquinas y el ambiente era de tensión contenida. “Debe ser un golpe militar”, pensó, aunque apenas entendía lo que esas palabras implicaban. Los rumores circulaban hacía tiempo, pero en Chile persistía una confianza ingenua: los uniformados podían intervenir en Argentina o en Centroamérica, pero jamás se tomarían el poder en Santiago.
La redacción estaba cerrada con candado. Sin un destino claro, caminó hasta la casa de su amigo Osvaldo Arenas. Lo encontró solo, aferrado a una radio portátil, con lágrimas que corrían sin freno por sus mejillas. Desde ese aparato salía una voz quebrada que ya no era solo la del mandatario, era la de un país que comenzaba a hundirse en otra época. Arenas repetía una frase que sonaba a letanía: ‘Van a bombardear La Moneda, van a matar al presidente’.”
La noticia del asalto al Palacio se expandió con rapidez. Los tanques avanzaban, los aviones de la Fuerza Aérea descargaban bombas, el humo cubría el cielo de la capital. En medio de ese estruendo, Salvador Allende cumplía la promesa hecha días atrás en la sobremesa familiar: no se rendiría. Eligió morir antes que renunciar. Aquel disparo final, íntimo y político a la vez, selló su destino y el de un país entero.
Ese 11 de septiembre no solo terminó con la vida de Salvador Allende, también inauguró un largo ciclo de sombras. Allende, médico y político socialista, había llegado a la presidencia con la coalición de la Unidad Popular y defendía lo que llamó la Vía chilena al socialismo: nacionalizar el cobre, profundizar la reforma agraria, redistribuir la riqueza. Ese proyecto quedó sepultado bajo los tanques y los aviones que se tomaron Santiago. A partir de ese día, el general Augusto Pinochet instauró una dictadura que se prolongó durante diecisiete años. El país se llenó de presos, exiliados y desaparecidos; la democracia quedó suspendida y el miedo se volvió parte de la vida cotidiana.
Para Isabel, esa jornada se convirtió en una marca definitiva. Años más tarde, en su libro Paula, recordó que el Golpe Militar de Chile fue una de esas encrucijadas dramáticas que cambiaron su rumbo. Confesó que lo evocaba con la misma intensidad con que evocaba la muerte de su hija mayor: tragedias que marcaron su vida y la obligaron a reinventarse.
El exilio como condena y raíz
El desarraigo no llegó de inmediato, pero fue una consecuencia inevitable. Antes de convertirse en novelista, Isabel Allende ejerció como periodista. Su trabajo en revistas feministas y programas de televisión la mantuvo cercana a la realidad cotidiana. Años más tarde reconoció que el periodismo, el teatro y la televisión fueron los encargados de mantenerla ocupada, hasta que el golpe de Estado la enfrentó de manera brutal con la política y la obligó a cambiar de rumbo.
Llevar el apellido Allende se volvió un peligro. Las amenazas de muerte llegaron pronto y, en 1975, no tuvo otra salida que abandonar el país. Creyó que sería por unos meses, pero la dictadura alargó ese destierro hasta convertirlo en un exilio definitivo.
El exilio fue más que un cambio de geografía. Isabel lo entendió como una consecuencia inevitable que implicó pérdida: pérdida que se transformó en escritura. Las noches se llenaron de páginas escritas en secreto, cargadas de nostalgia por un Chile al que no pudo regresar. De esa vigilia nació La casa de los espíritus, la novela que la puso en el mapa literario.
La memoria compartida
La muerte de Salvador Allende no fue la única herida de aquellos días. Doce días después del golpe, falleció Pablo Neruda. La dictadura allanó su casa, destrozó objetos, rompió botellas, quemó recuerdos. En el funeral, pese a la vigilancia militar, el pueblo acompañó al escritor con cantos, consignas y lágrimas. Para Isabel, ese día no solo enterraron al ganador del Nobel, también a Allende, a Víctor Jara, a cientos de víctimas, y con ellos a la democracia y a la libertad.
Con los años, la escritora también aprendió a reconocer las sombras de la memoria. En Mi país inventado evocó a quienes apoyaron la dictadura, a esa parte de la sociedad que confundió orden con limpieza, silencio con seguridad, represión con tranquilidad doméstica. Esa mirada, amarga más que acusatoria, mostró cómo la historia se filtraba en la intimidad y obligaba a cada persona a elegir entre el silencio o la resistencia.
En el fondo, Isabel nunca dejó de escribir sobre aquel 11 de septiembre. Aunque sus novelas crucen continentes y generaciones, el eco del golpe y del exilio permaneció. Estuvo en La casa de los espíritus, con sus fantasmas que se niegan a abandonar la memoria. Estuvo en Paula, convertida en carta y testamento para su hija enferma. Estuvo en cada entrevista donde ella rescató la imagen de su primo como un hombre leal hasta la imprudencia, incapaz de concebir la traición.
Cincuenta y dos años después, ese otro 11 de septiembre —el chileno, el latinoamericano— sigue siendo una fecha que no se clausura. No es solo una marca en el calendario, es un eco que regresa en cada libro, en cada palabra, en cada exilio repetido por quienes también tuvieron que partir.
Y quizás por eso, entre todas las memorias posibles, Isabel Allende conserva el recuerdo de aquella sobremesa en la que Salvador Allende, con una copa de helado de coco en la mano, anunció lo que estaba por venir. Para ella, no fue solo una frase, sino una despedida anticipada, un gesto que aún hoy sigue dialogando con la literatura y con la historia.