El Magazín Cultural

El retablo incorrecto (El monstruo en el hueco X)

Presentamos el capítulo número X del libro "El monstruo en el hueco", escrito a modo de correspondencia por Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio.

Ángel Blas Rodríguez / Alfonso Rubio
24 de febrero de 2020 - 04:00 p. m.
Imagen del subcomandante Marcos, del EZLN, Chiapas, México.  / Cortesía
Imagen del subcomandante Marcos, del EZLN, Chiapas, México. / Cortesía

Mi querido Alfonso

Sin palabras, como bien dices. Sin palabras y casi sin ánimo, en ocasiones como esta, para seguir teniendo fe en el continente que amablemente nos acoge. Violenta violencia la de tu carta que todavía me tiene acongojado y me hace reflexionar. Deduzco que la historia colombiana es probablemente la más excelsa metonimia de la tortuosa historia política latinoamericana que convirtió, a lo visto, el corte y confección en un arte de tortura hasta casi terminado el siglo XX. Recuerda, como ejemplo, las miserias periodísticas de nuestra juventud: Chile, Argentina, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Paraguay, Perú y otros casos que se han desdibujado en mi memoria.

Si desea leer el capítulo anterior de este libro, ingrese acá: Violenta violencia (El monstruo en el hueco IX)

No es comparable, yo creo, la reciente historia política colombiana con la de México. En este país la violencia social permanece, tal y como te conté en una de mis primeras cartas, pero la violencia política se mitigó a partir de los años 30 del siglo XX. Ocurrió después de la Revolución, la de los mitos de Zapata y Pancho Villa, las guerras Cristeras y de la imperecedera victoria electoral del Partido Revolucionario  Institucional (PRI). Sin  embargo, nunca  dejó  de  estar  presente -desapariciones de políticos, asesinatos de sindicalistas y estudiantes, vinculaciones con cárteles de la droga- y todavía permanecen restos de guerrillas urbanas y rurales, la más famosa de las cuales es el EZLN del subcomandante Marcos en Chiapas.

Si está interesado en leer el capítulo anterior de esta serie, ingrese acá: La sonrisa de la calaca (El monstruo en el hueco VIII)

Violencia social y violencia política, sociedad intimadada y política intimidatoria, el círculo vicioso de la historia colectiva de los latinoamericanos. ¿No te preguntas a veces, Alfonso, cómo es posible tanto desvarío?. Ensayos habrá sobre ello, pero no cabe duda de que los males endémicos de esta región ayudan en buena medida a que se haya perpetuado hasta hoy: hablo, cómo no, de la corrupción y la desigualdad social. Desigualdad que las encuestas –ver el Latinobarómetro- todavía en la actualidad nos dicen que permanece en la realidad física y mágica de estas sociedades. Desigualdad que está en el origen y en el destino, en el escenario y en las bambalinas de toda clase de ataque ideológico y cotidiano a los demás.  Es evidente que la violencia social y la política es una enfermedad sobradamente diagnosticada, y la clase dirigente de estos países actúa como el virus más virulento. ¿Es que no hay terapia que lo cure?. Yo me apunto a la que dice un buen amigo mexicano, Emilio: la solución pasa por un ‘libro de estilo’ de obligado cumplimiento para todos los políticos, a lo que acto seguido añade: “o mandarlos a todos a la chingada”. Un manual que ponga rumbo a las expectativas de bienestar, justicia e igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Un libro de estilo inspirado en las  voces personales y anónimas surgidas de la sociedad civil, escrito con palabras de concordia pero también de fuego y llanto como las de tu Ovilpia Gutiérrez y encuadernado con un espíritu ciudadano más reivindicativo y crítico. Un manual confeccionado con los testimonios del pasado y las esperanzas del porvenir.

Si está interesado en leer el capítulo anterior de esta serie, ingrese acá: Transportando Jaramillos y Restrepos (El monstruo en el hueco VII)

Déjame, Alfonso, que te muestre un ejemplo de alguna de esas voces anónimas que deberían inspirar el libro de estilo latinoamericano: la de los pobres o desheredados de la Ciudad de México. Por cierto, que últimamente andan enojados. La Iglesia mexicana ha propuesto candidatos para la próxima beatificación en Roma y ellos no se sienten representados en ese retablo oficial. Y es que como nadie les hace caso en la tierra, quieren enviar sus propios delegados al cielo. De esa manera esperan tener más despejado el camino al Paraíso, donde parece ser que no hay problemas de subsistencia.

Así, desde los barrios periféricos de poniente, donde viven los más pobres en la escala de miseria social, claman por Santa Prieta Nativa. Es la santa de los indígenas de Distrito Federal, las gentes que hablan lenguas de otras tierras mexicanas, las caras del color de la tierra, confusas y desorientadas por el asfalto, por la velocidad de vivir y morir y por las desesperanzas cumplidas.

Si está interesado en leer el capítulo anterior de esta serie, ingrese acá: Los tránsitos del arco iris (El monstruo en el hueco VI)

Esta Santa nació en un poblado indeterminado de Oaxaca o Guerrero. Hija de una familia de ocho hermanos de los que sobrevivieron a la infancia seis. Sus padres eran agricultores de una tierra dura que nunca se mostraba generosa y donde la comida escaseaba como la lluvia. Inevitablemente, siendo todavía adolescente, Prieta emigró a la Ciudad de México empujada por la llamada de otros paisanos. Allí encontró alojamiento bajo techo de tablones y se dedicó a recoger papeles y cartones para venderlos. Pero un día apareció en la zona una banda que se autoasignó el derecho a todos los materiales de desecho que produjera el barrio y amenazó a los que, como Prieta, se ganaban la vida con ellos. La misma Santa y otros recibieron palizas cuando recogían cartones y les robaban y amenazaban con cosas peores si les volvían a sorprender en labores que, decían, ya no eran las suyas. Los cartonistas, asustados, se plegaron a las condiciones o buscaron otras formas de subsistir. Pero no Prieta. Ella, como los demás, tenía hambre y también el orgullo de su raza. Así que, haciendo caso omiso de sus vecinos, salió a trabajar... Entonces, el coche azul de siempre llegó y engulló a Prieta y la llevó a un descampado donde sufrió martirio, siendo quemada con sus propios cartones.

Si está interesado en leer el capítulo V de El monstruo en el hueco, ingrese acá: La tribu de los paisas (El monstruo en el hueco V)

Distrito Federal tiene un gran vertedero de basuras, un paraje de colinas multicolores que el tiempo pone gris, como a las muchas personas que allá viven, a sus pies. Y desde allí reivindican al Santo Aguirre de la Colina, el santo venerado por los pepenadores, que es como llaman a los rastreadores de las montañas de desechos urbanos, rostros de bronce que han hecho de las sobras de los demás su medio de vida.

Aguirre nació en las tierras de Puebla, de familia mestiza prieta, muy modesta y con varios hijos varones. Todos emigraron a la Gran Ciudad. Desde el principio se instalaron cerca del enorme vertedero que se pinta como una mancha blanca en los mapas. Siendo él sólo un niño, ya acompañaba a su padre y a sus hermanos en busca de tesoros de latas de aluminio, ropa, aparatos de electrónica y botellas de vidrio que después vendían y así conseguían algunos pesos para ir tirando. Con los años se convirtió en un pepenador experimentado que sabía distinguir a golpe de vista dónde encontrar objetos de valor. Y su saber lo transmitía a los nuevos que se incorporaban a la colina, a pesar de que toda persona y perro que se movía en aquellas sierras de desperdicios eran competidores. Por ello, Aguirre era muy respetado: con él se podían descubrir pequeños “eldorados”. Pero un año que la temporada de lluvias se presentó más dura de lo habitual, el vertedero se reblandeció; su subsuelo se llenó de agua y, otra nueva mañana de sol gris y mojado, la colina comenzó a desplazarse bajo los pies de los pepenadores. Todos corrieron hacia un lugar firme, pero la lenta avalancha atrapó a un niño que, poco a poco, era engullido tras el sonido de los metales y de sus gritos angustiosos. Miraban atónitos, pero nadie se atrevió a saltar en su ayuda que se adivinaba inútil. Excepto Aguirre. Se le vio rápido, como cuando descubría algún preciado objeto antes que cualquiera. Con gran esfuerzo arrancó al chamaco de la furia del desecho y lo lanzó rodando por la vertiente mientras, momentos después, él mismo desaparecía en las entrañas de la colina de basura en busca de un tesoro más oculto que cualquier otro.

Si está interesado en leer el capítulo anterior de esta serie, ingrese acá: Urbis paternus (El monstruo en el hueco IV)

Con la regularidad que marcan los sexenios presidenciales, México se sumergía en una profunda crisis económica y barrios tradicionalmente modestos de la ciudad, aunque no pobres, eran arrastrados por ella al infortunio de los desheredados. Allí hablan en alto de su San Pancho Chaparro, un hijo de la ciudad cuyos antepasados hace mucho tiempo que llegaron al Gran Valle y asentaron sus raíces en él.

Su padre era distribuidor comercial y había conseguido pagar la furgoneta con la que trabajaba. Cuando Pancho cumplió catorce años se puso a trabajar con él para ayudar a la economía familiar y, además, sacaba tiempo para colaborar en una asociación cristiana que buscaba bienes a las familias necesitadas de la zona. De pronto, un terremoto financiero, de esos que ellos nunca llegaban a entender, les dejó sin trabajo. Así que, como tenían vehículo propio, decidieron recorrer los barrios pudientes del sur de la ciudad en busca de muebles desechados y otras piezas de madera que luego vendían a un almacén de reciclaje. Pancho, mientras su padre conducía, se colocaba en la parte alta del vehículo para avistar las presas en la distancia; además aprovechaba esa superficie para apilar parte del material encontrado. A veces obtenían buenos botines, otras se volvían a casa de vacío. Pero a Pancho esta situación de escasez generalizada en vez de frenarle en sus impulsos generosos se los acentuaba. Cuando conseguía piezas, reservaba alguna a familias que tuvieron que vender sus muebles para pagar deudas, o a jóvenes parejas recién casadas que se veían obligadas a seguir viviendo en casa de los padres por falta de recursos, o bien a ancianos necesitados de leña. Cada vez eran más las familias surtidas por Pancho y, durante los cuatro años que duró la provisión, su fama y estimación fueron en aumento. Cuatro años cerrados bruscamente cuando, camino de los barrios acomodados del sur, un coche saltó su semáforo y la furgoneta de Pancho frenó con brusquedad; entonces él salió despedido del techo de la misma junto con sus tablones y muebles que, al llegar la ambulancia para recoger el cadáver, ya se los habían llevado gentes que los necesitaban.

Si está interesado en leer la entrega enterior de esta serie, ingrese acá: Aburrae ciudad (El monstruo en el hueco III)

Debido a esas habituales y bruscas crisis económicas, otras familias de clase media lloraron la desesperación de haberse convertido en ángeles caídos de una vida apacible y de posibles. Y éstos reclaman la memoria perenne de San Cristóbal del Cruce, el santo protector de las gentes del semáforo, los voceadores de periódicos, limpiaparabrisas, payasos, malabaristas, comefuegos, encarados, publirepartidores y vendedores de toda clase de género.

Cristóbal nació en una familia del Distrito. Cursó estudios de secundaria y pronto consiguió trabajo como administrativo. Se casó, tuvo dos niños y una vida cómoda. Pero la crisis del año 94 le hizo una de sus víctimas: la familia quedó endeudada y le embargaron la casa y el coche. Cristóbal no se hundió, realizó trabajos ocasionales mal pagados, pero siempre mantuvo la esperanza de volver a dar a su familia la posición desahogada que habían tenido. Y luchaba por ello. Finalmente, animado por un pariente, se puso a vender en uno de los semáforos del centro de la ciudad. Ofrecía todo tipo de productos que cambiaban según modas o temporada del año. Cristóbal tenía mucha personalidad, era un líder natural y, con el tiempo, consiguió que en su semáforo los vendedores se organizaran, acudieran ordenadamente a los coches e incluso se recolectaban ayudas si alguno de los compañeros enfermaba. Tras dos años que sirvieron de ejemplo a muchos semáforos de la ciudad, Cristóbal encontró trabajo asalariado en una oficina bancaria en la que no tardó en prosperar. Entonces era él quien aparecía con su coche en los semáforos y adquiría productos a sus habitantes para que cundiera el ejemplo entre los demás conductores. Se preocupaba de las gentes del semáforo, les buscaba trabajo, les procuraba pequeños créditos para montar negocios y también préstamos con los que cubrir sus necesidades primordiales. Pero, en una ocasión, decidió conocer nuevos semáforos y llegó a aquél de un único habitante que vendía vida a cambio de pesos con una pistola en mano. Y Cristóbal, esta vez, no quiso comprar, se resistió... y entonces le regaló muerte.

Si desea leer el segundo capítulo de esta serie, ingrese acá: Medellín: La estrella más inquieta (El monstruo en el hueco II)

La Ciudad de México, la urbe con más necesitados en un país con demasiados, habla el lenguaje universal de la penuria. La pobreza, sobre todo la pobreza latente, está extendida y presente en el paisaje, es tan real que casi desaparece en la omnisciencia, y, tan histórica que el futuro de una parte de su población se acabó ayer cada día. Sus marginados, como los del resto de países, son silenciosos, resignados, pues se saben los descendientes de aquellos innombrados hermanos de Adán y Eva que nunca entraron en el Paraíso, los condenados a vivir en la parte incorrecta del mundo. Sin embargo, Alfonso, tienen una voz que aportar al libro de estilo del futuro mexicano: la de la imagen, el grito ilustrado del retablo que narra historias de su estirpe; y un nombre: el de los santos de su propia vida, a los que buscan acomodo en las ricas hornacinas de pan de oro sustentadas por las columnas fértiles de uvas, que es lo más cerca que hasta ahora pueden estar de las puertas del Edén.

Si está interesado en leer el primer capítulo de esta serie, ingrese acá: Galaxia Distrito Federal ¡Bienvenidos! (I)

 

Un fuerte abrazo

Blas

 

 

Por Ángel Blas Rodríguez / Alfonso Rubio

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