El 6 de mayo de 1527, Roma comenzó a padecer un saqueo que duró siete días y que su gente jamás podría olvidar. Bajo las banderas y los ropajes del imperio de Carlos I, un infinito ejército de españoles, y sobre todo, de teutones mercenarios, y por lo tanto protestantes, invadió la ciudad y descuartizó a todo aquel que se resistió. Nadie contó cuántos muertos dejó la invasión, cuántos heridos o cuántas violaciones hubo, ni cuántas fueron las monjas que los milicianos llevaron a los burdeles para que se desnudaran allí y sintieran con sus cuerpos lo que luego llamarían el preludio del Apocalipsis, y tampoco cuántos sacerdotes fueron sodomizados, obligados con la punta de una espada en la garganta a abjurar de su fe.
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“Después de una larga semana de esta orgía de destrucción, más de dos mil cuerpos flotaban en el Tíber y casi diez mil más esperaban sepultura, mientras otros miles yacían sin vísceras en las calles, sus cuerpos medio comidos por las ratas y los perros hambrientos”, escribió a finales del siglo XIX Mandell Creighton en su libro “A history of the papacy from the Great Schism to the Sack of Roma”. El historiador Peter Watson, en su historia de las ideas que fueron marcando el devenir de la humanidad, agregó que “sólo en rescates se pagaron más de cuatro millones de ducados (quienes tuvieron los medios para pagar fueron liberados, el resto asesinados). Se abrieron las tumbas y se arrojó a los perros los huesos de los santos”.
Los invasores quemaron cuantos documentos se encontraron en las bibliotecas, con excepción de algunos que utilizaron para suavizar las camas de sus caballos dentro del Vaticano, y extrajeron de las joyas que hallaron las piedras más preciosas. El vandalismo finalizó ocho meses más tarde, cuando ya no quedaba nada de comida y nadie por quien pudiera pedirse un rescate. El papa, Clemente VII, se había escapado por un túnel a Sant’ Angelo, y allí permaneció por unas semanas, al lado de sus cardenales más cercanos. De una u otra manera, El saco de Roma, término que provenía del italiano ‘sacco’, saqueo, había sido generado por él al firmar tratados contra Francia y España y haber convertido el territorio italiano en un campo de batalla.
Primero, había apoyado a Francia con el fin de equilibrar las fuerzas que tenía el Sacro Imperio Romano Germánico de Carlos I en la península italiana. Al comienzo, lo logró. Las tropas imperiales perdieron varios enfrentamientos, pero poco a poco se fueron fortaleciendo y conquistaron Milán. Los soldados, eufóricos, exigieron su parte del botín, pero el botín era exiguo. No alcanzaba para saciar las ambiciones de los españoles y los alemanes. Ante la dilación de alguna respuesta por parte de los comandantes, liderados por el duque de Borbón y Condestable de Francia, Carlos III, el ejército se amotinó y exigió como parte del pago que le debían que le permitieran viajar a Roma, saquearla, y quedarse con sus tesoros.
El asunto no dependía de que a los amotinados les dijeran que sí. Iban a ir, de cualquier manera. Y marcharon hacia Roma, con unos 15 mil combatientes, la gran mayoría de ellos, sajones. Llegaron el 6 de mayo y atacaron las murallas en la Colina Vaticana y el Janículo. En las primeras escaramuzas, resultó herido el duque de Borbón por un disparo de arcabuz, supuestamente perpetrado por el artista Benvenuto Cellini, uno de los cinco mil hombres que defendían a Roma. El duque falleció esa misma noche. La noticia se esparció y enardeció a las tropas imperiales, que se lanzaron casi a ciegas contra la ciudad y traspasaron las murallas y las barreras humanas y físicas que los romanos habían dispuesto.
Dos días después de que se iniciara la barbarie, el cardenal Pompeo Colonna, uno de los adversarios más temidos del papa, llegó a la ciudad decidido a apoyar al ejército imperial con parte de su tropa, que había decidido ayudar a los teutones pues meses antes habían padecido diversos saqueos por parte del ejército de Clemente VII. No obstante, la situación era tan grave, que Colonna le dio la orden a sus soldados de que recogieran a los heridos que se encontraran en el camino y los llevaran a su palacio, así como a unos cuantos ciudadanos romanos. Pasado casi un mes, el papa se rindió y ofreció pagarles 400 mil ducados a los invasores y cederles las tierras de Parma, Módena, Plasencia y Civitavecchia, entre otras.
El “Saco de Roma” tuvo varias consecuencias. Una, casi inmediata, fue el profundo disgusto del emperador Carlos I, quien le ofreció excusas “formales” a su santidad y se vistió de luto durante varias semanas. El papa, por su parte, decidió no volver a enfrentarse al emperador. Como gran gesto de su apoyo y luego de haber dicho que sí, le negó la anulación de su matrimonio al rey de Inglaterra, Enrique VIII, quien se había casado con una tía de Carlos I, Catalina de Aragón. La negativa de Clemente VII, entre otros desencadenantes, llevó al soberano inglés, quien se había definido como “un defensor de la fe” ante la irrupción del luteranismo, a proclamarse en 1534 como jefe de la Iglesia de su reino, y a crear el llamado “cisma anglicano”.
Lo ocurrido, dijeron muchos feligreses y sacerdotes entonces, era un castigo divino. Un oficial de rango importante del ejército del emperador escribió en sus memorias que todos estaban convencidos de que lo que había sucedido era un “juicio de Dios por la gran tiranía y desorden de la corte papal”. Más allá de las teorías apocalípticas, la gente en Roma y los católicos en general consideraron que la sevicia de los teutones era “el rostro verdadero de la herejía protestante”, como lo dejó plasmado en su libro “A world lit only by fire” el historiador William Manchester, quien dejó claro que Roma había despertado y comenzaba a comprender la amenaza que significaba la Reforma. “Respondió con brutalidad a la brutalidad e intolerancia a la intolerancia: ‘El Dios de los católicos no exigía menos’”.