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“En poder del enemigo” (Por capítulos)

Presentamos un capítulo de la novela “En poder del enemigo”, de Armando Caicedo, publicada por la editorial Palabra Libre.

Armando Caicedo
03 de noviembre de 2021 - 04:15 p. m.
"En poder del enemigo" rescata las huellas de soldados colombianos, veteranos de la Guerra de Corea.
"En poder del enemigo" rescata las huellas de soldados colombianos, veteranos de la Guerra de Corea.
Foto: Editorial Palabra Libre

09

Laureano Gómez

7 de agosto de 1950 – El presidente

Una de las cartas que arribó al ya famoso Apartado Aéreo 1313 de «La Máquina de El Tiempo» intentó ponerle orden a la investigación.

Antes de ponerse a buscar a esos muchachos desaparecidos averigüen porqué los colombianos resultamos enredados en la guerra de Corea. Les juro que esa historia es aún más interesante.

Como la carta no tenía firma ni remitente publicamos en el periódico un aviso de «La Máquina de El Tiempo» solicitándole al enigmático corresponsal que ampliara su información.

A la semana siguiente recibí una llamada. «Si se compromete a mantener en absoluta reserva la fuente le comparto mi tesis». Acordamos una entrevista informal, «sin grabadoras, cámaras, ni testigos».

A las seis de la tarde del día siguiente arribé a un modesto café del Centro de Bogotá. Gracias a las señas que me dio lo identifiqué a primera vista —lo vi sentado allá al fondo, a mano derecha, escudado detrás de un periódico—. Estaba enfundado entre una desteñida gabardina beige y lucía sobre su testa un aporreado sombrero de fieltro color marrón. A juzgar por las uñas y su bigote entrecano manchados de nicotina más un fastidioso carraspeo, no tuve duda de que se trata de un fumador empedernido. Sobre su nariz aguileña se columpian unos maltrechos lentes con marco grueso de carey que impiden apreciar bien la forma de sus ojos. El tipo, que araña unos setenta años aprieta con el brazo izquierdo un viejo maletín de cuero que descansa sobre sus piernas.

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Luego de un impersonal «hola» me invitó a tomar asiento. Me develó que trabajó «vida y media» como cronista político en El Tiempo y le tocó padecer la desventura de aquella época de intolerancia política, cuando ejercer el periodismo en un diario de oposición al gobierno era oficio de altísimo riesgo.

Me citó en un territorio que le era familiar. El mismo café de la Avenida Jiménez que durante décadas sirvió como refugio a los periodistas trasnochadores que esperaban impacientes en la sala de redacción a que la rotativa escupiera la primera horneada del «diario de mañana por la mañana». Cumplido el ritual en los talleres, los periodistas corrían a enfundarse en sus abrigos, se enroscaban sendas bufandas al pescuezo y se ajustaban los clásicos sombreros «Borsalino» de fieltro para enfrentar el tenaz frío de la madrugada.

A contrapelo de las advertencias disciplinarias de la Administración y al aviso pegado sobre el interior de la puerta de salida: “Prohibido sacar ejemplares del periódico sin expresa autorización de la Dirección”, todos aparecíamos en el café con un ejemplar del diario encajado bajo la axila, tibio, con su aroma a tinta fresca y nos reuníamos en mesa franca a compartir el tradicional “carajillo” de la madrugada; mezcla de café, brandy o aguardiente y los chismes y anécdotas del día.

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Medio siglo más tarde me veo aquí en el mismo café —al fondo a mano derecha— con la curiosidad de conocer su versión de porqué diablos fuimos a parar a las trincheras de Corea. Sin poder ocultar mi fascinación por la aventura encaré al viejo cronista.

Tal parece que el hombre necesitaba tiempo para ordenar los archivos de su memoria porque se despojó de sus anteojos, y so pretexto de limpiar los cristales utilizó el borde de su corbata para lustrarlos con la paciencia de un artesano florentino puliendo una porcelana. Una vez logró enfocar sus argumentos volvió a calarse las gafas, se bajó el ala de su aporreado Borsalino miró a diestra y siniestra con ese gesto instintivo del golpista que sabe el riesgo que corre por develar algún secreto y empezó a hablar sin que mediara pregunta alguna.

—En 1950 la violencia política entre el régimen conservador y los liberales alzados estaba desatada. En cada periódico y emisora operaba una oficina donde se apoltronaba un censor del gobierno conservador. El funcionario impedía la libre expresión de las ideas, descartaba la circulación de las noticias que amenazaban la estabilidad del régimen y amordazaba a los editorialistas que osaban interpretar los hechos. Las ideas deambulaban entonces por los vericuetos de la clandestinidad. En las mesas de los cafés se hablaba en voz baja y en clave. La desconfianza era el nombre del juego. Los ánimos alterados y el fanatismo se encargaban de resaltar las fronteras irreconciliables que separaban a los liberales de los conservadores, y ambos grupos se disputaban ante la opinión pública el privilegio de poseer la verdad, así tuvieran que deformar los hechos para obligarlos a casar con sus doctrinas y mentir sin el menor asomo de vergüenza.

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Luego de una larga pausa, sentenció: «voy con la versión breve». Enseguida sorbió su «carajillo» y le pidió a la mesera se lo recargara de brandy.

—El Presidente Laureano Gómez nos involucró en esta guerra pensando en su beneficio personal. Era tan hábil político que en tres ocasiones cambió de “convicciones y principios” sin siquiera sonrojarse. Cuando sus equivocaciones le pasaron la factura, sin el menor escrúpulo sentenció a miles de colombianos a pagar por sus errores lanzándolos a la aventura de combatir en una guerra internacional.

»1949 fue un año muy complejo para Colombia. El año anterior fue asesinado el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, crimen que desencadenó el sangriento “Bogotazo”. La capital quedó semidestruida y dos mil muertos debieron sepultarse a las carreras en fosas comunes. La reacción del régimen conservador no se hizo esperar. De inmediato, abusando de los recursos del Estado, desató la violencia política contra todos los ciudadanos sospechosos de ser liberales.

»Laureano Gómez resultó presidente porque fue el único candidato que participó en las elecciones de 1949. Su contrincante, el liberal Darío Echandía, renunció a su aspiración presidencial debido a dos atentados contra su vida y a la falta de garantías electorales para los votantes liberales.

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»El 7 de agosto de 1950, un lunes festivo, Laureano juró su cargo como presidente de Colombia. No lo hizo ante el Congreso de la República, como lo ordena la Ley, porque el Parlamento había sido clausurado —nueve meses atrás— por su antecesor, el también presidente conservador Mariano Ospina Pérez, quien reaccionó de esa manera cuando le notificaron que los congresistas liberales, que eran mayoría en el Congreso, intentaban destituirlo en un juicio político.

»Laureano Gómez ajustaba entonces 30 años como fanático caudillo de la ultraderecha colombiana aliada con el ala más intransigente de la Iglesia Católica y máximo promotor del “conservatismo puro”. Exhibía, como resultado de sus furiosos y despiadados ataques en el Congreso, dos trofeos de caza mayor: la renuncia de dos presidentes de Colombia que no resistieron su verbo despótico durante los encarnizados debates parlamentarios que les promovió.

»Su rencor contra los liberales lo acumuló durante muchos años. Por allá en 1940, diez años antes de su posesión como presidente anticipó en un discurso aquello que sus contradictores debían esperar de su eventual gobierno: ‹‹”¡Haremos invivible la República!”».

El viejo cronista abrió su viejo maletín y empezó a extraer recortes de prensa amarillentos para respaldar sus afirmaciones.

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—¡Mire! Laureano Gómez era temido por todos. Nadie osaba contradecirlo ni retarlo. Se le conocía como el “Monstruo”, el “hombre tempestad”. Fundador y propietario del periódico conservador El Siglo convirtió a ese diario en la caja de resonancia de sus posiciones doctri­narias, sectarias e intolerantes.

El informante hizo una pausa, se encajó otro carajillo con doble ración de brandy, entrecerró los ojos, respiró profundo y cuando percibió que no fallaría su disparo, sentenció:

—Laureano Gómez envió a la guerra a miles de soldados colombianos con el único propósito de lavar su imagen personal y maquillar su apariencia de demócrata en el escenario internacional.

Qué silencio tan aplastante. El rosario de sus argumentos, cuidadosamente encadenados, no admitía siquiera un carraspeo y cualquier pregunta podría parecer idiota. El ambiente de clandestinidad y esa bruma provocada por el humo del tabaco le imprimían al escenario un aspecto patibulario. Por fortuna, él mismo se planteó la pregunta.

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—¿Por qué Colombia, que no tiene velas en este entierro, resulta ser el único país latinoamericano involucrado en esta guerra internacional?

—Tan pronto enmudecieron los cañones protagonistas de la Segunda Guerra Mundial nació un nuevo orden internacional. Nuestro planeta resultó dividido —de manera artificial e irreconciliable— en dos hemisferios: el Occidental, que lidera Estados Unidos, y representa al “capitalismo” y el Oriental, que lidera la Unión Soviética y se arroga personificar las bondades del “comunismo”.

»Desde 1947 estas dos grandes potencias se inventaron la “guerra fría”, escenario de confrontación ideológica y económica, donde dirimieron sus rivalidades en medio de un clima de aparente paz civilizada. El precario equilibrio se mantuvo gracias al mutuo temor de exacerbar una tercera guerra mundial, esta vez, con armas atómicas. El resto de las Naciones del mundo se vieron obligadas a alinearse bajo la influencia de cualquiera de esas dos potencias.

»Y como sucede en toda guerra, la propaganda se encargó de separar, en la mente de los ciudadanos del mundo, a los “buenos” de los “malos”. —Para respaldar su afirmación, extrajo nuevas pruebas del fondo de su maletín—. ¡Lea! El astuto presidente Laureano Gómez asumió la iniciativa. En una jugada maestra les colocó a los liberales el desacreditado epíteto de “comunistas” y se arrogó el título de paladín del “anticomunismo” respaldado por “su santísima trinidad”: el partido conservador, Cristo Rey y su gobierno intolerante de ultraderecha. En seguida juró que se encargaría de “separar el oro de la escoria”».

Al momento de encender su octavo cigarrillo mi nuevo amigo lucía más relajado y con aire de profeta.

—Para entender porqué diablos resultamos arriesgando tantas vidas en Corea hay que bucear los antecedentes en aguas más profundas. ¿Recuerda usted que Laureano fue embajador de Colombia en Alemania? Pues aquí están las pruebas —volvió a esculcar sus archivos—. Desde septiembre de 1930, por los siguientes dos años, él se confesó deslumbrado ante la trepada del nazismo al poder y allá en Berlín aprendió a odiar —con un discurso simplista, parroquial e intolerante— a quienes serían sus irreconciliables enemigos por el resto de su vida: judíos, masones, liberales y comunistas.

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—¿Y siempre fue leal a esos principios? —lo interrumpí.

—En contradicción con la imagen de ese Laureano a quien se le consideraba dueño de convicciones inmutables, a la hora de la verdad demostró ser un hábil político voluble, veleidoso y “voltearepas”.

»Lea en estos artículos de su autoría —me agitó unos recortes de prensa—. Durante la década de los treinta, Laureano Gómez se alzó en contra de las ideas nazistas y fascistas, pues consideraba que Hitler y Mussolini eran ateos.

»Pero pocos años más tarde su paranoia dio un brusco giro y se alzó como el más entusiasta animador de Hitler y Mussolini y de los movimientos nazistas y fascistas en Colombia. Aquí están las pruebas. Incluso escribió sobre el talento de Adolfo Hitler para la pintura, sin mencionar que fue rechazado en dos oportunidades en el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes de Viena.

»Mire. Lea dónde está subrayado. Esto escribió Laureano sobre Adolfo Hitler, el pintor: Se trata de un “artista de primer orden que sabe hacer vibrar las cuerdas del corazón humano, que conoce todas las gamas, todos los registros de los sentimientos y arrastra a las multitudes en las reuniones públicas que ha celebrado por millares, con una elocuencia inflamada”.

»Para sellar su fanatismo nazi se dice que se atrevió a animar en Bogotá un remedo de aquella fatídica “Noche de los Cristales Rotos”, que en noviembre de 1938 se desató en toda Alemania contra los comercios, viviendas y sinagogas judías, con la diferencia de que en la Bogotá de esa época no había muchos judíos, no se conocían sinagogas y sus negocios se podían contar con los dedos de una mano.

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»El entusiasmo de Laureano por los nazis alcanzó punto de ebullición en junio de 1940 cuando Francia ya no pudo resistir la «guerra relámpago» del ejército alemán —blitzkrieg— y el gobierno francés se vio obligado a declarar a París “ciudad abierta”. Entonces los ejércitos de Hitler desfilaron victoriosos a “paso de ganso” por los Campos Elíseos y bajo el Arco del Triunfo para regocijo de Laureano, que así lo celebró en estos editoriales. ¡Observe! —Nuevos recortes de prensa respaldaron su afirmación.

»Un año más tarde, en 1941, el rencor de Laureano se le salió de madre. Armado con su proverbial pasión volcánica, se declaró enemigo de Estados Unidos y lo acusó de “liderar la conspiración atea y masónica dedicada a acabar con el mundo cristiano”.

»Bueno, todos los colombianos que crecimos durante las primeras cuatro décadas del Siglo 20 sentíamos una profunda antipatía hacia los Estados Unidos por el robo que los gringos nos hicieron, en 1903, de nuestro departamento de Panamá. Pero eso de “la conspira­ción atea y masónica de los gringos” era una afirmación muy difícil de digerir».

Antes de presentar nuevas pruebas documentales ordenó otro carajillo con triple de brandy, brebaje en el que ya no se notaba la presencia del café.

—En 1941 Laureano dio por hecho que Alemania ganaría la guerra. Las botas de los soldados alemanes estremecían victoriosas las calles de las ciudades europeas y en junio empezaron a avanzar imparables sobre Rusia arrasando con el Ejército Rojo. Entre tanto, Inglaterra, anémica de recursos, permaneció a la defensiva soportando el horror de los bombardeos aéreos alemanes durante los dos años que duró la «Batalla de Inglaterra». De manera simultánea Estados Unidos permanecía indeciso, debatiendo la conveniencia de su neutralidad.

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»Dentro de ese ambiente de confrontación Laureano alineó sus recursos políticos y patrimoniales para servir a la causa nazi en Colombia. Propaló su incendiaria retórica antiimperialista y anti comunista desde su diario El Siglo y la emisora “La Voz de Colombia”, y se apoyó en un grupo de curas fanáticos e intolerantes que lo veneraban.

»El gobierno norteamericano le aceptó el desafío: Colocó a Gómez en la lista negra de miembros del partido nazi colombiano, se negó a venderle el papel periódico que requería El Siglo, suspendió los $2.000 pesos que las empresas gringas invertían en publicidad en el diario y acusó a Laureano de estar conspirando en un golpe de estado contra el gobierno liberal para instaurar un gobierno ultraconservador que por mantenerse afecto a la causa de los nazis, ayudaría a sabotear la defensa de los gringos de “su” Canal de Panamá».

Mi amigo periodista golpeó los costados de su maletín para enfatizar que allí estaban las pruebas pero se abstuvo de exhibir nuevos documentos.

En esta segunda oportunidad Laureano Gómez se equivocó en su apuesta. Los norteamericanos ganaron la guerra.

Cinco años más tarde, consumido Laureano en la realidad de la posguerra, se vio obligado a improvisar su tercer número teatral de metamorfosis política.

—¡Mire! Lea aquí —agitó una carta—. En agosto de 1950, al llegar a la presidencia, Laureano volvió a cambiar sus “inalterables convicciones políticas”. Antes de jurar su cargo alabó a los Estados Unidos como una democracia ejemplar y definió que, como nuevo presidente conduciría una Colombia “pro norteamericana, pro Naciones Unidas, anti comunista y anti violencia”.

»Bueno, no todos se tragaron entero esta súbita mutación. El diario The New York Times editorializó en 1950: «Siempre ha habido el peligro de que el fascismo que nosotros aplastamos en Italia y en Alemania pruebe que tiene tantas cabezas como la hidra. Destruimos organizaciones, matamos líderes, tomamos prisioneros y castigamos a algunos hombres pero no matamos al fascismo, y parece muy probable que vamos a tener una impresionante prueba de ese hecho en Colombia».

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Extrajo de un folder un cable en inglés y lo extendió como la prue­ba definitiva de su afirmación.

—El renovado reto para Laureano era demostrarles a los nuevos amos del mundo —con hechos— que «su» transformación ideológica sí era, en esta ocasión, genuina.

»El 25 de junio de 1950, se le apareció la Virgen a Laureano Gómez. Esa madrugada la guerra de Corea sorprendió al mundo».

El informante extrajo de un folder cinco primeras páginas de periódicos que sintetizan el horror que vivió la humanidad ante la perspectiva de encarar un enfrentamiento entre los bloques comunistas y capitalistas en Corea, que podría derivar en una guerra atómica.

—Limpiar la imagen de Laureano fue la razón principal para que Colombia se embarcara en la aventura de ir a combatir a Corea. Ningún otro país latinoamericano se dejó seducir por los cantos de sirena de la recién estrenada “Guerra Fría”.

»Esa fue la tabla de salvación que le permitió a Laureano Gómez transitar —de agache— de las filas del fascismo y del nacionalsocialismo a las del capitalismo sin que nadie le cobrara sus deslealtades».

—¡Salud y fondo blanco!

Luego de casi cuatro horas de escucharlo brindé a la salud de mi informante con el único carajillo que pedí en toda la tarde.

A riesgo de que me acusara de abusar de su sapiencia y paciencia me atreví a preguntarle con voz tímida:

—Amigo, ¿y por qué resultaron los gringos metidos en esta guerra?

—¡Ah! Esa es otra historia que sólo la entiende el profesor Cubides, llámelo. Es un viejo catedrático de la Nacional que se dedicó a estudiar la letra menuda de la “guerra fría” y allí encaja esa parte del cuento. Desde que Cubides se jubiló y enviudó, hace muchos años, vive pendiente de que, por piedad, alguien lo llame para demostrar que sabe mucho de fútbol y de la historia detrás de la historia del Siglo XX. — Abrió por última vez su maletín, consultó una aporreada libreta y me pasó el número de su teléfono.

—Espero que no se haya muerto —suspiró—. Si continúa vivo no le suministre la menor pista de quién lo envió allá. Él y yo nos trenzamos muchas veces en estériles debates doctrinarios, animados con brandy, sobre cuál de los tres equipos profesionales de fútbol, que por allá a mediados de los años cincuenta representaban a Bogotá, era el mejor.

Por Armando Caicedo

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