Un día cualquiera, a uno de los amigos de Erasmo de Róterdam le preguntaron cómo lo identificaba la gente. Respondió que él sabía muy bien que lo señalaban y lo recordaban como “el hombre que recibió una carta de Erasmo”. Por aquellos años, mediados de 1509, Erasmo concibió su “Elogio a la locura”, entre cartas con las que generaba infinidad de polémicas y se ganaba la animadversión de cuanto radical hubiera sobre la faz de la tierra. Acababa de fallecer el rey Enrique VII de Inglaterra, y él consideraba que podría conseguir un honorable trabajo con su sucesor, Enrique VIII. Por aquel entonces estaba en Italia. Apenas se enteró de la noticia, armó su equipaje y viajó hacia Londres. Comenzó a escribir antes de llegar a Los Alpes, y mientras descansaba y viajaba fue bosquejando borradores y tomando apuntes.
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Ya en Inglaterra, en la casa de Bucklersbury de Sir Tomás Moro, donde años atrás había descubierto que el principal sentido de su vida sería lograr “la reconciliación del cristianismo con los clásicos”, como lo reseñó Peter Watson en su libro “Ideas”, pulió su texto y lo tituló “Moriae Encomium”, un juego de palabras en latín con el significado de locura y con el nombre de Moro, “En alabanza de Moro”. El libro fue publicado en 1511.
Según Watson, “Se convirtió al instante en un éxito y se tradujo a muchos idiomas. En 1517 Hans Holbein el Joven, que entonces tenía 18 años, compuso una serie de dibujos para los márgenes de una edición posterior, resultado de los cuales es que, con seguridad, es uno de los libros más bellos, interesantes y valiosos de todos los tiempos. El libro de Erasmo también inspiró toda una serie de obras satíricas”.
“El elogio de la locura” era y fue un ataque a la pereza, la avaricia y la estupidez de los monjes, a los escritores y a los jugadores de dados, a los ermitaños, los profesionales de la mentira, los amantes de los príncipes y los indiferentes, y se iniciaba con un elogio a la propia locura. “No encontrarás nada alegre ni afortunado que no me deba a mí”. De alguna manera, su libro fue un canto a la vida y a las pulsiones del hombre en la vida. En un aparte, Erasmo escribía con cierto grado de ironía, “La existencia más placentera consiste en no pensar nada”, y más adelante añadía, “Me creo mucho más modesta que esta tropa de magnates y sabios que, trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta vanilocuo y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no son sino mentiras”.
Luego, aquella locura, que era de culta sabiduría, y que era mundana y lógica al mismo tiempo, y era juego, puñalada, flor y bofetón, descendiente de la diosa Pluto y fuente de la eterna juventud, y que había sido amamantada por La ignorancia y La embriaguez, exclamaba: “Añadiré, en fin, que sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones agradables y sólidas, ni el pueblo soportaría largo tiempo al príncipe, ni el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al discípulo, ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al arrendatario, ni el camarada al camarada, ni los comensales entre ellos, de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose otras, condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la miel de la estulticia”.
Poco meses antes de que Martín Lutero clavara a la puerta de la Iglesia de Wittenberg sus 95 tesis, y con ello comenzara la Reforma Protestante, que cambió de un modo sustancial las relaciones de la humanidad con la religión, había escrito sobre Erasmo que “las consideraciones humanas tienen para él más valor que las divinas”. Lutero y Erasmo compartían algunos pensamientos, y eran conscientes de que la Iglesia se había propasado, y de que la gran mayoría de los monjes y de sus superiores se habían aprovechado del pueblo y de la fe de la gente, haciéndose ricos en materia y en prebendas con el tráfico de indulgencias que habían organizado. Sin embargo, Erasmo consideraba que las críticas hacia la Iglesia debían tener cierta mesura para que la situación no se transformara en una guerra.
En una de las cartas que se cruzaron, Lutero le escribió a Erasmo: “A pesar de que a menudo converso con vos y vos conmigo, Erasmo, nuestra gloria y nuestra esperanza, no nos conocemos aún el uno al otro. ¿No es eso extraordinario?… Pues, ¿hay alguien en cuyo ser más íntimo no haya penetrado Erasmo, alguien a quien no haya enseñado, en quien Erasmo no reine?… Por tanto, Erasmo, aprende, si os place, a conocer a este pequeño hermano en Cristo también; él es con toda certeza vuestro ferviente amigo, aunque debido a su ignorancia sólo merezca ser enterrado en un rincón, desconocido incluso para vuestro sol y clima”. Erasmo le respondió, entre otras cosas, que sus libros habían causado un enorme revuelo, y que no había logrado convencer a nadie de que él no los había dictado.
Al final, le decía: “Les he dado testimonio de que me sois por completo desconocido, de que no he leído vuestros libros y de que ni apruebo ni desapruebo nada… Intento mantenerme neutral, de manera que pueda contribuir al renacimiento del estudio tanto como pueda. Y soy del parecer de que es más lo que se logra mediante la modestia civil que mediante la impetuosidad”. Muy a pesar de que Erasmo de Róterdam abogaba por el humanismo, y de que él mismo lo encarnaba, y que defendía la libertad y el estudio, y de que su mayor lucha fue contra los activismos de todo tipo —ya que consideraba que el pensamiento llevaba a la justicia, a la convivencia—, fue condenado en el Concilio de Trento como “hereje impío” por la Iglesia Católica, y aborrecido hasta la muerte y por los siglos de los siglos por los más radicales reformistas.