“Yo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa”, escribió Kafka en sus Diarios el 21 de agosto de 1913. Su vida dependía de la literatura, y la literatura, su percepción de ella y su escritura, dependían de su vida. Mientras escribía hallaba algunos sentidos de vida y comprendía, se encontraba y huía y volvía a encontrarse y profundizaba. Para Estanislao Zuleta, “En la medida en que la escritura contiene en sí misma todos los otros dramas de su vida, por ejemplo, que de su obra dependen sus relaciones con el matrimonio, es que él afirma ser literatura; es decir, que para vivir no parte de una identificación previamente constituida y, por lo tanto, necesita buscar qué sentido tiene la vida, porque no lo tiene establecido de antemano”.
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Por escribir, se había vuelto “reflexivo, lógico, suspicaz, formulador de preguntas, investigador”, y por extensión, había asumido todos los riesgos de hallar “otro sentido, desconocido en su punto de partida”. Uno de ellos era la culpa, que había atravesado y atravesó sus textos, y por ende, su vida. La literatura, como lo dijo Zuleta, contenía sus culpas, y al mismo tiempo, sus luchas contra la culpa. Kafka se consideraba culpable de sus trabajos como abogado, de sus relaciones familiares, del odio o la animadversión que sentía hacia su padre, Herman Kafka, de haberle escrito, de no haberlo hecho antes, y se sentía culpable por sus proyectos y fracasos de matrimonio, que en últimas, era en su tiempo casi que un sentido de vida.
Incluso, la culpa lo embargaba por escribir, pues se alejaba de la familia, y por no escribir, ya que se traicionaba a sí mismo. En enero del 22, concluyó: “Extraño, misterioso, tal vez peligroso, tal vez redentor consuelo de la actividad literaria: esta acción de salirse de las filas de los asesinos, la observación de los hechos. Observación de los hechos al crear una forma superior de observación; una forma superior que es más aguda (“que no es más aguda”, había escrito Kafka en el original) y que cuanto mayor es su superioridad, tanto más inalcanzable es desde las ‘filas’, tanto más independiente se vuelve, tanto más propias son las leyes que rigen su movimiento, tanto más imprevisible, gozoso, ascendente es su camino”.
En términos de Zuleta, como Kafka estaba inmerso en la literatura, “la culpa, la profunda autodesconfianza, se convierten en una auténtica potencia creadora, lo cual es mucho más importante que la redención lograda por el perdón o la reparación. Es la operación esencial de arte, dicho con las palabras de Nietzsche: ‘Poner la propia enfermedad en el arado’”. Motivado por Max Brod, Kafka comenzó a escribir sus Diarios en 1910, luego de que transcurrieran varios meses en los que no había logrado plasmar una sola frase que fuera de su agrado. A finales de ese año, dejó muy en claro que se había extraviado. Se describió “como de piedra” y se culpó de su apatía: “La verdad es que soy como de piedra, soy como mi propio mausoleo; no queda ni un resquicio para la duda ni para la fe, para el amor o para la repulsión…”.
Unas líneas más adelante, dejó en claro que la mayoría de sus palabras no armonizaba con otras: “Casi ninguna de las palabras que escribo armoniza con la otra, oigo restregarse entre sí las consonantes con un ruido de hojalata, y las vocales unen a ellas su canto como negros de barraca de feria. Mis dudas se levantan en círculo alrededor de cada palabra, las veo antes que la palabra, pero ¡qué digo!, la palabra no la veo en absoluto, la invento…”. Día tras día y semana tras semana, aquella angustia, aquel estado de vacío y postración que derivaban en culpas, lo fueron llevando a la desesperación, hasta que en un juego consigo mismo y con su destino, decidió ir a buscar algunas ideas a Weimar.
Allí, donde habían vivido, trabajado y creado Goethe y Schiller, podría encontrar alguna idea, un aire que le diera luz, por lo menos. Como escribió Guillermo Sánchez Trujillo en “Los secretos de Kafka”, “Necesitaba ser Goethe, necesitaba ser Schiller, respirar el aire que ellos respiraban, caminar por las mismas calles, ver los mismos árboles que vieran ellos antaño, entrar en contacto con los objetos que habían hecho parte de sus vidas. En síntesis, necesitaba ser ellos”. Viajó a fines de junio de aquel año, 1912, con Max Brod, y apenas llegaron a Weimar, ya de noche, salieron hacia la casa de Goethe, donde conocieron a la hija del administrador, una adolescente llamada Grete, con quien Kafka conversó, a quien idealizó, y luego inmortalizó en “La metamorfosis” como la hermana de Gregorio Samsa.
Entre delirios y fantasmas, fueron a visitar al editor Kurt Wolff, quien más tarde publicaría la primera colección de los cuentos de Kafka, titulada Betrachtung (Contemplación). Cuando terminaron de buscar entre los pasos de Goethe y Schiller sus pasos por llegar, Brod regresó a Praga, y Kafka se fue al sanatorio de Jungborn, sobre las montañas de Hartz. En palabras de Sánchez Trujillo, “Kafka disfrutaba al máximo estos sitios, donde se sentía más sano, más fuerte, y se volvió un fanático del naturismo y discípulo devoto de los naturistas, cuyo consejo buscó y siguió hasta el día de su temprana muerte, acelerada probablemente por este fanatismo que lo llevó a vivir una vida estrictamente vegetariana, y a dormir con las ventanas abiertas, hacer gimnasia desnudo y vestir ropas ligeras incluso en invierno”.
Algunos de sus biógrafos consideraron que el vegetarianismo de Kafka era una manera de llevarle la contraria a su padre, Herman, una forma de enfrentarlo, especialmente durante las comidas, y también, que había surgido en su infancia, pues a fin de cuentas era nieto del señor Jakob Kafka, viejo matarife en Osek, un pequeño pueblo checo, y muchas veces el pequeño Franz tuvo que ver colgados de ganchos y clavos los pedazos de carne que su abuelo cortaba, curtía y vendía. Más allá del origen de su elección, según Sánchez, “Lo cierto del caso es que Kafka utilizó su vegetarianismo como un medio para torturar a su padre, porque no sólo se hizo vegetariano, sino que se inscribió en la liga de los trituradores, cuya técnica consiste en masticar y masticar muchas veces cualquier bocado por insignificante que sea”.
La tarde del 13 de agosto de 1912, la vida de Kafka tomó un rumbo decidido. Ese día, fue a la casa de Brod a revisar unos apuntes de su libro “Contemplación”. La cita era a las ocho, pero llegó una hora después, como era su costumbre. Cuando entró a la casa, se encontró con una prima de Brod que iba de viaje hacia Budapest, Felice Bauer. Luego de un saludo algo distante, comenzaron a hablar y a repasar las fotos que Kafka se había tomado en Weimar, y siguieron en sus charlas, hasta que llegaron al nombre de Palestina, y se prometieron que en un año viajarían juntos. Horas más tarde, Kafka y el adre de Max Brod acompañaron a Felice Bauer a su hotel. Entre tantas otras cosas, y como lo confesó en su diario el 14 de agosto, Kafka estaba “bajo los efectos de la muchacha”.
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