Byung-Chul Han sostiene que ninguna revolución en nuestro tiempo es posible porque no tenemos tiempo para pensar. En una entrevista, usted defendió la literatura como un espacio de resistencia. Hablemos de la imposibilidad de las revoluciones y esa función de resistencia que usted le atribuyó a la literatura…
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Sí, me parece importante lo que él dice porque refleja una experiencia del mundo en que vivimos: un mundo saturado de información, con un bombardeo incesante de palabras e ideas del que no conseguimos escapar. Ya no importa si son ideas interesantes o no, verdaderas o no, pertinentes o no.
Lo que sucede es que quedamos oprimidos por esa sobreabundancia. Ese bombardeo, justamente, imposibilita el pensamiento, porque el pensamiento solo puede surgir del vacío, de un silencio entre una idea y otra. Si no tenemos esos vacíos, no conseguimos soñar ni encontrar un camino propio entre las palabras.
Y para la lectura necesitamos silencio…
Claro, es que ahí la literatura adquiere una nueva función. Históricamente, quizá no era esa, pero ahora sí: cuando leemos un libro, no importa tanto la asimilación inmediata de sus ideas ni vivir intensamente la historia que narra. Puede serlo, sí, pero lo que realmente sucede es que nos desviamos continuamente: leemos mal, interpretamos mal, nos alejamos del texto. Y esa posibilidad de alejamiento, de distracción creadora, es algo que un celular no permite.
En la lectura ocurre una distracción distinta: el autor dice algo que nos toca, pero en nuestro interior se transforma rápidamente en otra cosa, en una idea nueva. De ahí surge un pensamiento inédito. Por eso considero fundamental ese ejercicio resistente que es leer, distinto a consumir noticias, videos breves o textos fragmentados sobre la inmediatez del presente. Cuando la lectura se extiende, cuando recorremos páginas y páginas, lo que importa no es la asimilación rápida, sino la creación de un pensamiento propio.
Y es distinta la distracción que ocurre mientras leemos —si es válido llamarla así— a la distracción que generan las redes sociales… Byung-Chul Han también hablaba de que solemos creer que el descanso es simplemente dejar de trabajar para ir a redes o a Netflix, pero él lo definía como un tiempo muerto, como una evasión. ¿En la lectura no hay evasión?
Creo que sí, pero en otra dirección mucho más interesante: una evasión conectada con la interioridad y con la profundidad. Te evades a ti mismo, no a algo impuesto desde afuera. Las redes sociales ofrecen evasión hacia lo que otro te propone, hacia algo externo. En la lectura, en cambio, la distracción te lleva hacia tu propio pensamiento, hacia tu propio cuerpo. Esa me parece que es la verdadera razón de ser de la literatura, al menos en este momento.
Usted participó en la charla “¿Que vivieron felices y comieron perdices? ¡Ja!“, y allí se refirió a lo riesgoso de vivir en un mundo de influencias y de modelos de felicidad que parecen impuestos. Como periodista cultural en un medio masivo, siento que muchas veces las audiencias terminan consumiendo evasiones que las subestiman. ¿Le parece que ahí hay un peligro?
Sí, sin duda. Es una tragedia el fin de los suplementos culturales y de los espacios de discusión profunda sobre literatura y cultura. La resistencia también está en que existan ustedes, que persistan en ese trabajo. Esa es una batalla en todas partes.
Ahora bien, quizá no sea justo decir que los influencers son “peligrosos” en sí mismos. Lo que sucede es que, cuando seguimos esas voces, distorsionamos nuestra propia idea de felicidad, de plenitud, de tranquilidad. Empezamos a creer que el modelo de bienestar es el que otro nos muestra, y eso nos aleja de deseos más auténticos, anteriores incluso a la existencia de las redes. El resultado es que vamos adhiriendo a una idea colectiva y falsa de felicidad, perdiendo de vista lo que nos interesa personalmente, lo que da sentido a nuestra vida.
Usted contó que sus padres salieron de Argentina en tiempos de dictadura. Que llegaron a Brasil y que lograron “ser felices”. Pero que de esa familia salió una novela. Una historia con sombras, con momentos oscuros, trágicos, tristes… Me sorprende cómo los humanos caemos tan fácilmente en la trampa de las redes sociales, de pensar que la vida es esa fachada que vemos de felicidad limpia, sin grietas. ¿Por qué cree que resulta tan sencillo quedar atrapados ahí?
Porque hay un tipo de hipnosis. Los algoritmos están diseñados para proporcionarnos placer y sentimos ese placer en lo que vemos. Por eso no es tan fácil escapar.
Sin embargo, no creo que sea imposible. Aunque parezca una droga, nuestra mente sigue intacta cuando cerramos el celular. Al volver a una práctica cotidiana de pensamiento, lectura y reflexión profunda, recuperamos nuestras capacidades. No nos convertimos en autómatas; vivimos en una oscilación: a veces estamos entregados a las redes, a veces resistimos. El desafío es lograr que cada día estemos un poco menos dentro de ellas y un poco más cerca del mundo real.
Usted tiene redes sociales, y eso me generó algunas dudas, porque yo también las uso y, a veces, me siento contradictoria. Me pregunto si no se pierde credibilidad al promover la lectura, el pensamiento o la reflexión a través de plataformas como TikTok, Instagram o X. ¿No cree que, al final, el capitalismo nos ha atravesado a todos y nos ha atrapado ahí, incluso a quienes lo cuestionamos?
Creo que hoy no existe un “afuera” del capitalismo donde podamos vivir. Estamos todos dentro. La única alternativa sería vivir como un ermitaño en un lugar remoto y apartarse de la sociedad, pero si participamos en la vida cultural y urbana, formamos parte del sistema. La única resistencia posible, entonces, es desde adentro. Claro que resulta ingenuo pensar que podemos crear un discurso anti-Instagram dentro de Instagram y salir victoriosos, pero sigue siendo la única alternativa. Lo que podemos hacer es decidir cómo estar ahí. En mi caso, estoy en Instagram, pero no ofrezco imágenes: ofrezco textos. Lo que comparto es mi trabajo, lo que escribo, porque me parece que eso es lo que puedo aportar. Sé que no tiene futuro, que es efímero, y que en algún momento tendremos que encontrar otras plazas públicas, quizás más interesantes y mejor construidas.
¿No es contradictorio usar redes sociales para un pensamiento crítico, si aceptamos sus reglas y buscamos aprobación?
Claro que sí. Siempre hay un grado de contradicción en ello.
Usted dijo que ser escritor fue una decisión “anticapitalista”. Aquí en Colombia hay una expresión: “Estoy esperando que llegue el viernes para, por fin, comenzar a vivir”. ¿Es ingenuo pensar el trabajo como una fuente de placer y no solo un tiempo para esperar? ¿Lo encuentra en su oficio?
Sí, en portugués también existe esa idea. El viernes se dice sexta-feira y se volvió verbo: sextar. Cuando llega el viernes, decimos “sextei”, como si fuera el momento de vivir. Tengo el mismo problema: no creo que mi vida entre semana sea vacía ni sin placer. Pero es cierto que socialmente hemos separado demasiado el trabajo del placer, cuando quizá no deberían estar tan lejos uno del otro.
Yo decidí ser escritor porque encontraba un enorme placer en estar solo con mis libros, con las palabras que leía y con las que quería escribir. Esa relación era profundamente placentera. Pero con el tiempo también se convierte en una obligación, y esa obligación puede enturbiar el placer, volverlo utilitario. A veces me sorprendo leyendo sin ninguna finalidad y descubro un placer que estaba olvidado. Creo que ese esfuerzo debemos hacerlo todos: encontrar placer en el trabajo mismo, más allá del éxito, el dinero o el reconocimiento. Eso nos permite una existencia plena no solo en el fin de semana o en las fiestas, sino también en la cotidianidad.
El alcohol o las drogas resultan siendo relajantes o potenciadores de energía para ese “descanso”, pero ¿no terminan siendo otra forma de evasión?
Pueden serlo, pero no siempre. Hay drogas que producen conciencia, reflexión, incluso expansión de la percepción. La historia de la humanidad está llena de relatos sobre ese papel. El problema es cuando la vida está vacía de sentido; en ese caso, la droga sí se convierte en pura evasión y olvido. Pero si encontramos propósito en la vida cotidiana, entonces también lo que ocurre el fin de semana, las fiestas o el desborde adquieren un sentido mayor.
Si habláramos con alguien poco habituado a leer o a pensar en las alternativas de la filosofía, las artes o el silencio que requiere la lectura, quizá diría que su “propósito” no se cruza con eso, que lo que quiere es comprarse una casa, un carro o tener dinero. Y sí, trabajamos para eso. Pero mientras escuchaba su charla y leía a Byung-Chul Han, pensaba: ¿realmente acumular algo más puede dar sentido a la existencia, o es solo una ilusión? ¿Esos son “propósitos legítimos” para la plenitud?
Creo que es difícil sostenerlo, porque cuando asociamos la felicidad a la adquisición de algo —una casa, un carro—, casi siempre es una ilusión. La felicidad está más en el deseo que en la posesión. Si logramos todo lo que deseamos, corremos el riesgo de vaciarnos. Por eso inventamos nuevos deseos: una casa no basta porque hay otra mejor, un carro no basta porque sale un modelo nuevo. Siempre queremos algo más. Si no somos capaces de encontrar alegría y plenitud en el deseo mismo, antes de la adquisición, nunca llegaremos a una verdadera satisfacción. La plenitud total, si llegara, sería más desesperante y vacía de lo que imaginamos. Lo que realmente nos mueve, lo que trae felicidad, es el deseo, no su cumplimiento absoluto.