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Fuego bajo la ceniza

1967 fue un año tenso como cable de electricidad. En nochevieja, Jaime Rendón brindó con toda su familia. Uno a uno abrazó y deseó lo mejor. A nadie extrañó el entusiasmo de Jaime. Por el contrario, él se caracterizaba por llevar impresa en su rostro una interminable sonrisa. Al día siguiente, primero de enero, como cual gesta cubana, Jaime tenía un plan: abandonar la comodidad de su vida y, así, entregarse a sus ideas.

Giovanny Jaramillo Rojas
20 de septiembre de 2021 - 12:39 p. m.
El Nudo del Paramillo es uno de los lugares más intrincados de la realidad colombiana. En su sistema montañoso palpitan las contradicciones de la cordillera central andina, los bosques del Urabá y las planicies hacendadas de la costa caribe.
El Nudo del Paramillo es uno de los lugares más intrincados de la realidad colombiana. En su sistema montañoso palpitan las contradicciones de la cordillera central andina, los bosques del Urabá y las planicies hacendadas de la costa caribe.
Foto: Pixabay

Las Juntas Patrióticas de Liberación habían usado todo el año para organizarse. Trabajo social e ideológico de primera mano. Los dejos de la época de la Violencia dejaron sentadas algunas bases que los exdirigentes de las guerrillas liberales del nororiente colombiano no podían desaprovechar. Sembrado el campo social y mental, había que esperar la cosecha. Al mismo tiempo, el EPL (Ejército Popular de Liberación), llevaría a cabo sus primeras incursiones armadas, generando así un estado de inquietud que daría rienda suelta al proyecto político-militar conjunto.

Jaime Rendón tenía el justo devenir del país en su cabeza y, para eso, debía ungir sus manos de acción. ¿El objetivo? Arrebatar el poder a la oligarquía desatando una guerra popular. Jaime había usado cada día del año para llevar a cabo un concienzudo y estricto tránsito entre la simple resistencia y la concreción de la lucha revolucionaria. En otras palabras: en 1967 Jaime pasó de ser un combatiente liberal para convertirse en un guerrillero comunista. De cualquier manera, la confrontación armada ya formaba parte de su imaginario político y, de lo que se trató puntualmente, fue de una reestructuración filosófica que no le hizo cambiar de pensamiento, sino más bien, según él mismo, afianzar y pulir el que ya tenía instaurado.

No obstante, Jaime había dejado de lado la ínfula facciosa y un par de años atrás había depuesto las armas más como una forma de supervivencia en un contexto en el que la palabra hostilidad se quedaba corta. La resistencia se había desarrollado orgánicamente. Para nadie era un secreto que los campesinos del nororiente colombiano se dedicaron fue a no dejarse matar y esta circunstancia implicó el desarrollo de la autodefensa como maniobra tanto de aguante como de orgullo. Jaime sabía que sus años de resistencia le habían hecho ganar algo que de otra manera jamás habría podido obtener: la vida. Él, por una parte, entendía muy bien que estaba vivo por haber luchado y, por la otra, que él no se volvió guerrillero porque sí, sino que básicamente lo habían obligado a convertirse en tal.

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Y es que la mutación no era extraña. En aquella época, y más en el campo colombiano donde realmente sí había una guerra que dejaba muertos, los límites entre el liberalismo y el comunismo eran prácticamente invisibles. La diferencia radicaba en que unos y otros pensaban lo mismo, pero lo buscaban de formas diferentes. Era la legitimidad o subversión. Y como la legitimidad pertenecía a la oligarquía de las grandes capitales que nunca miraba hacia el campo si no era para saquearlo, la opción que quedaba gravitando como un satélite en busca de planeta, era la subversión.

El accionar del Partido Comunista Colombiano, principal mentor de las varias guerrillas que surgieron, desaparecieron y se mantuvieron en el país, tuvo que focalizarse en la región nororiental más que nada por su larga tradición liberal que implicó el desarrollo de líneas de lucha y resistencia campesina en contra del devenir violento conservador. Eran colonos, generalmente antioqueños y caldenses, que habían huido de sus tierras originales para salvaguardar la existencia. Jaime había vivido en carne propia los avatares de la guerra y, además de comprender las dinámicas de esta, entendía los caminos que se debían transitar para ganarla. Solía decir: “Si de esta tierra no se saca nada, de esta tierra tampoco se saca a nadie”. Lo que al principio se escuchaba como una frase armada, terminó variando en consigna revolucionaria en contra, naturalmente, del aparato represivo del Estado.

La deposición de armas que llevó a cabo Jaime fue una estrategia a mediano plazo. Corría el año 1965 y Jaime viajó a Montería por asuntos personales y fue en un quiosco en el que conoció a un inspector de policía que rechistaba constantemente del gobierno conservador. Se conocieron tomando cerveza. El inspector dejó clara su preocupación en torno a lo que sucedía y planteó la posibilidad de armar un grupo insurgente en la tierra de Jaime, aprovechando que es una zona de difícil acceso gracias a la complejidad de su geografía. Jaime regó su pasado en medio del tufo cervecero y se alineó con el inspector. La borrachera fundó un nuevo ánimo.

No era fácil entrar en una región tan hermética. El trabajo de campo o, mejor, el trabajo ideológico debía ser delicado. Por tantísimo dolor, los campesinos se mostraban desconfiados de lo foráneo, puesto que habían sido siempre los agentes externos los que habían forjado la zozobra y el engaño. En conversaciones y borracheras posteriores, el inspector y Jaime acordaron la forma de entrada en las comunidades del Alto Sinú: escuelita por aquí, escuelita por allá. La acción pedagógica permitiría labrar consciencias nuevas, no beligerantes, sino más bien reflexivas y sensatas. Así funcionaba la convicción de los nuevos amigos.

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Entonces empezaron a marchar maestros. Maestros raros, porque iban armados. Ante este fenómeno el inspector siempre respondía lo mismo cuando lo abordaban en alguna vereda de la región a preguntarle por esos “comunistas”: ¿Comunistas? Hombre, pero si se trata es de gente que viene a buscar tierra para trabajarla. Gente como usted y como yo, gente honrada. Más bien si puede véndales tierrita a esas gentes a ver si trabajamos entre todos para salir adelante. Con esta filigrana empezó a forjarse el EPL.

En 1967 se fundó formalmente la guerrilla. Muchas de las armas fueron entregadas por Jaime, que las había enterrado en una esquina remota de la finca de su gran amigo Arcesio Buenaventura: ocho fusiles, una carabina punto 30, cuatro carabinas 22, unos 500 tiros y dos brújulas chinas. Lo necesario para emprender el alzamiento. No un sueño cumplido, sino una misión que abanderar.

En sus primeros años de adolescencia, Jaime creyó fervientemente que el trabajo asalariado era la salida y en breve descubrió que era una mentira gracias a su trabajo como obrero ferroviario. Allí conoció a enormes figuras del sindicalismo colombiano que le enseñaron todos los mapas disponibles para llevar a buen puerto la lucha. También tuvo la oportunidad de presenciar la represión y la sangre derramada en las zonas bananeras y, una vez, desempleado y amedrentado por tanta sinrazón, se enlistó en el ejército en busca de un futuro del que no tardó en desilusionarse.

Aquellos años vertiginosos, le permitieron a Jaime conocer, desde la entraña, ambos bandos del paisaje nacional y comprender las dinámicas de funcionamiento, tanto discursivas como prácticas. Al volver a su tierra, con una mano adelante y otra atrás, con un montón de pensamientos encima y una realidad encendidamente abrumadora, Jaime decidió lanzar una moneda de cincuenta pesos al aire: si caía sello se devolvía a Medellín (ciudad en la que había prestado el servicio militar) a sobrevivir o, si caía cara, se quedaba en su tierra (San Jorge) a vivir. La moneda dio dos veces consecutivas cara y Jaime se quedó. Fue su labor como agricultor y criador de cerdos la que le hizo relacionarse con muchas personas de la región que posteriormente se volvieron compadres de vida y, después, compañeros de resistencia liberal, para desembocar en camaradas guerrilleros.

Las cosas empezaron a pintar rojas, tanto de sangre como de pensamiento. En medio de uno de los tantos embates conservadores, Jaime recibe una carta de un comandante liberal del Casanare en el que pide que se luche conjunta y permanentemente la dictadura instaurada por Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez. Enseguida Jaime reunió a la gente más comprometida de su pueblo para contarles lo de la carta. Uno de los asistentes lo denunció ante el inspector por “estar lavando cerebros en contra del gobierno y fundando guerrillas”. El inspector no tardó en aterrizar en la finca de Jaime y le revolcó todo hasta encontrar la dichosa carta. Así lo incriminó: Jaime fue enviado a prisión por rebelión, aunque la verdad consistía en que fue encarcelado por liberal.

En prisión Jaime fue ejemplar. Rápidamente se hizo de un cargo de quinta categoría que radicaba en cuidar las puertas de su patio y notificar movimientos extraños. Esta experiencia le sirvió para ir ideando su escape, ocurrido una despejada noche de verano. Jaime simplemente desapareció y se ocultó por meses en las montañas del nudo de Paramillo. A su escondrijo sólo le llegaban alimentos y noticias de la forma como lo buscaban los conservadores: Liberal, algún día cogemos tu cabeza y bailaremos sobre tu tumba. Jaime nunca más podría dedicarse a la agricultura. Él, que jamás había peleado con nadie, que solo deseaba cosas buenas a toda la gente que conocía, se había convertido en un perseguido político. La suerte estaba echada: no tenía nada que perder, pero sí mucho por vengar.

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El Sinú dejó de ser simplemente su casa y se convirtió repentinamente en su causa. Jaime encontró cientos de personas que ya habían dado el viraje hacia la resistencia. Le hicieron fiesta y le pidieron que ayudara a organizar una guerrilla. Jaime no dudó. Coordinó reuniones y puso en práctica todo lo aprendido en su época de obrero y sindicalista. El primer nombre que se le ocurrió fue Divisa Roja y su principal lema era “moral sin ley contra ley sin moral”.

Si el Estado conservador no respetaba nada y arrasaba con familias enteras, violando y descuartizando mujeres y niños, Divisa Roja sí respetaría esos preceptos y solo iría a la lucha hombre a hombre. Así fueron cinco años en los que Jaime lideró en el sur de Córdoba, lo que devino consecutivamente en las Juntas Patrióticas de Liberación, una organización más de supervivencia y autodefensa que de agresión constante. No eran más de cincuenta hombres, de los cuales apenas una treintena estaba armada. Los otros improvisaron con palos y correas armas de juguete que a lo lejos podían pasar como fusiles de verdad.

El primer combate sucedió en Dabeiba y ningún liberal murió, pero sí siete policías. Al cabo de un par de meses, en otro enfrentamiento, también salieron ilesos, mientras del lado policial cayeron doce. De ahí en más se posicionaron en el Llano del Tigre, lugar que funcionaba como guarida de descanso y entrenamiento y, lo mejor, como despensa.

Uno de los episodios que más marcó la consciencia de lucha de Jaime, tuvo que ver con una acometida conservadora que terminó con un bebé de dos años con la cabeza estallada sobre una enorme piedra, mientras los victimarios reían desaforadamente al ver el desespero de su madre. Ese día Jaime se dio cuenta de que su reyerta estaba establecida en contra de auténticos monstruos y en favor de los más repulsados, y que, en adelante, no desperdiciaría un sólo minuto de su vida para contrapesar toda la perversidad recibida.

En la época de Rojas Pinilla, Jaime empezó a pensar en la posibilidad de amnistiarse. El nuevo presidente de la república permitía a las guerrillas liberales reincorporarse a la vida civil. Jaime no desaprovechó la oportunidad e intentó volver a la agricultura, pero fue imposible: le ofrecieron trabajo como inspector de policía y él aceptó y cumplió a cabalidad y con honores su labor, hasta que cuatro años después del nombramiento lo sacaron sin decirle nada. Jaime volvió a San Jorge y se dedicó al comercio con aparente calma, pero los hostigamientos volverían a aparecer y lo arrastrarían, una vez más, hacia las brisas revolucionarias.

Fue en los meses en los que iniciaba esta nueva insurrección que Jaime se encontró en Montería con el inspector de policía que lo alentó a organizar el territorio con el tema de los maestros y las escuelas. Jaime no sólo era un hombre reconocido, sino muy admirado. La gente confiaba en él. De una forma silenciosa, Jaime empezó a llamar a la creación de comités de acción, con el objetivo de crear células ideológicas que dieran forma a la proyección de una guerrilla que superara la autodefensa y que se concentrara en una lucha organizada, capaz de hacer frente a las ofensivas conservadoras de una forma multilateral, orientada por preceptos filosóficos y políticos que ostentaban, a largo plazo, la ilusión de tomar el poder. Así se fueron incluyendo nuevas palabras en la jerga revolucionaria: imperialismo, burguesía, terratenientes. Así como también nuevas figuras, algunas cercanas y otras más que lejanas: Che Guevara, Fidel Castro, Marx, Lenin, Mao. La maquinaria partisana, sin que lo pudiera certificar Jaime, ya estaba en marcha y empezaría a llamarse EPL.

Jaime no podía creer el apoyo que recibía el movimiento. Gente hacía favores sin que fueran pedidos, llegaban donaciones de comida, cosían uniformes gratis, se fundaron periódicos, había gente dispuesta a prestar servicios de vigilancia y hasta de espionaje sin pedir nada a cambio. Era el desarrollo de la solidaridad de clase y, naturalmente, la consolidación de la pretendida consciencia campesina. Para ingresar sólo hacía falta jurar mirando hacia el horizonte de la tierra amada: ¿Jura usted por la patria y por la revolución luchar con su compañero hasta el final? Todo se centraba, primero, en labores de lucha y, después, en labores políticas, con el auspicio de largas jornadas de debate y comprensión doctrinal. Era la ejecución de la revolución, una revolución hacia el socialismo que tenía que, sí o sí, desembocar en la construcción de una nueva sociedad. Una sociedad paradisiaca, sin alcaldes, ni policías, ni cuarteles, sino con hombres libres e iguales, forjados en centros de educación popular. En el noroccidente colombiano estaba el fuego bajo la ceniza.

Jaime seguía al frente de la Junta Patriótica del sur de Córdoba. Desde allí, lejos de los combates, se dedicaba a la política. Un día le invitaron a viajar a la República Popular China, pero por problemas con el visado, terminó yendo a Albania, país que le convenció totalmente de que sí era posible un mundo nuevo, sin ricos y con los privilegios de la tierra, el esfuerzo y la inteligencia humana bien repartidos. Al volver al país Jaime trajo consigo la responsabilidad que le faltaba: fomentar aquella nueva y suspirada realidad.

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Pasó una década y ya Jaime estaba casado no sólo con la revolución, sino con una hermosa mujer que había perdido a sus dos primeros esposos en la causa guerrillera. La conoció mientras ella dirigía un comité de salud dedicado a guerrilleros heridos en combate. La invitó a tomar tinto una, tres, diez, veinte veces, hasta que por fin ella cedió a acompañarlo a un combite. Allí, entre bailes y guarapos, le declaró sus afectos recitándole los mejores apartes de la conferencia sobre el amor que Lenin dictó en la Universidad Comunista Sverdlov en 1919. Ella no resistió el romanticismo colombo-bolchevique y le dio el sí. Jaime recuerda que celebraron la unión durante cuarenta y ocho horas seguidas, justamente en la víspera de un aniversario de la independencia colombiana.

El tiempo empezó a pasar factura y los quebrantos de salud llegaron, inesperados, a pregonar el cambio generacional. Después de varios años de combativo matrimonio, Jaime y su esposa se retiraron a presenciar cómo el mundo que habían soñado cada vez más se alejaba de la realidad posible. Cómo todo viraba en la dirección contraria a la que ellos habían apostado su vida. En los albores de los años noventa, Jaime y su esposa seguían creyendo que todo es cosa de organización, y que la guerra nunca termina hasta que no se cumplen los cánones que la inventaron, tanto de una parte o de la otra. O se gana o se pierde. Ganar es estar vivos, perder es morir en la guerra. Algo ganaron, aunque no sabían muy bien qué, si de estar vivos se trataba, capaz era porque en el fondo había algo más. De lo contrario, daba igual el cementerio, alguna fosa común o la simplicidad del olvido.

Muchos años después de aquel definitivo cara y sello y, con el proyecto político revolucionario naciente, Jaime ya tenía claro que todo el esfuerzo compendiado tenía sentido si se lograba cambiar radicalmente el rumbo de la región y, por supuesto, del país. Mientras abrazaba a sus seres queridos, el último día de 1969, Jaime no dejaba de pensar en el sacrificio y compromiso que se le venía encima. El reloj marcó las doce de la noche y la música alegre del año nuevo resonó en sus oídos por última vez. Fue su madre la que le dijo: Hijo, la vida son problemas, un hombre sin problemas ¿para qué vive? De los problemas hay que sacar ideas capaces de transformar esos problemas en soluciones; y vivir, vivir para siempre, con los demás, en los demás y para los demás. Jaime no sabía que esa era la sentencia de su destino.

De campesino a tantas muchas otras cosas mutó Jaime Rendón. La violencia nunca fue una elección, sino una escueta obligación que supo transformarse en porfiada vocación. Violencia que se convirtió en idea. Idea que se convirtió en acción. Acción que se convirtió en guerra. Guerra que se convirtió en verdad. Verdad que se convirtió en vejez. Vejez que frustró todo. Colombia nunca fue como Albania y Jaime, sentado en alguna orilla del río Sinú, con una cerveza en su mano izquierda, no puede perdonárselo.

*El Nudo del Paramillo es uno de los lugares más intrincados de la realidad colombiana. En su sistema montañoso palpitan las contradicciones de la cordillera central andina, los bosques del Urabá y las planicies hacendadas de la costa caribe. Aunque fue declarado zona de conservación natural en los setenta, desde hace más de cien años este territorio ha sido habitado por poblaciones indígenas y campesinas que se resguardaron en sus bosques huyendo de fenómenos de despojo territorial y violencia, construyendo allí corregimientos enteros, que en los noventa fueron borrados del mapa en medio de un conflicto que involucró megaproyectos hídricos, así como estrategias paramilitares y guerrilleras de dominio territorial. La historia aquí narrada es una crónica de ficción resultado del diálogo entre una de las investigaciones ganadoras de los estímulos del ICANH 2020: “Los campesinos del Nudo del Paramillo, despojo y reproducción de la vida en una región de frontera agraria”, de Catalina Serrano y la interpretación periodística y literaria de Giovanny Jaramillo Rojas.

Por Giovanny Jaramillo Rojas

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