¡Alma bendita el hijueputa difunto sea, que ardiendo estará en los infiernos por lo mal hombre que fue! Dije con voz alegórica, y mientras seguía bebiendo cerveza con el grupo de amigos que departía, empezamos a recontar los crímenes que se le conocían al buen muerto. Un bandido que purgó tres años de cárcel por alzar a machetazos a su amigo y socio en una disputa por una yunta de mulas, que se habían robado en su último viaje al Carare. Vendió la única finca que tenían sus padres para prostituir la plata y dejar a los viejos en la total ruina. Varias mujeres lo acusaron de someterlas a la fuerza por haber rechazado sus avances amorosos. Un pillo ladrón de equinos, bovinos y aves de corral, estafador astuto, un borracho provocador, arbitrario y atropellador al que gracias a la vida; no le alcanzó para dejar descendencia.
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¡Bien muerto esté! ¡Bendito Dios y el favor que nos hizo! Repetí.
Esa misma noche y ya atontado por la mezcla de cerveza y guarapo que había ingerido, busqué aliviar el aturdimiento en la cama. Pasando la hora crepuscular, empecé a sentir una helada brisa rompiendo la alcoba, una gélida sensación que recorría mi cuerpo y que me hacía doler los huesos, escuché un sonido de pasos arrastrados y torpes acercándose a la cama, la puerta emanaba un chirrido ensordecedor y me sentí palidecer de miedo. Me quedé pasmado y aterrorizado al abrir los ojos y encontrar un espectro alto, corpulento y fornido que estaba parado justo del lado de mi cama. Era Osvaldo Cruz, el difunto que había maldecido unas horas antes.
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Empecé a sentir cómo su descomunal fuerza caía sobre mi cuerpo, un peso invisible e inerte que no me permitía respirar, una bruma espesa que me petrificó todos los sentidos. Traté de moverme, de gritar, de zamarrear a mi esposa que dormía al lado; pero el peso de aquella sombra me lo impedía. Todo cuanto trataba era en vano, un simple cuerpo inamovible y consumido por un terror que aplastaba el oxígeno de mis pulmones. Me estaba ahogando en el silencio de mi pavor; mientras gritaba entre las tinieblas del pensamiento y dentro del sordo sueño de los demás.
De un impulso casi involuntario quedé sentado en el borde de la cama, recobrando el aliento y buscando el aire perdido de mis entrañas. Buscaba luz entre la lugubridad de la noche, temblaba mientras me escurría por el cuerpo un sudor frío; un sudor de muerto. Me eché la bendición y recé tres padrenuestros con sus ave marías, le rogué a Dios para que le perdonara todos sus pecados y acogiera su espíritu en el cielo. Que brille para él la luz perpetua. También le pedí perdón al muerto por ofender su alma y lo acompañé al rosario noveno de su muerte, como tregua e invitación de que no volviera a privarme por las noches.
Ya en la claridad del alba y con la cabeza todavía ensopada por los rezagos de alcohol, y mientras mi mujer me servía un tinto; solo atiné a preguntar…¿Traje todos los encargos?
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Hoy hace 30 años de ese suceso. ¡Bien muerto esté ese malnacido! Ya no queda tiempo para rezos, perdones ni falsos arrepentimientos.
Y que no me busque, porque en aquella casa no vivo más.