Martín Lutero era hijo de un minero de Sajonia, y según por donde fuera lo llamaban Luther, Lutter, Lothario o Lutero. El 31 de octubre de 1517 caminó hasta la entrada de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg, por aquel entonces una de las ciudades que hacían parte del reino de Sajonia, y clavó en la puerta sus noventa y cinco tesis. Su acto fue una manera de llamar la atención sobre el sacramento de la penitencia, fundamentalmente. “Una indulgencia no puede nunca redimir de culpa; ni el Papa mismo puede hacerlo; Dios ha guardado eso en sus manos”, decía una de sus tesis, y continuaba aclarando que “No puede tener ninguna eficacia para las almas del Purgatorio; las penas impuestas por la Iglesia sólo pueden referirse a los vivos”.
Más adelante, Lutero escribió que “El cristiano que tiene auténtico arrepentimiento ya ha recibido perdón de Dios, sin ninguna intervención de indulgencias, y por consiguiente no tiene necesidad de ellas”. Por aquellos años de los siglos XIV, XV y XVI, era común que los sacerdotes católicos vendieran indulgencias entre los creyentes, para quienes eran una suerte de cheques al portador que les garantizaban ganarse una merecida inmortalidad, aligerar su paso por el Purgatorio y salvarse de las penitencias. Había feligreses que compraban varias indulgencias, no solo para ellos, sino para sus familiares y amigos, e incluso para negociar con ellas en el mercado de las almas. Ante todo aquello, Lutero decía y repetía que “el único tesoro de la Iglesia era el evangelio”.
Para muchos de los historiadores que han situado la Reforma Protestante en el centro de una revolución social y económica que transformó en esencia la vida y el pensamiento de millones de personas en el Occidente de Europa, Lutero no se proponía dinamitar nada en un principio, y menos, a la Iglesia, la católica y universal, que también era su Iglesia. “Tampoco estaba realizando un acto desacostumbrado”, como escribió Jacques Barzun en su libro “Del amanecer a la decadencia”. “Era monje y profesor de teología en la recién fundada Universidad de Wittenberg, y era práctica común entre los clérigos iniciar un debate de esta manera. El equivalente actual sería publicar un artículo provocador en una revista académica”.
Incluso, algunos de los estudiantes de la vida de Lutero y de su reforma sostuvieron con el tiempo que él ni siquiera era el que había clavado las 95 tesis en las amplias puertas de madera de la iglesia del castillo del poblado, que por aquellos días debía tener unos dos mil habitantes. Pasados dos siglos, durante el verano de 1760, las puertas, parte del castillo, la iglesia y la tumba de Lutero fueron parcialmente destruidas por un incendio, y luego, restauradas. Por fin, en 1858, el ayuntamiento decidió exhibir en los nuevos portones el texto en latín de las tesis de Lutero, que cuando fueron clavadas la primera vez se multiplicaron por la ciudad y sus alrededores en copias que él mismo había hecho para sus amigos y conocidos. Ellos, por su lado, se encargaron de hacer más y más copias.
Algunas fueron impresas. Para Barzun, “Este pequeño hecho es revelador. Las esperanzas de reforma de Lutero habrían naufragado, como tantas otras de los anteriores 200 años, de no haber sido por la invención de la imprenta. El tipo móvil de Gutenberg, en uso desde hacía unos 40 años, fue el instrumento físico que desgarró Occidente de lado a lado”. Solamente en un año, 1500, se imprimieron 40 mil ediciones de distintas obras y diferentes temas, lo que significó que nueve millones de ejemplares circularon por Europa. Cuando Lutero clavó sus 95 tesis, había más o menos seis imprentas por ciudad, que trabajaban día y noche. Como en las películas, los distribuidores llevaban y traían sus cuartillas en las madrugadas.
En las mañanas, muchos de los libros que se habían trabajado, o los panfletos de carácter urgente, ya estaban disponibles para la lectura de la gente culta de entonces y de unos cuantos alfabetos que organizaban pequeños grupos, o no tan pequeños, para leerles en voz alta, a cambio de un poco de dinero, o de sumisión. Los libros, y el acto de la lectura revolvieron los hábitos de los europeos, y más allá de los hábitos, generaron nuevos pensamientos y crearon otros oficios y formas de obtener dinero. Para Lucien Febvre y Jean Martin, autores de ‘L’apparition du livre’, aquella suma de fenómenos generó la primera prensa clandestina de Occidente, que pasados más de doscientos años, produjo una guerra que quedó registrada en la historia como “La guerra de los panfletos”.
Las tesis de Lutero fueron explosivas, en parte por lo que decían, en parte porque a quienes se las envió primero, el arzobispo de Mainz y el Papa, no le respondieron. Tenía 34 años, y en palabras de Barzun, “Durante siete años había vivido angustiado, muchas veces desesperado, por el estado de su alma. Había luchado contra los impulsos de la carne -no sólo el deseo, sino también el odio y la envidia- y siempre había perdido la batalla. ¿Qué esperanza tenía de salvarse? Y entonces, un día, cuando un hermano monje recitaba el credo, las palabras ‘creo en el perdón de los pecados’ le iluminaron como una revelación”. Lutero dijo: “Sentí como si hubiera vuelto a nacer”. La “gracia de Dios” lo había salvado. En otros términos, la fe.