Los precios de los libros en la Italia del siglo VI pasaron de valer medio escudo a venderse por cinco o seis, o incluso, algunos, por diez. La prohibición agitó la curiosidad de la gente, y la curiosidad la llevó a buscar lo prohibido y a comprarlo y a saborearlo y guardarlo como un tesoro. Unas copias de medicina judía se multiplicaron, simplemente porque estaban en los Índices de los libros que la Iglesia había censurado. El “Diálogo” de Galileo se convirtió de repente en el libro más buscado de Florencia, Milán y Roma, y hasta los prelados y los monjes y sus superiores ocultaban información sobre algunos libreros o editores con tal de que les consiguieran una copia. El mercado negro había surgido, y con él, millares de maneras de evitar la ley.
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Las biblias traducidas al alemán, al latín nuevo o al francés, se volvieron las más buscadas de aquel truculento y subterráneo mercado. La Iglesia se había manifestado en innumerables ocasiones como enemiga de las traducciones. Pretendía de todas las formas posibles que sólo el clero pudiera leer la Biblia, pues así podía divulgar lo que le convenía, o en algunos casos, lo que consideraba importante y santo. De alguna manera, la invención de la imprenta, la mejoría de las técnicas editoriales, la aparición de libreros y de librerías, la proliferación de textos y las lecturas personalizadas, habían sido consideradas peligrosas tanto para el Vaticano como para varios de los poderes políticos, económicos y sociales de la época.
Los índices de los libros prohibidos y la organización que se tejió alrededor de la censura y la condena, y la creación de la Inquisición para descubrir y tratar de frenar a quienes profesaban el protestantismo, fueron algunos de los primeros hechos de la Contrarreforma católica, la reacción que la Iglesia de Roma tuvo ante las ideas y las acciones de la revolución protestante que habían liderado Martín Lutero Juan Calvino, y cuyo episodio más sangriento hasta entonces, mediados del siglo XVI, había sido el saqueo de Roma de mayo de 1527. Algunos acontecimientos les sucedieron, y tuvieron mayor o menor impacto en la Europa de entonces. Según como lo plasmó Peter Watson en su libro “Ideas”, el primero fue el caso Tyndale.
“William Tyndale era un humanista inglés y, al igual que muchos de sus colegas, había acogido con agrado el ascenso de Enrique VIII al trono. Y cuando el monarca invitó a Erasmo, que entonces se encontraba en Roma, a establecerse en Inglaterra, los humanistas londinenses se animaron aún más. Por desgracia, sus expectativas se vieron defraudadas, y una vez Erasmo llegó a Inglaterra, Enrique perdió todo interés en él y, al menos en un comienzo, pareció más católico que nunca”. En ese momento, “de tensión a ojos de los humanistas”, Tyndale empezó a traducir la Biblia al inglés. En 1521, apenas se ordenó, comenzó con su labor, como solía repetir, “Si Dios me lo permite”.
Cuatro siglos más tarde, William Manchester escribió que en un momento dado, le comentó a un amigo suyo: “Conseguiré un día que el chico que guía el arado conozca mejor las escrituras que tú”. Cuando terminó su labor, Tyndale comenzó a buscar un editor que publicara su traducción, pero unos y otros, algunos con evasivas y largas, otros con la excusa de que podía ser peligroso, le dijeron que no. Se marchó a la Europa continental. Buscó en París, con similares resultados, fue tierra adentro y hacia el norte, y por fin alguien le susurró que tal vez en Colonia un editor muy liberal podría colaborarle, pero un prelado se enteró, y convenció a las autoridades de que lo censuraran. Tyndale empezó a sentirse perseguido y huyó.
Las autoridades alemanas le dieron aviso a un cardenal de apellido Wosley en Inglaterra, quien le escribió una carta a Enrique VIII contándole lo que había ocurrido y alertándolo sobre los peligros que se cernían sobre la fe católica. El rey declaró a Tyndale como un criminal en fuga y determinó ubicar espías y centinelas por su país, y más allá del Canal de la Mancha, pero el traductor persistió, y por fin, un editor, Peter Schöffer, sacó seis mil copias de la Biblia en inglés y envió la mayoría de ellas a Gran Bretaña. Mientras su Biblia era leída por todos aquellos que quisieran acceder a ella, Tyndale seguía prófugo. Luego de algunos años, se estableció en Amberes. Sin embargo, Enrique VIII tenía agentes por todas las ciudades populosas de Europa.
Cuando lo encontraron, lo pusieron en prisión en el castillo de Vilvorde. Un año más tarde, hacia 1530, lo juzgaron por herejía, lo condenaron a garrote público y quemaron sus restos, de acuerdo con las leyes de la época y de la Inquisición, para que no se convirtiera en un mártir. No obstante, su traducción de la Biblia siguió circulando por Europa, y especialmente, por Inglaterra, donde se formó una especie de mercado negro bíblico en el que se hacían negocios de ventas y reventas, de préstamos, e incluso, de charlas sobre su contenido. Cuando Tyndale falleció, Roma le demostró al rey Enrique VIII todo su agradecimiento. El papa León X le confirió el honroso título de “Defensor Fidei”, “Defensor de la fe”, a quien unos años más tarde sería su enemigo declarado.