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Los índices de libros prohibidos por la Iglesia (III)

Las primeras reacciones de la Iglesia contra la Reforma Protestante y el saqueo de Roma de 1527 estuvieron encaminadas a prohibir los libros y las publicaciones que divulgaran ideas de Martín Lutero, Juan Calvino y sus seguidores.

Fernando Araújo Vélez

22 de septiembre de 2025 - 02:00 p. m.
Si alguien tenía en su casa un libro protestante, y sobre todo, una biblia traducida al alemán o al francés, o a cualquier idioma distinto al latín, al griego o al hebreo, era condenado a prisión.
Foto: Brendan Stephens / Unsplash
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En Francia, los reyes Francisco I y Enrique II firmaron sendos edictos para crear un sistema de represión ideológica, conocida como la “cámara ardiente”, según el cual se reglamentaba el pago de un tercio de la fortuna de quienes leían o tenían libros protestantes a los delatores, una práctica que llevó a falsas acusaciones y a un lucrativo y oscuro negocio que se extendió luego por Italia, España e Inglaterra.

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Poco a poco, e inmersos en el fragor de los odios, y también de los temores, millares de los franceses que vivieron en el siglo XVI murieron en la hoguera luego de que sus propios vecinos los acusaran de herejía. La Reforma Protestante había llevado al saqueo de Roma, con sus miles de muertos y de heridos, entre otros desmanes, y el catolicismo comenzaba a reaccionar. En palabras de William Manchester, “Una comisión de seis cardenales se encargaba de suprimir con rigor toda desviación de la fe católica, y se sometió a los intelectuales a un cuidadoso escrutinio… El arzobispo de Toledo fue condenado a pasar diecisiete años en un calabozo por haber manifestado abiertamente su admiración por Erasmo”.

Si alguien tenía en su casa un libro protestante, y sobre todo, una biblia traducida al alemán o al francés, o a cualquier idioma distinto al latín, al griego o al hebreo, era condenado a prisión, y su condena se multiplicaba si el acusado era descubierto en tareas de divulgación. Una palabra dicha de más, y en ocasiones, de menos, podía marcar la diferencia entre ir a una cárcel o terminar incinerado en una plaza pública, en medio del clamor de sus conocidos y de algunos familiares. La persecución llevó a la investigación; la investigación, a la delación, y la delación se convirtió en un negocio que podía dejarles a los delatores un tercio de las propiedades del acusado. Los tribunales eclesiásticos no escatimaron esfuerzos por encontrar herejes.

Si no los encontraban, se los inventaban, o los mismos soplones mentían con respecto a las actividades y dichos de sus vecinos, “amigos”, y hasta familiares. Todo por el dinero, y por el dinero, según las pertenencias y el patrimonio del acusado, los delatores elegían a sus víctimas. Era el entramado de la “chambre ardente”, en francés, o de la “cámara ardiente”, en español, una corte creada por el cardenal de Lorraine que empezó a funcionar en 1535, durante el reinado de Francisco I, que fue fortalecida por su sucesor, Enrique II, con el edicto de Châteaubriant del 27 de junio de 1551, y que fue abolida en 1682. En sus primeras páginas, el edicto aclaraba que las decisiones que se habían tomado con anterioridad para perseguir a los herejes no habían dado los resultados esperados.

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Desde los años 20, e incluso, desde que Martín Lutero había clavado sus 95 tesis en el portón de la iglesia de Wittenberg, en 1519, los protestantes se juntaban en los sótanos de alguna de las casas de sus principales impulsores, y desde ahí organizaban sus políticas doctrinarias y de divulgación, que se iniciaban en las escuelas y terminaban en los estrados judiciales y políticos, y en algunos casos, entre los cortesanos del rey. Catorce de los 46 artículos del edicto tenían que ver con la censura a la prensa y a los libros en general. Los profesores y directores de teología de la Universidad de París y en algunas ocasiones, sus asistentes, fueron encomendados para aprobar o prohibir las publicaciones que se podía imprimir y las que debían eliminarse.

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Cada mes, les enviaban a los libreros las listas de lo permitido y lo prohibido con una nota de obligatoriedad para que las exhibieran al público, y también, todos los meses debían revisar los libros, los panfletos, revistas, periódicos, y en general, cualquier publicación que llegara a Francia. Según el escritor francés Roger Doucet, los integrantes y asesores de la facultad de Teología de la Universidad de París se transformaron en las autoridades morales, literarias, filosóficas y teológicas del reino, y ello derivó no solo en que aumentaran sus salarios, sino en que algunos comenzaron a cobrarles una cuota a modo de “honorarios” a los libreros y escritores por examinar, con antelación a su propio veredicto, los manuscritos que pretendían publicar.

Para la Roma católica, los libros eran el mejor camino para que los protestantes dieran a conocer sus ideas y se habían transformado en una fuente de odio. Aunque las medidas que había tomado Francia eran efectivas, en el resto de Europa el asunto de la publicación y la distribución de textos aún era poco supervisado. A partir de 1540, una comisión eclesiástica elaboraba sus propias listas de textos prohibidos y permitidos, pero éstas caían en manos de autoridades locales que no las hacían cumplir, o por lo menos, no como el papa lo pretendía. Por ello, en 1459, el sumo pontífice, Paulo IV, se hizo cargo del tema y elaboró el “Index Expurgatorius”, una suma de textos que llevarían a los feligreses que los leyeran, que los divulgaran o que simplemente los poseyeran, a la condena.

Como lo escribió Peter Watson en su libro “Ideas, una historia intelectual de la humanidad”, “Todas las obras de Erasmo se encontraban en la lista (obras que anteriores papas habían leído con fruición), al igual que el Corán, el ‘De Revolutionibus’ de Copérnico (que permanecería en el ‘Index’ hasta 1758) y el ‘Diálogo’ de Gaileleo (prohibido hasta 1822)”. Pasados cien años de la resolución de Paulo IV, la Iglesia emitió otra, llamada el “Índice Tridentino”, según la cual resultaban prohibidos tres cuartas partes de los libros que se imprimían en Europa. Para evadir la censura, muchos autores e impresores cambiaron de ciudad, y se mudaron a lugares a los que casi no llegaban las órdenes y las prohibiciones de Dios.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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