Con el pasar de los años, de su vida y su obra, Fédor Dostoievski fue cambiando de parecer con respecto a una posible salvación de los rusos. En los años de 1840 se consideraba socialista, y hacía parte de un grupo subversivo que se reunía todas las semanas, sobre todo para planear el futuro. Uno de los textos míticos en aquellos encuentros clandestinos de los integrantes del círculo de Petrashevski era una carta que le había escrito el crítico e historiador Visarión Bielinski a Nikolái Gógol en 1847 en la que proponía una reforma social en Rusia y criticaba al zar, a la religión, a los aristócratas, y de paso, a Occidente. La misiva estaba prohibida por los organismos policiales del zar. No se podía ni leer ni copiar ni comentar.
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Sin embargo, alguno de los miembros del círculo habló. Comentó el asunto como por pasar, seguro sin mayores intenciones, y de su comentario surgió una investigación sobre Petrashevski y sus amigos y conocidos, y una detallada persecución. Los oficiales supieron qué día, a qué hora y en qué lugar sería leída la carta, y llegaron con su estruendo de botas y de armas y se llevaron presos a los activistas, incluido a Fédor Mijáilovich Dostoievski, quien en más de una ocasión había manifestado que estaba de acuerdo con Bielinsky cuando decía que si Cristo se apareciera entre los rusos, lo más probable sería que terminara por unirse a los socialistas. Dostoievski había publicado en 1840 su primera novela, “Pobres gentes”.
Ya era un personaje conocido y comentado en San Petersburgo. Provenía, como lo había dicho, de una “piadosa familia rusa” en la que todas las noches se repasaba el evangelio, “Nos sabíamos el evangelio casi desde la cuna”. Sus ideas socialistas estaban enlazadas con el cristianismo, e iban más allá de los entresijos de la política y de los grupos activistas. Apuntaban al “alma rusa”, al Dios de los rusos, a la redención de los pecados y al pueblo, pero desde el momento en que se lo llevaron preso, diciembre de 1849, comenzó a dudar de algunas de sus convicciones. Cuando su pena de muerte y la de sus compañeros fue cambiada por la de prisión y trabajos forzados en Siberia en un supuesto acto de indulgencia por parte del zar, Nicolás I, le escribió a su hermano Mijaíl.
Su carta empezaba con la descripción de aquel instante, “Hermano, ¡mi querido amigo! ¡Todo está arreglado! Me han condenado a cuatro años de trabajos forzados en la fortaleza (de Orenburg, creo), y después a servir como soldado raso. Hoy, veintidós de diciembre, nos llevaron al campo de maniobras de Semyonov. Ahí nos leyeron la sentencia de muerte a todos, nos dijeron que besáramos la cruz, nos rompieron las espadas sobre nuestras cabezas, y nos hicieron el último aseo (camisas blancas). Luego ataron a tres al poste para la ejecución. Yo era el sexto. Llamaban a tres a la vez; por lo tanto, yo iba en el segundo grupo y me quedaba menos de un minuto de vida. Me acordé de ti, hermano, y de todos los tuyos; durante el último minuto, tú, solo tú, estabas en mi mente, solo entonces me di cuenta de cuánto te quiero, ¡querido hermano mío!
“También logré abrazar a Pleshcheyev y Durov, que estaban cerca de mí, y despedirme de ellos. Finalmente sonó la retirada y a los que estaban atados al poste los llevaron de vuelta, y nos anunciaron que Su Majestad Imperial nos había perdonado la vida”. Unas líneas después, comenzó a explicarle sus tormentos, sus dudas y arrepentimientos y sus aprendizajes, que luego iría a plasmar en sus novelas y en las columnas que escribía para la revista “Tiempo”. “La vida es vida en todas partes, la vida en nosotros mismos, no en lo que está fuera de nosotros. Habrá gente cerca de mí, y ser un hombre entre la gente y seguir siendo un hombre para siempre, no desanimarse ni caer en cualquier desgracia que me ocurra, eso es la vida; esa es la tarea de la vida. Me he dado cuenta de esto. Esta idea ha entrado en mi carne y en mi sangre”.
En uno de los últimos párrafos de la carta a su hermano, Dostoievski escribió: “Cuando miro hacia el pasado y pienso cuánto tiempo se ha desperdiciado en vano, cuánto tiempo se perdió en ilusiones, en errores, en la ociosidad, en la ignorancia de cómo vivir, cómo no valoré el tiempo, cuántas veces pequé contra mi corazón y mi espíritu, mi corazón sangra. La vida es un regalo, la vida es felicidad, cada minuto podría haber sido una era de felicidad. Si jeunesse savait ! (¡Si la juventud supiera!) Ahora, cambiando mi vida, estoy renaciendo en una nueva forma. ¡Hermano! Te juro que no perderé la esperanza y que preservaré mi espíritu y mi corazón en pureza. Renaceré a algo mejor. ¡Esa es toda mi esperanza, todo mi consuelo!”.
Dostoievski regresó de su condena en 1859, y un año más tarde fundó con su hermano una revista, “Tiempo”, en la que defendería sus principios y valores. De algún modo, cada semana dejaba allí su testimonio de esperanza. Su paso por prisión lo había hecho comprender gran parte de lo que eran los rusos, y más aún, los campesinos rusos y los delincuentes. Por ello, concluyó que el Dios cristiano y ruso era la única salvación de aquel inmenso país que cada día se debatía más entre copiar a la Europa de occidente, o rescatar sus raíces eslavófilas. Sus tiempos de rebelión se habían apaciguado. Ya no era uno de aquellos radicales de los años 40 que pretendía romper con todo y cambiarlo todo. La vida era un regalo, como le escribió a Mijaíl, y había que defenderla siempre.
Era un regalo, incluso para los presos sin aparente redención que había conocido en Omsk. Según Orlando Figes, su fe surgió, “como un milagro, durante la Pascua, si hemos de creer el relato posterior de Dostoievski en ‘Diario de un escritor’. Los prisioneros estaban bebiendo, riñendo y jaraneando, mientras Dostoievski yacía en un catre tratando de abstraerse”. De repente, recordó un incidente de su infancia. Tenía nueve años y había salido a pasear por el bosque, cuando oyó a alguien que gritaba “Hay un lobo”. Corrió cuanto pudo, hasta que uno de los siervos de su padre, de nombre Marey, lo consoló. Acercó su mano y le dijo que no temiera, “Cristo está contigo. Haz la señal de la cruz, muchacho”. Dostoievski no lograba dejar de temblar. El campesino tomó un clavo y con sus manos negras de tierra le tocó la mejilla.
Luego le sonrió. “De modo que cuando descendí del catre y miré a mi alrededor, recuerdo que de pronto sentí que podía contemplar a aquellos desafortunados de una manera totalmente diferente y que de repente, como por milagro, el odio y la ira que había en mi corazón se desvanecieron. Salí, mirando fijamente los rostros de aquellos con quienes me cruzaba. Ese desgraciado campesino, con la cabeza afeitada y marcas en las mejillas, borracho, gritando su tosca canción, bien podría ser el mismo Marey”. Sobre aquella visión, Fédor Dostoievski construyó su fe, escribió Figes, y añadió, “A partir del lejano recuerdo de la amabilidad de un solo campesino, realizó un salto de fe y adquirió la convicción de que todos los campesinos rusos guardaban el ejemplo de Cristo en algún lugar”.